El Papa Francisco presidió este domingo 11 de abril la Misa por la Fiesta de la Divina Misericordia en la iglesia del Santo Spirito in Sassia, en Roma. Junto a él concelebraron algunos Misioneros de la Misericordia instituidos durante la celebración del Jubileo de la Misericordia.
A continuación, el texto completo de la homilía del
Papa Francisco:
Jesús resucitado se aparece a los discípulos varias veces. Consuela con
paciencia sus corazones desanimados. De este modo realiza, después de su
resurrección, la “resurrección de los discípulos”. Y
ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas palabras y tantos
ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora, en Pascua, sucede
algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia. Jesús los vuelve
a levantar con la misericordia. Y ellos, ‘misericordiados’,
se vuelven misericordiosos. Es muy difícil ser misericordioso su uno no
se deja ser ‘misericordiado’.
1. Ante todo, son ‘misericordiados’ por medio de tres dones: primero Jesús les ofrece la paz, después el Espíritu, y
finalmente las llagas. En primer lugar, les da la paz. Los discípulos
estaban angustiados. Se habían encerrado en casa por temor, por miedo a ser
arrestados y correr la misma suerte del Maestro.
Pero no sólo estaban encerrados en casa, también estaban encerrados en
sus remordimientos. Habían abandonado y negado a Jesús. Se sentían incapaces,
buenos para nada, inadecuados. Jesús llega y les repite dos veces: «¡La paz esté con ustedes!». No da una paz que
quita los problemas del medio, sino una paz que infunde confianza dentro.
No es una paz exterior, sino la paz del corazón. Dice: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió, así yo
los envío a ustedes» (Jn 20,21). Es como si dijera: “Los mando porque creo en ustedes”. Aquellos discípulos
desalentados son reconciliados consigo mismos. La paz de Jesús los hace pasar
del remordimiento a la misión. En efecto, la paz de Jesús suscita la misión. No
es tranquilidad, no es comodidad, es salir de sí mismo.
La paz de Jesús libera de las cerrazones que paralizan, rompe las
cadenas que aprisionan el corazón. Y los discípulos se sienten ‘misericordiados’: sienten que Dios no los condena, no
los humilla, sino que cree en ellos. Sí, cree en nosotros más de lo que
nosotros creemos en nosotros mismos. “Nos ama más
de lo que nosotros mismos nos amamos” (cf. S. J.H. NEWMAN, Meditaciones
y devociones, III,12,2).
Para Dios ninguno es un incompetente, ninguno es inútil, ninguno está
excluido. Jesús hoy repite una vez más: “Paz a ti,
que eres valioso a mis ojos. Paz a ti, que eres importante para mí. Paz a ti,
que tienes una misión. Nadie puede realizarla en tu lugar. Eres insustituible.
Y Yo creo en ti”.
En segundo lugar, Jesús misericordia a los discípulos dándoles el
Espíritu Santo. Lo otorga para la remisión de los pecados (cf. vv. 22-23). Los
discípulos eran culpables, habían huido abandonando al Maestro. Y el pecado
atormenta, el mal tiene su precio. Siempre tenemos presente nuestro pecado,
dice el Salmo (cf. 51,5).
Solos no podemos borrarlo. Sólo Dios lo quita, sólo Él con su
misericordia nos hace salir de nuestras miserias más profundas. Como aquellos
discípulos, necesitamos dejarnos perdonar. Y decir de corazón: ‘Perdón, Señor’. Abrir el corazón para dejarse
perdonar. El perdón en el Espíritu Santo es el don pascual para resurgir
interiormente. Pidamos la gracia de acogerlo, de abrazar el Sacramento del
perdón. Y de comprender que en el centro de la Confesión no estamos nosotros
con nuestros pecados, sino Dios con su misericordia.
No nos confesamos para hundirnos, sino para dejarnos levantar. Lo
necesitamos mucho, todos. Lo necesitamos, así como los niños pequeños, todas
las veces que caen, necesitan que el papá los vuelva a levantar. También
nosotros caemos con frecuencia. Y la mano del Padre está lista para volver a
ponernos en pie y hacer que sigamos adelante.
Esta mano segura y confiable es la Confesión. Es el Sacramento que
vuelve a levantarnos, que no nos deja tirados, llorando contra el duro suelo de
nuestras caídas. Es el Sacramento de la resurrección, es misericordia pura. Y
el que recibe las confesiones debe hacer sentir la dulzura de la misericordia.
Este es el camino de aquellos que reciben la confesión de la gente:
hacer sentir la misericordia de Jesús, que lo perdona todo. Dios lo perdona todo.
Después de la paz que rehabilita y el perdón que realza, el tercer don
con el que Jesús misericordia a los discípulos es ofrecerles sus llagas. Esas
llagas nos han curado (cf. 1 P 2,24; Is 53,5). Pero, ¿cómo
puede curarnos una herida? Con la misericordia. En esas llagas, como
Tomás, experimentamos que Dios nos ama hasta el extremo, que ha hecho suyas
nuestras heridas, que ha cargado en su cuerpo nuestras fragilidades.
Las llagas son canales abiertos entre Él y nosotros, que derraman
misericordia sobre nuestras miserias. Son los caminos que Dios ha abierto
completamente para que entremos en su ternura y experimentemos quién es Él, y
no dudemos más de su misericordia. Adorando, besando sus llagas descubrimos que
cada una de nuestras debilidades es acogida en su ternura.
Esto sucede en cada Misa, donde Jesús nos ofrece su cuerpo llagado y
resucitado; lo tocamos y Él toca nuestra vida. Y hace descender el Cielo en
nosotros. El resplandor de sus llagas disipa la oscuridad que llevamos dentro.
Y nosotros, como Tomás, encontramos a Dios, lo descubrimos íntimo y cercano, y
conmovidos le decimos: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn
20,28). Todo nace aquí, en la gracia de ser ‘misericordiados’.
Aquí comienza el camino cristiano. En cambio, si nos apoyamos en
nuestras capacidades, en la eficacia de nuestras estructuras y proyectos, no
iremos lejos. Sólo si acogemos el amor de Dios podremos dar algo nuevo al
mundo.
2. Así, ‘misericordiados’,
los discípulos se volvieron misericordiosos. Lo vemos en la primera Lectura.
Los Hechos de los Apóstoles relatan que «nadie
consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común»
(4,32). No es comunismo, es cristianismo en estado puro.
Y es mucho más sorprendente si pensamos que esos mismos discípulos poco
tiempo antes habían discutido sobre recompensas y honores, sobre quién era el
más grande entre ellos (cf. Mc 10,37; Lc 22,24). Ahora comparten todo, tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). ¿Cómo cambiaron tanto? Vieron en los demás la
misma misericordia que había transformado sus vidas.
Descubrieron que tenían en común la misión, el perdón y el Cuerpo de
Jesús; compartir los bienes terrenos resultó una consecuencia natural. El texto
dice después que «no había ningún necesitado entre
ellos» (v. 34). Sus temores se habían desvanecido tocando las llagas del
Señor, ahora no tienen miedo de curar las llagas de los necesitados. Porque
allí ven a Jesús. Porque allí está Jesús. En las llagas del necesitado.
Hermana, hermano, ¿quieres una prueba de que
Dios ha tocado tu vida? Comprueba si te inclinas ante las heridas de los
demás. Hoy es el día para preguntarnos: “Yo, que
tantas veces recibí la paz de Dios, su perdón, su misericordia, ¿soy
misericordioso con los demás? Yo, que tantas veces me he alimentado con su
Cuerpo, ¿qué hago para dar de comer al pobre?”. No permanezcamos
indiferentes.
No vivamos una fe a medias, que recibe pero no da, que acoge el don pero
no se hace don. Hemos sido ‘misericordiados’,
seamos misericordiosos. Porque si el amor termina en nosotros mismos, la fe se
seca en un intimismo estéril. Sin los otros se vuelve desencarnada. Sin las
obras de misericordia muere (cf. St 2,17). Dejémonos resucitar por la paz, el
perdón y las llagas de Jesús misericordioso. Y pidamos la gracia de
convertirnos en testigos de misericordia. Sólo así la fe estará viva. Y la vida
unificada. Sólo así anunciaremos el Evangelio de Dios, que es Evangelio de
misericordia.
Redacción ACI Prensa
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