martes, 19 de octubre de 2021

EL SEÑOR DE CHINCHAY ÚLTIMO INCA

 Los antiguos peruanos nos han dejado manifestaciones de su cultura y hazañas grabadas en piedras, mantos, tejidos, orfebrería y en la alfarería de sus huacos. Guiados por estas manifestaciones y por sus leyendas podemos reconstruir gran parte de esta historia.

Según versiones de Garcilaso Inca de la Vega, en sus Comentarios Reales, los incas que tuvo el imperio incaico fueron catorce. Pero la historia sólo da cuenta de trece incas. ¿Quién fue entonces el inca número catorce? Bien podría ser el Señor de Chinchay, gran jefe marítimo que aparece en los primeros días de la Conquista. Un detalle de este jefe se da a conocer en las crónicas españolas. Es el siguiente: "Francisco Pizarro, teniendo prisionero al inca Atahualpa en Cajamarca, al ser informado de un personaje llegado a la costa le pregunta: "¿Quién es ese hombre de tanto poder, que lo pasean en andas como a un inca frente al mar?".

El inca Atahualpa le responde: "Es el señor de Chinchay, que tiene el mando de diez mil balsas del imperio". Según estas crónicas españolas, este personaje desaparece misteriosamente de la historia ¿Dónde fue, qué hizo? Lo vamos a dar a conocer en este relato.

El señor de Chinchay, al llegar a la costa de Lambayeque, fue informado de lo que estaba sucediendo en el imperio. La emboscada sin nombre en Cajamarca, a donde concurrió el inca, su corte de collas, generales y su ejército de lanzas y flechas en son de paz. A una invitación de amistad hecha por los extranjeros, a quienes consideraban como dioses, fueron horriblemente eliminados por armas mortíferas desconocidas, que tronaban como el trueno y despedían esquirlas de muerte. Sorpresa que sembró la confusión, facilitando la masacre. Los españoles después se vanagloriaban de haber terminado con 10,000 guerreros del ejército imperial incaico, y la captura del inca Atahualpa para tener sujeto a todo el imperio a las ambiciones de dominación. Después, el rescate ofrecido por Atahualpa por su libertad. Y la ambición de los españoles por los metales preciosos de colmar el cuarto de la prisión del inca hasta la altura de su brazo, uno de oro y dos de plata. Enterándose también de los ultrajes hechos por los invasores a las mujeres de la nobleza y la violación por Pizarro de la hermana del inca.

El señor de Chinchay como jefe de la flota de balseros, que recorre de un extremo a otro la costa del imperio, al conocer la ambición de dominación del continente por estos extranjeros, que se hacen pasar como dioses por sus mortíferas armas de fuego que suenan como truenos, decide ponerse a la defensiva al comprender que los invasores no cumplirán con el trato de liberar al Inca. De acuerdo con kurakas, sacerdotes y miembros de la nobleza toma el mando del imperio, coronándose como el catorce inca. Bloquea y captura a las últimas caravanas que viajan del Cuzco; recuas de llamas que llevan las reliquias más valiosas de sus dioses en oro, plata y piedras preciosas, para completar el tesoro del rescate. Burla así la ambición de Pizarro, que está a espera de estas caravanas, para empezar el reparto del botín. Reúne, además, a todas las doncellas, collas y ñustas de los adoratorios y templos del Sol y de la Luna y de sus sacerdotes, embarcándolos en sus balsas con rumbo desconocido.

Respecto a las últimas caravanas que viajan a Cajamarca, con el tesoro del rescate, existe una leyenda que expresa: "las grandes recuas de llamas cargadas con el tesoro del rescate desaparecieron misteriosamente bajo las aguas". Muchos se imaginan que este tesoro desapareció sumergido en el lago Titicaca o en alguna laguna de la cordillera. Pero podemos creer que el señor de Chinchay embarcó el tesoro del rescate con llamas y todos sus arrieros en sus balsas y desapareció bajo las aguas en el horizonte.

El señor de Chinchay, para emprender la defensa del imperio, con el acuerdo de sus capitanes, miembros de la nobleza y sacerdotes deciden instalar su cuartel general en una isla solitaria desconocida. Para proveerse de armas, víveres y toda clase de vituallas las manda traer de los tambos del imperio, reserva que para estos menesteres se tenía. Igualmente grandes tinajones para el agua y joros para fermentación y conservación de la chicha; lo mismo semillas e islas flotantes para cultivarlas.

Mientras deliberan cómo iniciar la defensa del imperio, el señor de Chinchay da órdenes para que la gran flota se concentre en la isla de Pascua, solitaria en medio del Pacífico sur, a miles de millas de la costa y de gran vegetación. Hay una versión de cronistas y navegantes españoles de esa época que informaron: "haberse cruzado, atravesando la costa del imperio incaico con grandes balsas, verdaderos barcos, tripulados por docenas de indígenas”.

En las deliberaciones los altos jefes analizan el poder de los invasores, sus armas de fuego que truenan y vomitan esquirlas de muerte con las cuales exterminaron diez mil hombres del ejército de Atahualpa. Los sacerdotes, citando leyendas y consultando los mensajes, dejados en los quipus, informan que antiguos antepasados viajaron de este lugar en busca de libertad a otros lugares de la pachamama o sea la tierra, siguiendo el curso de las aguas calientes y de los peces.

Mientras el señor de Chinchay deliberaba con los miembros de la nobleza y los capitanes venidos con ellos a este refugio, ignoto y desconocido para la mayoría, situado a miles de millas mar adentro en medio del mar, cuál debía ser el camino a tomar en defensa del imperio, los sacerdotes que acompañaren a las doncellas, collas y ñustas de los templos, se asombraban ante los gigantescos monumentos de la isla de Pascua dejados por una antigua civilización. Hacen grandes descubrimientos, descifran tablillas de piedras enterradas al pie de las estatuas, mensajes de que esta isla es el verdadero ombligo del mundo; que la Tierra es redonda y está poblada según su clima por hombres blancos, rojos y negros. Comprenden que los extranjeros llegados no son dioses, sino hombres de otras tierras y los monumentos son un homenaje al dios del mar. Dejado por los navegantes de esta gran civilización, que estuvo de paso por el ombligo del mundo.

Comprendiendo que de nada sirve el valor, las flechas y las lanzas contra las armas mortíferas que despiden fuego y esquirlas de muerte. El señor de Chinchay, de acuerdo con los navegantes, decide emigrar a nuevas tierras. Seguir el camino de antiguos antepasados, que según leyendas se establecieron en la cumbre de la Tierra en zonas frías e inaccesibles. La nobleza prefiere quedarse, establecerse en esta isla y otras cercanas. Pero, antes, todos se comprometen a erigir nuevos monumentos al dios del mar, para que en su travesía a lo desconocido les proporcione ayuda y protección.

Construir monumentos tan colosales como los habidos en esta isla no iba a ser ningún problema para éstos habilísimos hombres que construyeron, labrando la piedra, grandes fortalezas y ciudades como Ollantaytambo y Machu Picchu. Mientras observaban, construían nuevas embarcaciones para la gran travesía. El señor de Chinchav envió picapedreros a las más altas montañas de la isla, en busca de las rocas más duras, donde cortaron grandes bloques. Para transportarlos a la costa construyeron un camino hecho con los propios palos de las balsas, redondos y livianos, facilitando un fácil deslizamiento. Rodaron los grandes bloques sobre otros palos cruzados que sirvieron como polines. Luego, los artífices labraron los bloques, semejantes a los habidos en la isla, colocándolos uno al lado del otro, frente al mar. Señalando a futuras generaciones la ruta seguida por éstos intrépidos capitanes, en busca de la libertad.

Cuando todo estuvo listo para la partida se mandó preparar la bebida sagrada de los incas, la chicha, con dorados granos de maíz, nacido y curado en pozas, donde al sudar, se convertía en jora; al octavo día cuando la chicha fermentaba efervescente, elevándose en los tinajones y joros, el señor de Chinchay señaló la fecha para la gran fiesta de despedida.

Llegado el gran día los expedicionarios, hombres y mujeres, para rendir homenaje al dios supremo Viracocha, purificándose de cuerpo y espíritu, fueron a pozas de arena caliente, caldeados por los rayos del sol. Baños sudoríficos donde transpiraron copiosamente. Después, para templar su espíritu aventurero, con la piel brillante, enrojecida, como verdaderos hijos del sol, corrieron desnudos a purificarse en las aguas frías del océano Pacífico sur.

Al atardecer, cuando el dios Sol desaparecía bajo el horizonte, oscureciendo la Tierra, enormes fogatas circulando la bahía, donde estaba anclada la gran flota, alumbraron a los gigantescos monumentos cubiertos de bellísimos mantos multicolores con láminas de oro y plata y teniendo en la cuenca de sus ojos incrustados esmeraldas, rubíes y otras piedras preciosas. Al chisporroteo de las llamas de fuego lanzaban centellantes rayos como si hubieran tomado vida y fueran verdaderos seres extraterrestres. Reflejándose en las aguas era el verdadero dios del mar, emergiendo en el horizonte y multiplicándose ciento de veces, para proteger a los navegantes en la gran travesía hacia lo desconocido.

En los altares ceremoniales, los sacerdotes, collas y ñustas con regios atuendos de piedras preciosas, filigranas de plata y del áureo metal, lo mismo que keros y máscaras, completaban el tesoro del rescate, compitiendo con las maravillas del cielo en esa luminosa noche de verano.

Mientras se servía el gran banquete, compuesto de conchas negras y mariscos, lo mismo de grandes peces traídos de la costa del imperio y conservados en grandes jaulas y remansos, las doncellas de la isla distinguían a los grandes jefes con collares de flores. En un gran altar estaba el pájaro sagrado llamado manú-tara, traído de las selvas del Cuzco, el cual dio lugar al gran descubrimiento para poder trabajar la piedra, al que había también de rendirle homenaje.

Al son de pututos, zampoñas, quenas y flautas empezó el gran baile de las doncellas de las tres regiones del imperio. Las ñustas del Cuzco, debido al intenso calor, reemplazaron sus gruesos faldellines multicolores, por finísimas telas de alpaca entretejidas con hilos de oro y plata y multicolores hilos y deslumbrante pedrería, cuyos reflejos al danzar, las convertía en verdaderas diosas. Las charapas de la selva bailaban cubiertas de bellísimas plumas, pero enardecidas por el incienso de resinas afrodisiacas quemadas por los sacerdotes y el calor reinante, echaron a volar las plumas y con los bustos desnudos y erguidos hacían girar sobre ellos multicolores collares de huayruros. Las doncellas de la costa, llamadas capullanas por tener como vestido sólo finísimo tul blanco sobre el cuerpo transparente, del cuello a los pies, en los giros de las danzas se las veía completamente desnudas.

Esa noche tropical sin viento, de un día de Pascua de resurrección, toda la Isla y las aguas que la rodeaban parecía hechizada por un dios supremo. El firmamento deslumbraba con millones de titilantes estrellas. Resplandores de luces atravesaban las azules nubes. Los plateados rayos de la luna convirtieron la noche en verdadero día.

Los gigantescos monumentos del dios del mar reflejábanse sobre el azul esmeralda de las aguas. Las reliquias del tesoro del rescate, el chisporroteo de las brasas de las grandes fogatas alumbrando la bahía y la gran flota. Los enardecedores inciensos y perfumes afrodisiacos, los efectos de la embriaguez de la espumante chicha imperial y los tomos alucinógenos dados a tomar por los sacerdotes creó un ambiente mágico y divino, transportando a todos hasta las estrellas.

Al amanecer, las mujeres, con sus frenéticas danzas, fueron cayendo desmayadas. La fiesta se silenció, y cuando todos dormían drogados, los sacerdotes recogieron el tesoro imperial ocultándolo secretamente. En la tarde del día siguiente, partieron las embarcaciones a las islas de la Polinesia. Quedando sólo la nobleza en la solitaria isla, ombligo del mundo.

Cuento de Alberto Bisso Sánchez

Alejandro Smith Bisso

 

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