La doctrina católica colapsará mientras se mantenga la estridencia irrefrenable por una concepción revisionista al proyecto inscrito por Dios en la estructura del ser humano, la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador.
Muy por detrás de Francia o
Gran Bretaña respecto a la secularización, y sin haber quedado todavía
sumergida en una irritante decadencia como le ocurre a la Iglesia católica en
Alemania, la cultura irlandesa ha cambiado más en la última generación que en
los últimos siglos, siendo escogida como laboratorio capaz de mostrar cómo una
cultura tradicional se convierte en progresista. En la insistencia de que el
animal humano es libre de reescribir su propia historia, incluidos sus orígenes
y el sexo, el irlandés Paul Dempsey es el último obispo católico disidente en el
pertinaz rechazo eclesiástico a no bendecir uniones homosexuales (ni
heterosexuales fuera del matrimonio), convirtiendo la secular enseñanza de la
Iglesia en un peligroso instrumento arrojado sobre supuestas víctimas
ofendidas.
La recepción hostil al Responsum de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, que llevara a declarar al obispo de Amberes, Johan Bonny, sentir «vergüenza por mi Iglesia», o al cardenal
austriaco Christoph Schonborn a decir que «la
Iglesia es una madre y una madre no rechaza una bendición», lejos de
significar un episodio anecdótico, asume claros tintes cismáticos con el
anuncio para el día 10 de mayo de un grupo de sacerdotes alemanes de bendecir a
todas las parejas LGBT. Imaginar a estas alturas una agenda distinta en el
liberalismo eclesial es ignorar que la misma Iglesia representa ya en muchos
lugares un inquietante escenario de «apropiación cultural» donde todo sucede
como si no se anunciase el Evangelio, alterando la transmisión de las creencias
y prácticas religiosas hasta perder el lenguaje de la fe misma.
La ira sufrida de manera
reiterada por quienes se presentan como bautizados con innumerables traumas, y
todavía supuestamente estigmatizados, que anhelan desde Roma la santificación
del pecado, nos convierte en testigos mudos e indefensos de aspiraciones
políticas y sociales de un sector de clérigos y laicos en cínica alianza con un
nihilismo liberal, presagio de un tiempo que podría dictar el futuro del
cristianismo en Europa, donde reinará el conflicto y la ideología dentro de la
misma Iglesia. La declaración del periodista gay y víctima del sacerdote
chileno Karadima, Juan Carlos Cruz, designado como
miembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, señalando que «de alguna forma el Papa va a reparar esta situación»
encarna la revuelta revanchista del «prohibido
prohibir» una bendición, cuando precisamente los mismos obispos
bendecían al sacerdote chileno.
Estos esfuerzos reformistas
por cambiar la doctrina católica, con el ejemplo actual más explosivo de
celebrar la práctica activa de la homosexualidad por darle al cristianismo una
forma más acogedora y benévola en la consideración de que no existe nada que
pueda en sí mismo clasificarse siempre como malo, constituyen el mayor
incentivo al debilitamiento de la religión y de la familia, a considerar el
código moral cristiano como un tapiz desfasado y la familia tradicional como
algo meramente decorativo. La renuncia de Mons. Benoist de Sinety,
vicario general de la archidiócesis de París, amparándose con ambigüedad en el
papa Francisco y tergiversando el texto de Doctrina de la Fe, debería señalar
con claridad el camino a seguir cuando las opiniones personales prevalecen y
entran en contradicción con las enseñanzas de la Iglesia.
El resultado de no aceptar
límites en la vida humana, a rechazar cualquier fundamento a nuestra vida en
común más allá de lo que decidamos en cada momento, al «todo
lo que yo quiera, ahora mismo y sin importar cuáles sean las consecuencias», es
propio de un individualismo privatizador que reconstruye cualquier realidad
desde la manipulación de la voluntad. Así lo dice la filósofa Chantal
Delsol: «Cuando nada detiene el deseo, ni la religión, ni la
tradición, ni ninguna sabiduría más alta, entonces el daño no está lejos». La
relajación de las reglas acelera de modo inexorable el declive de las iglesias
que las relajaron, al dejar de proteger a las familias de las que han dependido
las iglesias para su reproducción. La manía de retocar la doctrina, que comenzó
en la Reforma, ha tenido un evidente efecto colateral: enervar las propias
iglesias que han participado en la ruptura. Las ha debilitado no sólo
demográfica, sino también económicamente. Las ha paralizado incluso en el
sentido más amplio de la misión, contribuyendo a vaciar las iglesias.
Creo que el desafío abierto
por muchos clérigos hacia las enseñanzas de la Iglesia en cuestiones relativas
a la sexualidad, además de suponer un patente abandono de los preceptos
expresados por Cristo y los apóstoles, manifiesta un desconcertante furor por
la asunción de prácticas y comportamientos capaces de someter la realidad a la
ideología, aportando un material emocional que genera más sufrimiento y levanta
una barrera aún mayor contra la fe cristiana. Cuando el jesuita pro gay James
Martin califica de «especialmente
dolorosa» para muchas personas LGBT la declaración de que Dios «no bendice ni puede bendecir el pecado», utiliza
el «criterio de los sentimientos heridos» y
del emotivismo como una sórdida estrategia de censura contra la enojosa
persistencia de las enseñanzas de la Iglesia católica sobre sexualidad y
familia, enarbola el patetismo de una pataleta de niño maleducado y consentido
a quien arrebatan algo a lo que cree tiene derecho a poseer.
La doctrina católica colapsará
mientras se mantenga la estridencia irrefrenable por una concepción
revisionista al proyecto inscrito por Dios en la estructura del ser humano, la
ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida
por el Creador, la indiferencia ante la verdad del ejercicio de la sexualidad,
que exige la dimensión unitiva y procreadora. El peligro y el soberbio afán por
destruir la propia realidad desde las legislaciones y el Estado, el odio a la
naturaleza humana, la desontologización de la persona y del sexo, es el mayor
totalitarismo ideológico en la actualidad al que la Iglesia, lejos de ceder,
deberá resistir, custodiando, como siempre lo hizo, un patrimonio que pertenece
a toda la humanidad.
Roberto Esteban Duque
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