Los antiguos peruanos nos han dejado manifestaciones de su cultura y hazañas grabadas en piedras, mantos, tejidos, orfebrería y en la alfarería de sus huacos. Guiados por estas manifestaciones y por sus leyendas podemos reconstruir gran parte de esta historia.
Según
versiones de Garcilaso Inca de la Vega, en sus Comentarios Reales, los incas
que tuvo el imperio incaico fueron catorce. Pero la historia sólo da cuenta de
trece incas. ¿Quién fue entonces el inca número
catorce? Bien podría ser el Señor de Chinchay,
gran jefe marítimo que aparece en los primeros días de la Conquista. Un detalle
de este jefe se da a conocer en las crónicas españolas. Es el siguiente: "Francisco Pizarro, teniendo prisionero al inca
Atahualpa en Cajamarca, al ser informado de un personaje llegado a la costa le
pregunta: "¿Quién es ese hombre de tanto poder, que lo pasean en andas
como a un inca frente al mar?".
El inca
Atahualpa le responde: "Es el señor de
Chinchay, que tiene el mando de diez mil balsas del imperio". Según
estas crónicas españolas, este personaje desaparece misteriosamente de la
historia ¿Dónde fue, qué hizo? Lo vamos a
dar a conocer en este relato.
El señor de Chinchay, al llegar a la costa de
Lambayeque, fue informado de lo que estaba sucediendo en el imperio. La emboscada
sin nombre en Cajamarca, a donde concurrió el inca, su corte de collas,
generales y su ejército de lanzas y flechas en son de paz. A una invitación de
amistad hecha por los extranjeros, a quienes consideraban como dioses, fueron
horriblemente eliminados por armas mortíferas desconocidas, que tronaban como
el trueno y despedían esquirlas de muerte. Sorpresa que sembró la confusión,
facilitando la masacre. Los españoles después se vanagloriaban de haber
terminado con 10,000 guerreros del ejército imperial incaico, y la captura del
inca Atahualpa para tener sujeto a todo el
imperio a las ambiciones de dominación. Después, el rescate ofrecido por
Atahualpa por su libertad. Y la ambición de los españoles por los metales
preciosos de colmar el cuarto de la prisión del inca hasta la altura de su
brazo, uno de oro y dos de plata. Enterándose también de los ultrajes hechos
por los invasores a las mujeres de la nobleza y la violación por Pizarro de la hermana del inca.
El señor de Chinchay como jefe de la flota de
balseros, que recorre de un extremo a otro la costa del imperio, al conocer la
ambición de dominación del continente por estos extranjeros, que se hacen pasar
como dioses por sus mortíferas armas de fuego que suenan como truenos, decide
ponerse a la defensiva al comprender que los invasores no cumplirán con el
trato de liberar al Inca. De acuerdo con kurakas,
sacerdotes y miembros de la nobleza toma el mando del imperio, coronándose como
el catorce inca. Bloquea y captura a las últimas caravanas que viajan del
Cuzco; recuas de llamas que llevan las reliquias más valiosas de sus dioses en
oro, plata y piedras preciosas, para completar el tesoro del rescate. Burla así
la ambición de Pizarro, que está a espera de estas caravanas, para empezar el
reparto del botín. Reúne, además, a todas las doncellas, collas y ñustas de los
adoratorios y templos del Sol y de la Luna y de sus sacerdotes, embarcándolos
en sus balsas con rumbo desconocido.
Respecto
a las últimas caravanas que viajan a Cajamarca, con el tesoro del rescate,
existe una leyenda que expresa: "las grandes
recuas de llamas cargadas con el tesoro del rescate desaparecieron
misteriosamente bajo las aguas". Muchos se imaginan que este tesoro
desapareció sumergido en el lago Titicaca o en alguna laguna de la cordillera.
Pero podemos creer que el señor de Chinchay
embarcó el tesoro del rescate con llamas y todos sus arrieros en sus balsas y
desapareció bajo las aguas en el horizonte.
El señor de Chinchay, para emprender la defensa del
imperio, con el acuerdo de sus capitanes, miembros de la nobleza y sacerdotes
deciden instalar su cuartel general en una isla solitaria desconocida. Para
proveerse de armas, víveres y toda clase de vituallas las manda traer de los
tambos del imperio, reserva que para estos menesteres se tenía. Igualmente
grandes tinajones para el agua y joros para
fermentación y conservación de la chicha; lo mismo semillas e islas
flotantes para cultivarlas.
Mientras
deliberan cómo iniciar la defensa del imperio, el señor
de Chinchay da órdenes para que la gran flota se concentre en la isla de
Pascua, solitaria en medio del Pacífico sur, a miles de millas de la costa y de
gran vegetación. Hay una versión de cronistas y navegantes españoles de esa
época que informaron: "haberse cruzado,
atravesando la costa del imperio incaico con grandes balsas, verdaderos barcos,
tripulados por docenas de indígenas”.
En las
deliberaciones los altos jefes analizan el poder de los invasores, sus armas de
fuego que truenan y vomitan esquirlas de muerte con las cuales exterminaron
diez mil hombres del ejército de Atahualpa. Los sacerdotes, citando leyendas y
consultando los mensajes, dejados en los quipus, informan que antiguos
antepasados viajaron de este lugar en busca de libertad a otros lugares de la pachamama o sea la tierra, siguiendo el curso de
las aguas calientes y de los peces.
Mientras
el señor de Chinchay deliberaba con los
miembros de la nobleza y los capitanes venidos con ellos a este refugio, ignoto
y desconocido para la mayoría, situado a miles de millas mar adentro en medio
del mar, cuál debía ser el camino a tomar en defensa del imperio, los
sacerdotes que acompañaren a las doncellas, collas y ñustas de los templos, se
asombraban ante los gigantescos monumentos de la isla de Pascua dejados por una
antigua civilización. Hacen grandes descubrimientos, descifran tablillas de
piedras enterradas al pie de las estatuas, mensajes de que esta isla es el
verdadero ombligo del mundo; que la Tierra es redonda y está poblada según su
clima por hombres blancos, rojos y negros. Comprenden que los extranjeros
llegados no son dioses, sino hombres de otras tierras y los monumentos son un
homenaje al dios del mar. Dejado por los navegantes de esta gran civilización,
que estuvo de paso por el ombligo del mundo.
Comprendiendo
que de nada sirve el valor, las flechas y las lanzas contra las armas
mortíferas que despiden fuego y esquirlas de muerte. El señor de Chinchay, de acuerdo con los navegantes, decide
emigrar a nuevas tierras. Seguir el camino de antiguos antepasados, que según
leyendas se establecieron en la cumbre de la Tierra en zonas frías e
inaccesibles. La nobleza prefiere quedarse, establecerse en esta isla y otras
cercanas. Pero, antes, todos se comprometen a erigir nuevos monumentos al dios
del mar, para que en su travesía a lo desconocido les proporcione ayuda y
protección.
Construir
monumentos tan colosales como los habidos en esta isla no iba a ser ningún
problema para éstos habilísimos hombres que construyeron, labrando la piedra,
grandes fortalezas y ciudades como Ollantaytambo
y Machu Picchu. Mientras observaban,
construían nuevas embarcaciones para la gran travesía. El señor de Chinchav envió picapedreros a las más
altas montañas de la isla, en busca de las rocas más duras, donde cortaron
grandes bloques. Para transportarlos a la costa construyeron un camino hecho
con los propios palos de las balsas, redondos y livianos, facilitando un fácil
deslizamiento. Rodaron los grandes bloques sobre otros palos cruzados que
sirvieron como polines. Luego, los artífices labraron los bloques, semejantes a
los habidos en la isla, colocándolos uno al lado del otro, frente al mar.
Señalando a futuras generaciones la ruta seguida por éstos intrépidos
capitanes, en busca de la libertad.
Cuando
todo estuvo listo para la partida se mandó preparar la bebida sagrada de los
incas, la chicha, con dorados granos de maíz, nacido y curado en pozas, donde
al sudar, se convertía en jora; al octavo día cuando la chicha fermentaba
efervescente, elevándose en los tinajones y joros,
el señor de Chinchay señaló la fecha para la
gran fiesta de despedida.
Llegado
el gran día los expedicionarios, hombres y mujeres, para rendir homenaje al
dios supremo Viracocha, purificándose de cuerpo y espíritu, fueron a pozas de
arena caliente, caldeados por los rayos del sol. Baños sudoríficos donde
transpiraron copiosamente. Después, para templar su espíritu aventurero, con la
piel brillante, enrojecida, como verdaderos hijos del sol, corrieron desnudos a
purificarse en las aguas frías del océano Pacífico sur.
Al
atardecer, cuando el dios Sol desaparecía bajo el horizonte, oscureciendo la
Tierra, enormes fogatas circulando la bahía, donde estaba anclada la gran
flota, alumbraron a los gigantescos monumentos cubiertos de bellísimos mantos
multicolores con láminas de oro y plata y teniendo en la cuenca de sus ojos
incrustados esmeraldas, rubíes y otras piedras preciosas. Al chisporroteo de
las llamas de fuego lanzaban centellantes rayos como si hubieran tomado vida y
fueran verdaderos seres extraterrestres. Reflejándose en las aguas era el
verdadero dios del mar, emergiendo en el horizonte y multiplicándose ciento de
veces, para proteger a los navegantes en la gran travesía hacia lo desconocido.
En los
altares ceremoniales, los sacerdotes, collas y ñustas con regios atuendos de
piedras preciosas, filigranas de plata y del áureo metal, lo mismo que keros y
máscaras, completaban el tesoro del rescate, compitiendo con las maravillas del
cielo en esa luminosa noche de verano.
Mientras
se servía el gran banquete, compuesto de conchas negras y mariscos, lo mismo de
grandes peces traídos de la costa del imperio y conservados en grandes jaulas y
remansos, las doncellas de la isla distinguían a los grandes jefes con collares
de flores. En un gran altar estaba el pájaro sagrado llamado manú-tara, traído de las selvas del Cuzco, el cual
dio lugar al gran descubrimiento para poder trabajar la piedra, al que había
también de rendirle homenaje.
Al son de
pututos, zampoñas, quenas y flautas empezó el gran baile de las doncellas de las
tres regiones del imperio. Las ñustas del Cuzco, debido al intenso calor,
reemplazaron sus gruesos faldellines multicolores, por finísimas telas de
alpaca entretejidas con hilos de oro y plata y multicolores hilos y
deslumbrante pedrería, cuyos reflejos al danzar, las convertía en verdaderas
diosas. Las charapas de la selva bailaban cubiertas de bellísimas plumas, pero
enardecidas por el incienso de resinas afrodisiacas quemadas por los sacerdotes
y el calor reinante, echaron a volar las plumas y con los bustos desnudos y
erguidos hacían girar sobre ellos multicolores collares de huayruros. Las doncellas de la costa, llamadas capullanas por tener como vestido sólo finísimo
tul blanco sobre el cuerpo transparente, del cuello a los pies, en los giros de
las danzas se las veía completamente desnudas.
Esa noche
tropical sin viento, de un día de Pascua de resurrección, toda la Isla y las
aguas que la rodeaban parecía hechizada por un dios supremo. El firmamento
deslumbraba con millones de titilantes estrellas. Resplandores de luces
atravesaban las azules nubes. Los plateados rayos de la luna convirtieron la
noche en verdadero día.
Los
gigantescos monumentos del dios del mar reflejábanse sobre el azul esmeralda de
las aguas. Las reliquias del tesoro del rescate, el chisporroteo de las brasas
de las grandes fogatas alumbrando la bahía y la gran flota. Los enardecedores
inciensos y perfumes afrodisiacos, los efectos de la embriaguez de la espumante
chicha imperial y los tomos alucinógenos dados a tomar por los sacerdotes creó
un ambiente mágico y divino, transportando a todos hasta las estrellas.
Al
amanecer, las mujeres, con sus frenéticas danzas, fueron cayendo desmayadas. La
fiesta se silenció, y cuando todos dormían drogados, los sacerdotes recogieron
el tesoro imperial ocultándolo secretamente. En la tarde del día siguiente,
partieron las embarcaciones a las islas de la Polinesia. Quedando sólo la
nobleza en la solitaria isla, ombligo del mundo.
Cuento de Alberto Bisso Sánchez
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