Retiro La mirada de
la misericordia.
Por: P. Manolo Pérez |
Nadie, ni siquiera un
padre, puede exigir, como si fuera un derecho, ser amado. El amor es por
definición libre y gratuito. Un amor impuesto no es amor. Tampoco Dios te
obliga a amarlo. El Dios que Jesús te revela es el Dios de la vida y la
libertad. Porque es Padre, quiere que sus hijos lo amen libremente. Él te ofrece siempre su amor, pero tú puedes acogerlo o
rechazarlo. Dios desea, espera tu amor, pero no lo exige. A tí te toca tomar la
decisión de permanecer en su casa participando de todo lo que él tiene (Lc 15,
31) o partir hacia un país lejano y allí dilapidar todos los bienes recibidos de
Dios.
El Padre no puede obligarte a que te quedes en
casa. No puede forzar tu amor. Tiene que dejarte ir libremente sabiendo incluso
el dolor que aquello causará en ambos. Fue precisamente el amor lo que
impidió que retuviera al hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permitió
dejar a su hijo que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla.
Aquí se desvela el misterio de tu vida: eres amado
en tal medida que eres libre para dejar el hogar. La bendición está allí
desde el principio. Puedes rechazarla y seguir rechazándola. Pero el Padre
continúa esperándote con los brazos abiertos, preparado para recibirte.
Jesús te hace ver claro que tú, lo mismo que El,
tienes tu casa junto al Padre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice: “ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco
yo. Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad, tu palabra
es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo
me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente
ti por medio de la verdad” (Jn 17, 16-19). Estas palabras revelan
cuál es tu verdadero hogar, tu auténtica morada, tu casa. La fe es la que te
hace confiar en que el hogar siempre ha estado allí y en que siempre estará
allí. Las manos firmes del padre que descansan en los hombros del hijo son una
bendición eterna: “tú eres mi hijo amado, en quien
me complazco” (Mt 3,17). Es una fiesta…
No estás acostumbrado a imaginarte a Dios dando
una gran fiesta y menos por tí. Sin embargo Jesús te habla del Reino como de un
banquete (Mt 8,11), de una fiesta de casamiento (Mt 22,4). Es una invitación a
intimar con Dios y siempre hay quienes re-chazan participar... El mismo se
entrega en el banquete de la última cena.
Celebrar forma parte del Reino de Dios. El no
sólo ofrece perdón, reconciliación y sanación, sino que invita a todos a
festejar. “Alégrense, dice el pastor, he encontrado
la oveja que se había perdido” (Lc
15, 6). “Alégrense, dice la mujer, he encontrado la
moneda que había perdido” (Lc 15, 9). “Alégrense,
dice el padre, este hijo mío estaba perdido y ha sido encontrado” ( Lc 15, 24).
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