¿Por qué lo matan a Cristo? Por haber dado testimonio de la Verdad. Al Señor lo mataron por haber predicado la Verdad. En efecto, “querían matarle no en cuanto transgresor de la ley, sino en cuanto enemigo público, porque se hacía rey” (S.Th. III, q. 47, a. 4, ad 3um). Cristo vino al mundo “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37) y dio este testimonio hasta el fin, dando con su muerte, su testimonio supremo.
Cristo muere para redimirnos.
Pero, ¿por qué lo matan? Lo matan por haber
dado testimonio de la Verdad. Él da testimonio muriendo [1] y, haciendo esto,
triunfa, triunfa sobre el diablo, el mundo y la carne, sobre el pecado y el
infierno, sobre el fariseísmo y la superstición, sobre la Sinagoga deicida y el
Paganismo idólatra. Cristo por medio del testimonio martirial, obtiene el
triunfo de los triunfos, el máximo triunfo jamás obtenido, el triunfo
combatiente de la universal Redención.
La Iglesia, entonces, como es la Esposa de Cristo, está llamada a imitar a Cristo. Por eso, el más alto triunfo de la Iglesia es el testimonio y más aún el testimonio martirial, el cual es el triunfo de los triunfos, el esplendor supremo, la corona máxima.
Viene bien recordar esta verdad esencial en estos tiempos de tanta confusión en
los que se invierten las jerarquías sobrenaturales, como se da por ejemplo
cuando – con la palabra o los hechos – se prioriza los frutos visibles sobre el
testimonio. Lo primero, Dios nos guarde de olvidarlo, es dar testimonio, lo
demás es añadidura. Por eso, al fin de cuentas, los frutos apostólicos
visibles, muchos o pocos, milagrosos u “ordinarios”,
pertenecen al ámbito de la añadidura.
Supuesta la gracia divina que
Dios siempre quiere darnos, siempre está en nuestras manos hacer la acción por
la cual damos testimonio de la Fe (por eso, nadie puede excusarse diciendo que
no puede hacerlo). Dar heroico testimonio de la Verdad siempre obtiene “frutos de vida eterna”, aun cuando no veamos a
nadie que se convierta y aun cuando nadie quiera oír al predicador y éste, como
Xavier en el Japón, persevere predicando entre pedradas y salivazos.
No olvidemos, entonces, aquel
principio ignaciano que podemos llamar el principio de los principios
apostólicos: “la intención prima sobre la obra”. Lo
principalísimo es la intención del Apóstol, la cual siempre es muchísimo más
importante que las obras apostólicas -por más grandiosas y multitudinarias que
estas sean-. Y la intención, mientras más pura sea, mejor. Mientras la
intención sea más deseosa de crucifixión, más pura será la intención. Lo demás,
al final, es añadidura. Si entendemos esto podremos comprender aquella saeta
que nos lanzó el Santo Padre hace poco tiempo: la
Misión “no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra
propaganda” [2].
Y no lo olvidemos. Los frutos
apostólicos, esto es, las conversiones y los aumentos de gracia en las almas,
provienen directamente de Dios. Más, ¿cómo podemos
“provocar” esas bendiciones graciosas de Dios? Procurando tener una
intención lo más pura posible esto es, procurando estas dos actitudes del alma
(ambas se entrelazan): tener una intención eficaz
máximamente amante de la cruz y máximamente decidida a dar el más heroico
testimonio de la Fe.
En suma, supuesta la
conformidad con la divina Voluntad y la pura intención de glorificar
máximamente a Dios, lo que más atrae los frutos apostólicos es -¡valga la paradoja!- olvidarse por entero de los
frutos apostólicos y entregarse por entero, con el verbo y la vida, a dar
testimonio de la Verdad procurando vivir del modo más crucificado posible. Este
es el modo más directo de obtener frutos en la Misión. No hay otro camino.
Sino, Dios lo hubiera enseñado. Por eso, no puede planificarse “la pastoral” con otro esquema, porque si así se
hace, será un esquema mundano, y como tal inepto para atraer las divinas
bendiciones, esto es, sobrenaturalmente incapaz de fecundidad, como pasa con
tantas “pastorales” (o, mejor,
antipastorales) modernas, que se basan en tres axiomas tácitos: esquivarle al
testimonio, hostigar a los testigos y “quedar bien
con todos sin mirar a quien”. Estas antipastorales por más que tengan
apoyo mediático, benefactores puntuales y sus quince (o más) minutos de fama
eclesial, no servirán más que para ser arrojadas al fuego por los Ángeles que
separaran la cizaña en el postrero ajuste de cuentas.
Permítasenos recordar que la
nuestra no es una tesis antojadiza ni meramente polémica sino que es una verdad
que se descubre con solo leer la vida del Santo Patrono de las Misiones, San
Francisco Xavier, quien, a años luz de nuestras rastreras intenciones, en las
mil encrucijadas de su áspero itinerario misional, de modo habitual elegía dar
testimonio de la Verdad en las condiciones más peligrosas y arduas posibles,
haciendo apostolado en las zonas más “inconvertibles”,
feliz de ser recibido con esputos y flechazos, ansioso de sufrir mil
martirios por Cristo.
Como explica el padre
Iparraguirre[3], Xavier siempre priorizó la intención sobre la obra y esto lo
vivió de un modo tan radical y literal que el Santo medía “el servicio de Dios por lo que contenga de trabajos y
oprobios, (…) [e]s decir que la norma de elección que dominaba su vida era la
de ‘más trabajos y más sufrimientos’” (p.11) y esto a tal punto que “no consideraba tanto lo que sería mejor para el porvenir
de la misión (…) cuanto lo que entonces era más meritorio delante de Dios, lo
que entonces presuponía mayor sacrificio y entrega” (p.11).
Haciendo esto, teniendo tan “imprudente” modo de ser, asumiendo esta
estrategia aparentemente tan ineficaz, obtuvo, como decía Llorente, los más
apoteósicos triunfos apostólicos que se hayan visto en los últimos cuatro
siglos, siendo estos frutos visibles tan grandes que fue llamado “Apóstol de medio mundo”.
San Francisco Xavier, es
oportuno decirlo, no tenía ningún respeto humano. Él sabía que “su elección podía parecer poco razonable a sus hermanos”
y tanto lo sabía que en una carta del 22 de junio de 1549, habla de los “muy letrados de nuestra Compañía” a quienes les
ha de parecer “que será tentar a Dios cometer
peligros tan evidentes” (p.12). Más, como apunta Iparraguire SJ, “a él no le arredran lo que los hombres juzgan de sus
determinaciones” sino que “le basta ‘pensar
que Dios N. Señor mira las intenciones [,] voluntades y fines’” (p. 12).
Si bien hay cosas que son para
admirar y no necesariamente para imitar, valga decir que para el Apóstol del
Oriente había una “identidad práctica entre
peligros y mercedes [divinas], merced y voluntad de Dios” (p.16) y por
eso “le bastaba elegir la vida que ofreciera más
peligros para saber que elegía la vida que, en terminología ignaciana, por
experiencia de consolaciones y desolaciones, había visto que agradaba más a
Dios” (p.16). He aquí que “su espíritu se
sentía inundado de una mucho más pura e intensa confianza en Dios cuanto más
carecía de personas que en espíritu le ayudasen, cuánto le faltaban más
comodidades naturales, incluso el sustento, cuanto más peligros de
persecuciones y aun de vida le amenazasen” (p.16).
Así, este Gigante de las Misiones, en medio “de los
ingentes peligros a que se exponía y de lo arriesgado y aun absurdo que podía
parecer a veces el plan” (p.18), obtuvo, como escribe Llorente, “conquistas espirituales nunca vistas”.
Roguemos a la Virgen
que nos alcance una intención más pura.
¡Viva Jesús!
¡Viva la Cruz!
Padre Federico
Misionero en tierras
paganas
[1] “Porque uno
es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo
Jesús, que se dio a sí mismo como rescate por todos; testimonio dado a su
tiempo” (1 Tes 2,5-6).
[2] Evangelii
Gaudium, 279.
[3] Iparraguirre
SJ, Los Ejercicios espirituales Ignacianos, el método misional de S. Francisco
Javier y la misión jesuítica de la India en el siglo XVI, Studia Missionalia,
1949, Vol V., 3-45.
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