Estos
días estoy predicando el final de las profecías de Ezequiel contra el Príncipe
de Tiro. Y, en verdad, que se puede decir que son profecías contra esa persona.
Toda una manifestación de la ira de Dios. Largas y detalladas profecías.
Digo esto
porque hoy he leído que Iosu Uribetxebarria Bolinaga, el asesino condenado por
la muerte de tres guardias civiles y carcelero de Ortega Lara, antes de morir
pidió la confesión a un sacerdote. Y esto me lleva a preguntarme, qué le
hubiera dicho yo de haber estado en esa posición. Hay que hacer notar que él
nunca mostró arrepentimiento público por lo que hizo. Siempre había considerado
que todo estuvo justificado para lograr la independencia. Si cambió de opinión,
no lo manifestó públicamente. Otros terroristas transmitieron a los medios que
pedían perdón por el sufrimiento causado, él no.
No voy a
insultar vuestra inteligencia recordando que, en esos momentos, el sacerdote
debe actuar como el padre de la Parábola del Hijo Pródigo. Resulta evidente.
Lo que no
resulta tan evidente a todos es que el sacerdote no puede ser un mero repetidor
formulario de expresiones tales como “tranquilo,
tranquilo”, “no te preocupes, confía en Dios”.
Esas
expresiones son verdaderas. En ese momento, el sacerdote, ante todo, debe ser
padre. Pero, aunque paternal, aunque adaptado a las fuerzas del penitente,
aunque teniendo en cuenta las posibilidades de la comprensión del penitente, no
puede limitarse a ejercer de tranquilizador de las conciencias. El sacerdote
también puede hacer eso, pero no puede siempre hacer solo eso, porque Dios no
es solo eso, un Tranquilizador. El confesor no puede pretender ser más bueno
que Dios. El confesor no puede ejercer como consolidador de los errores de un
alma. El confesor debe ser padre, pero padre en la verdad.
Si la
boca del sacerdote renunciase a la verdad, daría lo mismo que cualquiera
hablase con un moribundo, daría lo mismo lo que le dijera con tal de sedar su
alma. Las palabras no pueden ser un opiáceo, tienen que ser expresión de la
verdad.
Yo no sé
lo que le hubiera dicho a un terrorista moribundo, porque lo que le hubiera
dicho habría dependido de la situación concreta que me hubiera encontrado. Pero
el que quiera hablar conmigo tiene que estar dispuesto a escuchar la verdad, de
un modo paternal, de un modo bondadoso, adaptado al sujeto, pero la verdad. Si
no prefiero que llamen a otro sacerdote.
Yo no
pierdo mi tiempo para ir a dar palmaditas en el hombro. Si doy las palmaditas
es porque esa persona considero que debe recibirlas.
No es que haya que ser riguroso con el penitente,
moribundo o no; no es que no haya que no ser misericordioso; sino que todo hay
que hacerlo en la verdad. Entender el perdón del sacerdote como algo
automático, entender sus palabras son mera morfina del alma, son dos errores.
No pido a mis compañeros que sean rigurosos. Solo les pido que lleven a la
oración qué significa otorgar el perdón en nombre de Dios.
P. FORTEA
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