martes, 13 de abril de 2021

LA REBELIÓN DEL CLERO ALEMÁN

 La doctrina católica colapsará mientras se mantenga la estridencia irrefrenable por una concepción revisionista al proyecto inscrito por Dios en la estructura del ser humano, la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador.

Muy por detrás de Francia o Gran Bretaña respecto a la secularización, y sin haber quedado todavía sumergida en una irritante decadencia como le ocurre a la Iglesia católica en Alemania, la cultura irlandesa ha cambiado más en la última generación que en los últimos siglos, siendo escogida como laboratorio capaz de mostrar cómo una cultura tradicional se convierte en progresista. En la insistencia de que el animal humano es libre de reescribir su propia historia, incluidos sus orígenes y el sexo, el irlandés Paul Dempsey es el último obispo católico disidente en el pertinaz rechazo eclesiástico a no bendecir uniones homosexuales (ni heterosexuales fuera del matrimonio), convirtiendo la secular enseñanza de la Iglesia en un peligroso instrumento arrojado sobre supuestas víctimas ofendidas.

La recepción hostil al Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que llevara a declarar al obispo de Amberes, Johan Bonny, sentir «vergüenza por mi Iglesia», o al cardenal austriaco Christoph Schonborn a decir que «la Iglesia es una madre y una madre no rechaza una bendición», lejos de significar un episodio anecdótico, asume claros tintes cismáticos con el anuncio para el día 10 de mayo de un grupo de sacerdotes alemanes de bendecir a todas las parejas LGBT. Imaginar a estas alturas una agenda distinta en el liberalismo eclesial es ignorar que la misma Iglesia representa ya en muchos lugares un inquietante escenario de «apropiación cultural» donde todo sucede como si no se anunciase el Evangelio, alterando la transmisión de las creencias y prácticas religiosas hasta perder el lenguaje de la fe misma.

La ira sufrida de manera reiterada por quienes se presentan como bautizados con innumerables traumas, y todavía supuestamente estigmatizados, que anhelan desde Roma la santificación del pecado, nos convierte en testigos mudos e indefensos de aspiraciones políticas y sociales de un sector de clérigos y laicos en cínica alianza con un nihilismo liberal, presagio de un tiempo que podría dictar el futuro del cristianismo en Europa, donde reinará el conflicto y la ideología dentro de la misma Iglesia. La declaración del periodista gay y víctima del sacerdote chileno Karadima, Juan Carlos Cruz, designado como miembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, señalando que «de alguna forma el Papa va a reparar esta situación» encarna la revuelta revanchista del «prohibido prohibir» una bendición, cuando precisamente los mismos obispos bendecían al sacerdote chileno.

Estos esfuerzos reformistas por cambiar la doctrina católica, con el ejemplo actual más explosivo de celebrar la práctica activa de la homosexualidad por darle al cristianismo una forma más acogedora y benévola en la consideración de que no existe nada que pueda en sí mismo clasificarse siempre como malo, constituyen el mayor incentivo al debilitamiento de la religión y de la familia, a considerar el código moral cristiano como un tapiz desfasado y la familia tradicional como algo meramente decorativo. La renuncia de Mons. Benoist de Sinety, vicario general de la archidiócesis de París, amparándose con ambigüedad en el papa Francisco y tergiversando el texto de Doctrina de la Fe, debería señalar con claridad el camino a seguir cuando las opiniones personales prevalecen y entran en contradicción con las enseñanzas de la Iglesia.

El resultado de no aceptar límites en la vida humana, a rechazar cualquier fundamento a nuestra vida en común más allá de lo que decidamos en cada momento, al «todo lo que yo quiera, ahora mismo y sin importar cuáles sean las consecuencias», es propio de un individualismo privatizador que reconstruye cualquier realidad desde la manipulación de la voluntad. Así lo dice la filósofa Chantal Delsol: «Cuando nada detiene el deseo, ni la religión, ni la tradición, ni ninguna sabiduría más alta, entonces el daño no está lejos». La relajación de las reglas acelera de modo inexorable el declive de las iglesias que las relajaron, al dejar de proteger a las familias de las que han dependido las iglesias para su reproducción. La manía de retocar la doctrina, que comenzó en la Reforma, ha tenido un evidente efecto colateral: enervar las propias iglesias que han participado en la ruptura. Las ha debilitado no sólo demográfica, sino también económicamente. Las ha paralizado incluso en el sentido más amplio de la misión, contribuyendo a vaciar las iglesias.

Creo que el desafío abierto por muchos clérigos hacia las enseñanzas de la Iglesia en cuestiones relativas a la sexualidad, además de suponer un patente abandono de los preceptos expresados por Cristo y los apóstoles, manifiesta un desconcertante furor por la asunción de prácticas y comportamientos capaces de someter la realidad a la ideología, aportando un material emocional que genera más sufrimiento y levanta una barrera aún mayor contra la fe cristiana. Cuando el jesuita pro gay James Martin califica de «especialmente dolorosa» para muchas personas LGBT la declaración de que Dios «no bendice ni puede bendecir el pecado», utiliza el «criterio de los sentimientos heridos» y del emotivismo como una sórdida estrategia de censura contra la enojosa persistencia de las enseñanzas de la Iglesia católica sobre sexualidad y familia, enarbola el patetismo de una pataleta de niño maleducado y consentido a quien arrebatan algo a lo que cree tiene derecho a poseer.

La doctrina católica colapsará mientras se mantenga la estridencia irrefrenable por una concepción revisionista al proyecto inscrito por Dios en la estructura del ser humano, la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, la indiferencia ante la verdad del ejercicio de la sexualidad, que exige la dimensión unitiva y procreadora. El peligro y el soberbio afán por destruir la propia realidad desde las legislaciones y el Estado, el odio a la naturaleza humana, la desontologización de la persona y del sexo, es el mayor totalitarismo ideológico en la actualidad al que la Iglesia, lejos de ceder, deberá resistir, custodiando, como siempre lo hizo, un patrimonio que pertenece a toda la humanidad.

Roberto Esteban Duque

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