Acerca de las
investigaciones actuales sobre los cambios de rol masculino.
El nuevo
movimiento de gender equality, igualdad de género, a pesar de tratar de
homogeneizar las diferencias existentes entre la feminidad y la masculinidad,
no parece haberlo conseguido. En la actualidad la igualdad de género no sólo es
una cuestión que no está cerrada, sino que se considera ya superada como efecto
del primer y arcaico feminismo, hoy obsoleto (Lagarde, 1996; Elósegui, 2002).
De otra
parte, las numerosas publicaciones sobre trabajos empíricos existentes al
respecto son un tanto confusas y de muy diferente validez empírica, dada la
metodología no muy rigurosa empleada y su mayor o menor permeabilidad y
condescendencia respecto de las presiones ideológicas existentes.
De
ordinario, lo que se llaman roles son reinterpretados en función de ciertas
actitudes y comportamientos, que devendrían así en meros rasgos con cuya
constelación, posteriormente, se configuran los roles. Son, así pues, roles-resultado.
Al
proceder así, lo que importa en última instancia es el mero análisis
cuantitativo referido a sólo dos contenidos principales: (1) el comportamiento
del mercado y la igualdad de oportunidades respecto del hombre y la mujer; y
(2) el estilo de vida, es decir, el modo en que el hombre y la mujer
distribuyen su tiempo en las tareas domésticas.
Dado que
sobre lo primero otros autores se han ocupado en nuestro país con suficiente
rigor (Chinchilla, 2004; Gómez López-Egea, 2004), trataré aquí de esta segunda
cuestión, mucho más desatendida que la anterior.
“La modernidad –escribe
Bonke, 2004- ha sido interpretada como un fenómeno
caracterizado por el modo en que se emplea el tiempo, fuera del contexto
laboral, por el hombre y la mujer, en su respectiva consideración en tanto que
padre y madre”.
Se
sobreentiende aquí que ambos trabajan fuera de casa y que la evaluación
cuantitativa temporal se refiere en estos trabajos a sólo la denominada private
sphere, esfera privada. Este análisis es el que permitiría inferir cuáles son
las preferencias y actitudes de unos y otras. De acuerdo con esta hipótesis es
como se han diseñado los estudios realizados en numerosos países. Como ejemplo
paradigmático de ellos tomaré aquí uno de los más recientes: el realizado en Dinamarca.
En una
investigación reciente de Bonke (2004), realizada en Dinamarca, se ha estudiado
el modo en que se reparte el tiempo en el ámbito del hogar, por parte del
hombre y la mujer. El autor compara los resultados obtenidos con los encontrados
durante el año 1987. Aunque es posible reconocer ciertos cambios, sin duda
alguna la conclusión más persistente, de forma significativa, es que la mujer
continúa dedicando más horas al hogar que el varón, y, además, todos los días
de la semana.
Las tareas
realizadas por el varón, según esta investigación, están caracterizadas por una
mayor flexibilidad, lo que permite al hombre organizar mejor su tiempo al no ir
presionado por la inmediatez de una determinada exigencia temporal que no puede
esperar.
Por el
contrario, los trabajos fijos que realiza la mujer, disponen de menos grados de
libertad y flexibilidad, a causa de la inaplazable exigencia temporal que
demandan.
Esto
explicaría algunos de los resultados obtenidos. Así, por ejemplo, el hecho de
que el hombre compense durante los sábados su ausencia de las tareas domésticas
durante la semana, con una mayor dedicación a su familia. Se diría que el
sábado es para el hombre el día de la semana que más tiempo entrega a su
familia.
La
dedicación de la mujer a la familia, por el contrario, está presidida por la
urgencia y exigencia inaplazables de lo inmediato, de lo que debe ser hecho
cada día, por lo que su dedicación es mucho más rígida y menos flexible en
muchos de sus formatos.
La
actividad de ir de compras, no parece ser significativa según el género; y ello
tanto si se consideran las actividades que mujer y varón hacen por separado
como aquellas que realizan conjuntamente. Los días de la semana que con mayor
frecuencia el hombre va de compras es el jueves (casi siempre acompañado por su
mujer, en el 10 o 12% de las parejas) y él solo los viernes y domingos. En
líneas generales, la mujer va más de compras que el varón, y suele hacerlo de
una forma más distribuida a lo largo de los días de la semana.
A diferencia
de lo que caracterizaba al comportamiento de la pareja en las últimas décadas,
en la actualidad habría que concluir que la mujer y el varón emplean el tiempo
doméstico de forma cada vez más similar.
El nuevo
cambio que se ha producido es relativamente concluyente: la mujer emplea hoy
más tiempo en su trabajo fuera de casa y el varón destina más tiempo al trabajo
en el hogar.
Cuanto
mayor es su nivel de educación más equidad se da entre ellos, en lo que se
refiere al tiempo destinado a las tareas domésticas. Lo más común es que dos de
cada cinco esposas se dediquen por completo al trabajo doméstico y a la
educación de los hijos. Esto constituye un principio de “vuelta al hogar”, dado que tanto el hombre como la mujer -en
la mayoría de los jóvenes matrimonios-destinan no menos de 37 horas semanales
al hogar, frente a sólo el 21% de las familias estudiadas en el 2001. A pesar
de estos datos, no obstante todavía son muy numerosos los varones que destinan
menos tiempo a la familia que sus mujeres.
Las madres
emplean más tiempo que los padres en la educación de los hijos. Sin embargo,
tres de cada cuatro madres y tres de cada cinco padres están realmente
comprometidos con la educación de sus hijos. En cualquier caso, los hijos en
edad escolar reciben poca atención de ambos progenitores.
Más allá
del rigor cuantitativo de estas investigaciones, convienen señalar algunos de
los defectos en que estos estudios incurren. Así, por ejemplo, se silencian
otras numerosas variables cualitativas, sin cuya consideración resulta
imposible hacerse cargo en la práctica de cuáles son los roles masculinos y
femeninos o de los roles de padres y madres. Es decir, que del estudio de la
dedicación temporal de los progenitores no puede inferirse casi nada o muy poco
acerca de los roles masculinos y femeninos. El silencio de la investigación
cualitativa –otra consecuencia más del positivismo dominante en la mentalidad
cientifista- se compadece mal con eso que precisamente se pretende estudiar.
De otra
parte, el tiempo asignado a las diversas tareas no se identifica con sólo las
actitudes y comportamientos, sino que debería abrirse a un análisis más amplio
de los valores y aptitudes, con los que, sin duda alguna, aquellos están
relacionados.
Otro de
los resultados obtenidos se refiere a lo que el autor denomina con el término
de “especialización”, es decir, que mujer y
varón se dedicarían a diversas actividades en las que previamente se han
especializado. Los datos encontrados ponen de manifiesto que la especialización
es muy moderada o inexistente en la práctica, entre las parejas sin hijos. Por
el contrario, la especialización es significativamente mayor entre parejas con
hijos. Los autores sugieren como explicación de este último resultado que la
presión del tiempo entre las parejas con hijos sería la causa principal en la
génesis de esa forzada “especialización” en
los trabajos domésticos.
Aunque
los datos anteriores, qué duda cabe, son significativos, no obstante habría que
establecer algún matiz acerca de su interpretación. Aunque el principio de la “división del trabajo”, que está en la base de la
especialización, sea muy útil en el ámbito empresarial, es probable que no lo
sea tanto en el ámbito familiar. De hecho, hay principios funcionalistas que
fundamentarían mejor esa supuesta “especialización”
doméstica. Este es el caso de algunos criterios como los siguientes: la
especialización debiera llevarse a cabo según el grado de dificultad que cada
tarea tenga para cada uno de ellos, en función de cuáles sean sus respectivas
aptitudes respecto de esa tarea; en función de lo que más agrade a cada uno de
ellos; en función de los requerimientos y personalidad de cada uno de ellos y
de las peculiaridades singulares de los hijos a educar. No atenerse a las
cuestiones apuntadas es probable que constituya un desatino para la
organización y el desarrollo sostenible de la felicidad familiar.
Al filo
de estas y otras investigaciones surgen preguntas un tanto inquietantes a las
que no es posible, por el momento, dar la oportuna respuesta. Así, por ejemplo,
¿no se estará introduciendo en el estudio de la
familia criterios empresariales que, por no ser conformes con la naturaleza de
la familia, la desvirtúan y contradicen?, ¿es que acaso se ha diseñado un
criterio cuantitativo para medir lo que es más importante, como el amor y la
educación de los hijos?, ¿puede medirse esto?
De
acuerdo con los datos obtenidos, no se puede afirmar que esta pormenorizada
investigación sobre la equidad de la pareja -expresada en sólo la dedicación
temporal de los cónyuges- salga garante de una mejor educación de los hijos
como tampoco respecto de una mayor felicidad conyugal. A lo que parece, algo
habrá que dejar a la improvisación, el estilo de darse cada uno de ellos y al
arte de la educación, cuyos contenidos no son tan patentes y claros como para
que sean objeto de una evaluación cuantitativa y aritmetizable.
No deja
de ser curioso, sin embargo, que en aquellas parejas en que la mujer tiene una
formación superior en educación, el índice de segregación es significativamente
más bajo, a pesar de que asigne menos tiempo a los trabajos domésticos.
A pesar
del supuesto de que ambos progenitores dediquen igual tiempo a las tareas
domésticas, ¿puede inferirse acaso una mayor
felicidad para los cónyuges y sus hijos? He aquí otra realidad que se ha
tornado demasiado problemática, por cuanto las escalas hoy al uso sólo evalúan
lo que se ha dado en llamar “satisfacción
familiar”. Pero el mismo concepto de satisfacción familiar, nada o muy
poco tiene que ver con la felicidad familiar.
Tampoco
está demostrado –como se supone hoy en ciertas tesis postmodernas- que mujer y
varón hayan de emplear su tiempo del mismo modo, ni aún apelando a la equidad
en la pareja. Y ello, sencillamente, porque es imposible, porque en ambos hay
un hecho diferencial constitutivo que les hace diversos en su forma de ser y
comportarse.
LOS CAMBIOS
SOCIOCULTURALES Y LOS CAMBIOS DE ROL
Sin duda
alguna, la sociedad y la cultura han cambiado, cambian y cambiarán todavía más.
Los cambios recientes han hecho sentir su presencia –su impacto tal vez-más
allá de lo que se había previsto o esperado. De aquí la sorpresa –en algunas
cuestiones bien fundada-, y hasta la confusión en ciertos sectores de la
población que no saben a qué atenerse. Sea por una cierta rigidez de las
personas o sea por lo sorpresivo de estos cambios, el hecho es que muchas
parejas manifiestan hoy un cierto desajuste y desorientación respecto de cómo
han de comportarse como madres y padres, como mujer y varón. En el caso del varón
esto suele ser más frecuente todavía (Polaino Lorente, 1993, y 1994a y b).
Algunos
han vinculado estos cambios socioculturales, profundos e incontestables, a sólo
los cambios de roles femenino y masculino. Y, en consecuencia, lo que sería
menester según ellos es cambiar los antiguos roles masculino y femenino, para
adecuar el propio comportamiento a los cambios sociales.
En
principio, parece existir una cierta conexión entre cambios culturales y
cambios de rol; pero tal conexión en modo alguno ha sido comprobada en modo
suficiente. Es posible que esos cambios sociales no sean sino la consecuencia
de los profundos y repentinos cambios que, con anterioridad, han sufrido de
forma súbita los roles de la mujer por su incorporación al mercado laboral.
Por eso también,
aquí o precisamente aquí y ahora, importa mucho establecer hasta dónde se ha de
llegar en esos cambios, dónde han de establecerse los límites que los hacen
realizables, sostenibles y al servicio de la identidad personal y de la
felicidad familiar.
De otra
parte, tampoco está probado –al menos, desde una perspectiva empírica y
rigurosa- cuál es la naturaleza de la compleja articulación existente entre
unos y otros cambios. En lo que respecta a algunos de ellos, tal articulación
no sólo no está probada sino que hasta pudiera ser una mera atribución sin
demasiado fundamento. Ésta como otras muchas satisfacen más bien el perfil de
las muchas atribuciones sociales que hincan sus raíces en la deseabilidad
social, las expectativas o la mera ficción de lo que se entiende por “posmoderno”.
Es decir,
en el ámbito de los cambios de rol masculino, por el momento, se trata más de
una propuesta social y teórica que de una realidad ya cristalizada y tozuda. Se
habla –y mucho- de los cambios de rol en el varón, pero mientras tanto los
cambios reales de esos roles se dejan siempre para después, para un después que
nunca llega.
Esta
disonancia entre los modelos teóricos de los roles masculinos y el
comportamiento masculino real, pone de manifiesto la dudosa conexión existente
–y mucho menos de forma causal y rectilínea- entre los cambios socioculturales
y los cambios de rol.
No
obstante, hay que admitir que lo que sí han cambiado –y de un modo rotundo- son
ciertos roles femeninos, especialmente todos aquellos que se derivan de la
incorporación de la mujer al trabajo. Pero tampoco está demostrado que esos
cambios relevantes sean una mera consecuencia de la incorporación de la mujer
al trabajo y no la causa sumergida y latente del cambio que sí se ha producido
no sólo en la sociedad, sino principalmente en las hipótesis teóricas acerca de
la feminidad.
Este es
el caso, por ejemplo, de lo que sucede en ciertas presunciones o propuestas
feministas. Cuando se estudian longitudinalmente el modo cómo han evolucionado
a lo largo de estas últimas décadas, es fácil observar en ellas los avances y
retrocesos, las afirmaciones, negaciones y deslegitimaciones, por no hablar de
las continuas controversias, matizaciones y ajustes gruesos y finos a que han
sido sometidas por un sendero siempre zigzagueante durante este tiempo.
A pesar
de ello, lo que parece ser un hecho incontrovertible es que ha cambiado el
modelo hipotético y teórico acerca de la feminidad de que se habían servido las
generaciones anteriores: modelo que entonces se defendió con la desafortunada
convicción de una verdad bien fundamentada y que parecía definitivamente
asentada.
Sin
embargo, si se exceptúan los cambios de rasgos en la actual configuración del
rol femenino -que han podido derivarse de la incorporación de la mujer al mundo
laboral-, hay que afirmar que todavía hay muchos rasgos que en modo alguno han
cambiado en los roles femeninos. Es decir, que tal cambio de rol no ha sido ni
tan pronunciado ni tan profundo y cualitativamente diferente como suele
sostenerse. Aquí también emerge una relevante disonancia entre lo hoy afirmado
y la tozuda realidad del comportamiento femenino, a lo ancho y a lo largo de la
vida cotidiana (Deaux, 1999).
De otra
parte, es preciso estudiar cómo influyen los cambios de los roles femeninos en
los supuestos cambios que hoy habría que introducir en los roles masculinos, y
que ya se anuncian como ciertos, aunque todavía no se hayan implantado ni
generalizado socialmente.
Los
cambios en los roles femeninos, qué duda cabe, han de tener consecuencias -y
consecuencias importantes- en el modo como se configuran los roles masculinos.
Quien esto escribe tiene la certeza de que la diversidad hombre-mujer tiene
vocación perenne y alcanza su sentido en la complementariedad entre ellos.
LA DIVERSIDAD Y LOS
CAMBIOS DE ROL
La
diversidad entre hombre y mujer no exige la identidad entre ellos, sino que más
bien la contradice. La diversidad es la proyección del hecho diferencial que
les constituye y modula como hombre y mujer: un modo diverso de ser en el mundo.
Pero ese modo diverso de ser se iguala en lo relativo a su idéntica
consideración en tanto que personas. Mujer y varón son personas e igualmente
personas, aunque modalizados de forma diversa.
De ser
cierta la complementariedad que es consecuencia de esa diversidad –hay tal vez
demasiados resultados empíricos que así lo demuestran, en los que ahora no
puedo entrar-, habría que estudiar en qué medida los cambios experimentados en
el rol de uno de ellos afecta y condiciona la emergencia de nuevos cambios en
el rol del otro, y viceversa.
Se trata,
pues, de saber qué es causa o efecto en cada uno de los nuevos roles femenino y
masculino emergentes. Esta cuestión continúa estando hoy oscurecida y un tanto
opaca a nuestra mirada. Pero con los conocimientos hasta ahora disponibles,
entiendo que es posible sostener una cierta bidireccionalidad en el proceso de
cambio de los roles masculino y femenino. En realidad, esto pone de relieve,
una vez más, la complementariedad que hay entre ellos, la necesidad de que entre
ellos se lleve a cabo un ensamblaje orgánico, funcional y optimizador de la
unión a que dan origen: el matrimonio y la familia.
Este
ensamblaje ha de ser orgánico, lo que significa que ha de ser respetuoso y
compadecerse con lo que es propio del ser de cada uno de ellos. Este ensamblaje
ha de ser funcional, es decir, que no ha de sofocar ni obstruir el despliegue
de sus respectivas facultades, de acuerdo con sus respectivas formas de ser.
Este ensamblaje, por último, ha de ser optimizador de la singularidad
irrepetible de cada uno de ellos, además de la complementariedad a que están
destinadas sus voluntades por vía de atracción y de unión.
El hecho
del cambio pone de manifiesto la diversidad de las personas en que acontece y
los distintos grados de libertad de que disponen las personas en que acontecen.
Lo que no puede realizarse de diverso modo no puede estar sujeto al cambio. El
cambio establece, a su modo, la presencia de lo uno y lo múltiple, modificando
lo múltiple y ateniéndose y respetando lo uno (la unicidad de la persona).
Para que
algo cambie, algo ha de permanecer. Si nada permaneciera, el cambio sería
sustancial, lo que comportaría la aniquilación de la persona que cambió. Hay
pues, en cada mujer y en cada hombre algo que yendo más allá y más acá del
cambio, resiste al mismo cambio. Esto es lo que funda su identidad de personas,
modalizadas de forma diversa, con un mayor alcance y profundidad que las
modificaciones que pudieran derivarse de ese cambio accidental –aunque
relevante-, que es el cambio de roles femenino y masculino.
¿Estamos hoy en condiciones de saber, en lo que a los roles masculino y
femenino se refiere, qué rasgos han de cambiar y cuáles han de permanecer?,
¿cuáles están vinculados a la complementariedad personal y cuáles no?, ¿qué
roles pueden y hasta deben modificarse, según justicia, y cuáles no? Y, ¿qué consecuencias
pueden derivarse de ello?
Son éstas
cuestiones previas a cualquier cambio, por lo que no deberían considerarse como
meramente procedimentales, sino que son sustanciales en lo que se refiere a los
cambios de roles. Una natural prudencia aconseja esclarecer estas cuestiones
previas antes de hacer propuestas o tomar decisiones en las que la humanidad
del hombre y la mujer puede quedar obturada, empobrecida y/o fragmentada.
MÁS ALLÁ DE LOS CAMBIOS
DE ROL: EL SEXO Y EL GÉNERO
El debate
entre “género” y “sexo”
ha suscitado una profunda crisis en las convicciones acerca del
significado de lo masculino y lo femenino, así como sobre el modo de
comportarse según el ser de la mujer o del hombre, en definitiva, sobre el
sentido del ser personal en función de ese hecho diferencial que les distingue.
Cambiar
los códigos sociales en los que, supuestamente, los roles atribuidos al hombre
y a la mujer se prolongaban, manifestaban y expresaban –de forma rígida e
incontrovertible-, resulta ser una tarea muy arriesgada y nada fácil. Cierto
que la masculinidad y la feminidad eran prisioneras de esos códigos, en donde
permanecieron varados e invariables durante tal vez demasiado tiempo. Nada de
particular tiene que esa estabilidad sostenida de los roles haya contribuido a
configurar una especie de “segunda naturaleza” –una
mera “construcción”, en algunos de sus
aspectos- a la que socialmente había que atenerse.
En el reciente pasado del clima cultural puede sostenerse que lo masculino y lo femenino habían quedado cautivos en ciertas redes sociales, estereotipadas y muy poco fundamentadas, dando origen a los roles sociales que, al menos desde la perspectiva social, parecían caracterizarles y singularizarles.
Pero
estos roles, tal vez arrastrados por su inercia, habían sido vividos con
relativa independencia de cuáles fueran las demandas exigidas por las
respectivas naturalezas psicobiológicas de la mujer y el varón, según el hecho diferencial
que, significado por sus respectivos sexos biológicos, sin duda alguna les
distingue, singulariza y caracteriza.
Feminidad
y masculinidad –preciso es reconocerlo- han sido rehenes de la historia –mitad
libres, mitad cautivos; en cierto modo consentidos y según otro cierto modo
asumidos; puestos en razón, unas veces, y faltos de ellas, otras-, de una forma
muy especial en lo que a los roles sociales se refiere.
En
primer lugar, porque
se estableció una fuerte y rígida analogía, un tanto unívoca, entre el código
genético (naturaleza) y el código social (roles y comportamientos). Naturaleza
y cultura (natura naturata y natura naturans) fueron articuladas de una forma
relativamente opresiva, sin apenas grados de libertad, sin posibilidad casi de
alguna variabilidad. Lo cultural (los roles, el género) fue entendido como una
férrea e invariable prolongación de lo natural (el sexo biológico).
Para ello
había también algunas razones que sería injusto silenciar aquí. En cierto modo,
no todo fue negativo o artificialmente forzado en lo relativo a esas
atribuciones de los roles respecto del sexo genético y/o morfológico. Hubo, qué
duda cabe, numerosos aciertos en algunas de las atribuciones que, por lo demás,
estuvieron bien fundadas y todavía hoy permanecen vigentes.
El
balance resultante entre naturaleza y cultura se hizo, entonces, a expensas de
privilegiar la naturaleza (instancia subordinante) y minusvalorar la cultura
(instancia subordinada y, en principio, dependiente de aquella). Pero la
articulación así concebida ni estuvo fundamentada en modo suficiente ni fue
cambiando, como era menester, con el devenir de la historia.
En
segundo lugar, porque
este diseño de los comportamientos masculino y femenino, este modo de
configuración del estilo de vida de uno y otra se ofreció como una posibilidad
socialmente muy restringida –la única posibilidad, en la práctica-, a cuyo
tenor y bajo cuya guía debía de llevarse a cabo el desenvolvimiento de la
conducta personal, como si tal forma de conducirse se tratara de una emanación
natural del código genético o del sexo biológico.
Y, en
tercer lugar, porque el modelo resultante así configurado sirvió luego de
criterio normativo para etiquetar a las personas como socialmente ajustadas o
no, en función de que satisficieran o se opusieran a las reglas previamente
determinadas. Esto no sólo forzaba a que las personas se comportasen según lo
establecido, sino que, además, contribuyó poderosamente a fijar y a cristalizar
ciertos modelos, de manera que se asegurase su transmisión y perpetuación de
unas a otras generaciones.
No se
puede hablar, en la actualidad, de la identidad sexual de la mujer y el varón
sin apelar a los conceptos de género y sexo (Polaino Lorente, 1992). Género y
sexo han existido siempre, entre otras cosas porque la persona, cada persona
sólo puede serlo según uno de estos dos modos: hombre o mujer.
Pero
estas dos versiones modales, en que las personas se constituyen y manifiestan,
no se habían categorizado con el peculiar significado que hoy se les ha dado. De
aquí que el uso que se hacía de ellas fuese mucho más sencillo y común, y sin
complicaciones, sin los distingos, sutilezas y matizaciones que en la
actualidad se han vertido sobre ellas, transformándolas en los conceptos, un
tanto confusos y equívocos, con que hoy se les caracteriza.
Por esta
causa se ha abierto una profunda brecha entre “sexo”
y “género”, algo que parece ser una
nota distintiva de la actual cultura fragmentaria. De hecho, en la última
década no sólo no se ha tratado de unir sexo y género, sino que se ha procurado
disociar todavía más lo significado por cada uno de ellos.
Con ello
se ha contribuido a fragmentar la identidad de la persona humana. Tal
fragmentación se ha llevado a cabo primero en abstracto (a nivel de los
conceptos) y después en concreto (a nivel de los comportamientos). Lo que
demuestra, una vez más, que los conceptos, las ideas y el uso que de ellas se
haga no es algo indistinto, algo que muy pronto puede quedar relegado en un
lejano marco “teórico” que, por no afectar a
la persona, es irrelevante.
Más bien
sucede lo contrario: que los conceptos,
pensamientos e ideas de que nos servimos –ahora en amplia circulación
social-, son los que a la postre resultan ser los
responsables de los cambios y transformaciones de los comportamientos. De
aquí que, en la actualidad, sea usual expresiones como la siguiente: “cada persona tiene que construir su género”.
Es
probable que algunos estén familiarizados con el término “constructivismo” o “construccionismo”.
Aunque estos términos tienen unos antecedentes filosóficos -en los que,
por el momento, no voy a entrar-, el hecho es que han sido divulgados hasta que
se ha generalizado su uso.
La nueva
sociología del conocimiento constructivista lo que sostiene es que lo “real” no
existe en cuanto tal, sino que se construye socialmente (Berger y Luckmann,
1993). El hombre de la calle, de acuerdo con esta teoría, “construye” su concepto de masculinidad – con el
que luego se identifica y trata de realizarlo en sí mismo-, conforme a las
opiniones y al pensamiento dominante propio de la época en que vive. No parece
sino que se hubiera seguido aquella afirmación de Hegel de que primero está la
teoría y luego los hechos, que, en cualquier caso, hay que forzarlos de acuerdo
con la teoría, de manera que a ella se acomoden y ajusten.
Según
esto, en función de cuáles sean las interpretaciones que la sociedad hace de la
“masculinidad”, así será el modo en que cada
ciudadano “construye” luego su “género” (Lagarde, 1996).
Tal “construcción” -inicialmente teórica o sólo
icónica y representacional- se hace luego realidad y se encarna en la singular
existencia de la persona, en forma de comportamiento. Esto es lo que acontece
con una cuestión como esta del “género”, de
la que en última instancia ha de depender –y mucho- el propio comportamiento de
la mujer y el varón.
LA CONSTRUCCIÓN DEL
GÉNERO Y LA IDEOLOGÍA
El punto
de partida del constructivismo es la negación de la realidad. Es decir, lo real
no existe en cuanto tal, sino que cada quien lo construye a su manera. Esta
negación de la ontología, sustituye lo “real” por
la “interpretación de lo real”. Pero en modo
alguno explica la “realidad” de la que parte
o la “cosa” –pues, en principio, de alguna
realidad hay que partir-, que más tarde interpretará. A lo que parece, nadie
sabe ni le interesa cómo, porqué o para qué la “cosa”
real es así o está ahí, aunque constituya un hecho indudable el que sea
así y esté ahí.
Esta
teoría conduce de inmediato al vértigo del relativismo, en que ya nada es lo
que es, porque todo varía según sus “constructores”
o las interpretaciones subjetivas que cada persona hace de la “cosa” real.
Sin duda
alguna, hay una cierta “construcción social” de
la realidad, pero a partir de la misma realidad -que también existe en tanto
que real-, que es anterior a todo constructivismo, hermenéutica o
interpretación, pues de lo contrario ninguna construcción sería posible.
A la
realidad construida por las opiniones, interpretaciones, atribuciones y
estereotipias sociales sería mejor denominarla con el término de “realidad añadida”. “Realidad” porque, sin duda
alguna, acontece en el mundo observable y, además, nos afecta; y “añadida”, porque presupone la realidad frontal y
fundante sobre la que aquella se apoya, de la que procede y sin cuya presencia
la “realidad añadida” no sería posible.
Todo lo
cual pone de manifiesto que lo que pensamos modifica la realidad y, en cierto
sentido, la recrea. Aunque, es verdad, sólo parcialmente. Pero es preciso
admitir que su fundamento no es la “construcción” que
la persona o la sociedad hacen de la realidad, porque ninguna persona ni la
entera sociedad son dioses capaces de crear “ex
nihilo” y “ex novo” la realidad a la
que necesariamente hay que atenerse –incluso también en el caso del
constructivismo.
Esto
sucede en parte porque son muy pocos los que en la actualidad tienen una
profunda convicción acerca del poder del pensamiento, aunque usen de él para la
“construcción” de la realidad de su propio
género. La sola convicción, firmemente asentada en algunos según parece, es que
lo único existente es lo que se cotiza en bolsa, es decir, el dinero. Se ha
olvidado que las ideas son más importantes que el dinero. Este desfondamiento y
oscurecimiento de la razón es lo que ha hecho posible la emergencia social de
la “construcción del género”, que ahora nos
ocupa. En el fondo, lo que se ha producido con ello es un cambio de
pensamiento. Y ese cambio en el pensamiento es el que ha cambiado la realidad
y, al menos en la sociología, de forma muy relevante. Pero tal cambio de
pensamiento -y de la realidad que a su través emerge- está más cerca de la
ideología que de lo real.
Tal vez
por eso está de moda afirmar que cada persona es libre para “construir” su propio género. Sin embargo, con la
otra realidad, la del sexo, son muy pocos -por ahora – los que se atreven a
sostener que también hay que “construirlo”. Es
lógico, porque lo biológico es una realidad tozuda y muy resistente a ser
cambiada; de aquí que resulte en tantas ocasiones inquebrantable e
inmodificable. Pero, no obstante, en opinión de quien esto escribe, es
previsible que a la “construcción del género”
muy pronto le siga o intente seguirle, lamentablemente, la “construcción del sexo” (teórica, funcional y
práctica).
De todas
formas, es mucho más difícil cambiar el sexo biológico, porque aunque pueda
cambiarse quirúrgicamente en muchos de los aspectos psicobiológicos que le
caracterizan no puede ser cambiado. Se observa aquí una limitación, una barrera
ante la que, de alguna manera, el constructivismo cultural ha de detenerse y asumir
esa “realidad” preexistente a él y por él
inmodificable, y respecto de la cual ha de experimentar una cierta impotencia
al no poder modificarla, “construirla” o “deconstruirla”.
En
cambio, en el caso del género, esta modificación autoconstructivista es mucho
más fácil, aunque también tenga sus consecuencias. Unas consecuencias éstas,
tanto más graves cuanto mayor sea la distancia real que media entre el “sexo” (biológico) y el “género
construido” (culturalmente).
Esto del
género no es nuevo; entre otras cosas, porque una cierta y relativa “construcción” del género acontece siempre, como
consecuencia de la libertad humana y de la sustancia misma del comportamiento
sexual: la interacción comprometida con otra
persona, y las interpretaciones que luego cada una de las personas hacen de
ello.
En el
fondo, más que dar por finalizada la “construcción
del género” sería más pertinente tratar de contestar a preguntas como
las siguientes: ¿cómo se forma el género de una
persona?, ¿elige cada persona, libremente, su propio género o lo hace
condicionada por sus circunstancias culturales?, ¿le impone alguna limitación
su sexo biológico y la posible vinculación existente entre éste y el género?,
¿dispone la persona de algunos límites a los que atenerse para la
“construcción” de su género?, ¿puede influir en esa “construcción”
acontecimientos o eventos no elegidos por la persona, pero que sí influyen en
ella y la condicionan?, ¿cuáles son las etapas evolutivas a cuyo través se
desarrolla el género personal?
Son
muchas las preguntas sobre este particular, como acabamos de observar, que
todavía no tienen una respuesta rigurosa. Apelar, por eso, a una única teoría
explicativa –la del constructivismo-, por otra parte todavía no verificada, no
parece que pueda calificarse tal modo de proceder de riguroso. En mi opinión,
la génesis y desarrollo del género de cada persona depende de muchos factores,
uno de los cuales es, sin duda alguna, las relaciones e interacciones que esa
persona establece con otras personas del mismo y de distinto sexo, durante las
etapas tempranas de su desarrollo. Estas interacciones están abiertas a un
flujo, a un universo indefinido de variables, la mayor parte de las cuales no
son conocidas ni controlables por la propia persona.
La “construcción” del género depende mucho de la
educación, de la interacción con los padres, de los valores, actitudes,
proyectos vitales, sentimientos, percepción de la realidad, convicciones,
creencias, imaginación, emociones, fantasías e ilusiones, conducta sexual,
etc., es decir, de lo que constituye un universo de variables personales y
culturales, cuya imposibilidad de control por el sujeto resulta obvia (Vargas
Aldecoa y Polaino Lorente, 1996). De aquí que la “construcción” del género, a
pesar de que se hable tanto de ello, todavía hoy sea un misterio si es que no
una ideología fanática.
Por otra
parte, la construcción del género –esto que parece ser lo último que en el
siglo XXI hemos descubierto-, es antiquísima. Es más, nunca ha habido una
persona que, en algún modo, no haya construido su propio género. Por tanto, en
este punto parece conveniente adoptar una actitud un poco menos ingenua y más
crítica y desmitificadora.
Lo que
tal vez sea nuevo es el intento de presentar el género como frontalmente
opuesto al sexo; como si se tratase de dos realidades –una “dada” y otra “conquistada”;
una “natural” y otra artificialmente “construida”-que nada tuvieran que ver entre sí.
Este planteamiento constituye un error más del pensamiento contemporáneo. Pues,
la realidad – tanto la del sexo, como la de ciertos rasgos sectoriales del
género, que en aquél se fundamentan- es tozuda y aunque también sea permeable,
sensible y vulnerable a lo que acerca de ella pensemos, y a su futura
modificación, en cierta forma se torna también resistente a la acción
transformadora ejercida desde el pensamiento (Haren-Mustin y Marecek, 1990).
Si se
estudia una cosa tan natural como el amor humano, se comprobará enseguida lo
mucho que ha cambiado desde, por ejemplo, el modo en que se concibió en la edad
media, el renacimiento, etc., y los diversos tipos que en esas diferentes
etapas surgieron (el amor leal, el cortés, el heroico, el burgués, etc.). En
otras etapas anteriores, estas “construcciones” sociales
del amor humano, como representaciones mentales de la realidad, sustituyeron en
algún sentido el modo de concebir la realidad del amor, realidad que sin duda
alguna resultó alcanzada y transformada por ellas.
De aquí
que se pueda sostener, hasta cierto punto, que contribuyeron a generar una
nueva realidad en el modo de concebir el amor humano. Pero de ello ni siquiera
el constructivista de aquella época -el arquitecto icónico y
representacional-cognitivo de entonces- fue apenas consciente. La ignorancia
acerca del efecto hermenéutico y trasformador del concepto de amor de esas
etapas, no obstante, no dejó de afectar por ello a todos -también al “ingeniero” icónico, tal vez un poco ignorante de
lo que él mismo estaba cambiando, sin apenas darse cuenta de ello.
Admitamos,
por el momento, que el género tiene que ver más con lo cultural y que siempre
ha sido muy versátil, que no ha tenido un canon muy definido y bien
fundamentado en la biología, que nunca alcanzó a establecerse como una
normativa rigurosa, excelente y bien depurada. En definitiva, que el género no
es algo rígido e inmodificable, por lo que está abierto al cambio de las
posibilidades que sus grados de libertad le ofrecen.
Esa
relativa flexibilidad del género es precisamente la que posibilita aumentar los
grados de libertad respecto de las decisiones por las que cada persona opta y
de los cambios de roles que, en esto del género, se han sucedido a lo largo de
la historia.
¿Tan importante es, hoy, que cambien los roles masculinos? En opinión de quien esto escribe, tales cambios
tienen una gran importancia, porque son dependientes de las radicales
modificaciones que en la década de los sesenta se produjeron en algunos roles
de la mujer, especialmente en los que se refieren a la maternidad y a su
incorporación al ámbito laboral.
Los
cambios que hoy se demandan al hombre vienen exigidos por los que cuatro
décadas atrás se produjeron en la mujer, lo que manifiesta -una vez más- la
natural complementariedad existente entre ellos. Muchos de esos cambios, sin
embargo, se están produciendo sin saber por qué, ni cómo, ni para qué. Aquí hay
muy poca ciencia y falta mucha investigación, mientras que tal vez sobre cierto
exceso de ideología. Y, sin embargo, los cambios se están dando y de una forma acelerada,
lo que constituye una tremenda imprudencia.
¿Por qué proceder de esta manera es un error? Porque hombre y mujer se exigen recíprocamente,
según una mutua complementariedad, que tiende al perfeccionamiento de ambos y
al enriquecimiento de los dos, de lo que depende en última instancia el
desarrollo afectivo de los hijos y el progreso de la entera sociedad. Si esto
falla –y necesariamente ha de fallar si cada uno “construye”
su propio género, de manera que resulte imposible el ensamblaje con el
de la otra persona-, se quebrará la afectividad de muchas personas de la
próxima generación, como resultado de lo cual amplios sectores de la
sociedad se empobrecerán.
Si
cambian en los varones los roles de los que su género depende -como mujeres y
hombres tienen que ensamblarse en el tejido social al cual dan origen y en el
cual están inmersos los hijos-, el ensamblaje optimizador entre ellos no se
producirá. Pero allí donde el comportamiento del hombre y la mujer no logran
ensamblarse –como consecuencia del cambio introducido en los roles masculinos y
femeninos- se producirán conflictos; y si hay conflictos entre ellos se
quebrará la armonía conyugal y el desarrollo emotivo de los hijos, por lo que
todos perderemos y nadie ganará.
Este tipo
de conflicto está hoy servido, configurándose como un problema para el que, por
el momento, no se han encontrado soluciones. Allí donde no hay ciencia, hay
pereza, bostezo y cansancio, y la investigación resplandece por su ausencia.
Allí donde no hay ciencia, hay ideologías.
Si se
supiera muy bien en qué consiste el rol masculino y el rol femenino, se
acabaría con el machismo y el feminismo, a pesar de lo mucho que pueda costar
su extinción social. Pero si supiéramos a qué atenernos se acabaría también con
tanta verborrea, equivocidad y confusión. Es decir, se pondría fin a esta
perspectiva sutil, ideologizada, opaca e intransparente, y no obstante tan útil
a las interpretaciones manipuladoras, que constituye un hito emblemático y
característico de la actual sociedad fragmentaria.
¿CAMBIOS DE ROLES Y/O
CAMBIO DE VALORES?
Los
cambios de roles determinan, por su propia naturaleza, un cambio de valores.
Esta cuestión ha sido desatendida y son muy pocos los autores que han
reflexionado sobre ella con la profundidad que exige.
No se
entiende cómo puede cambiar de rol la mujer o el varón, y que no se afecten los
valores por los que han optado cada uno de ellos. Da la impresión como si los
valores fueran un ingrediente que es indiferente y no atraviesa la estructura
del comportamiento humano. Pero si así fuera, los valores no serían tales. Los
valores no son la guinda de adorno de la tarta antropológica que configura las
relaciones entre el hombre y la mujer. Los valores son los que penetran,
fundamentan y sostienen el comportamiento de unas y otros. Por eso si cambian
sus valores, antes o después cambiarán los comportamientos por los que han
optado, y viceversa.
Las
relaciones entre el hombre y la mujer, en el contexto del matrimonio y la
familia, constituyen un tipo muy peculiar de relación: la relación vincular por
antonomasia de la que depende el percibirse a sí mismo como desposeído de sí y
dependiente y responsable de otro.
El
proyecto de cada uno de los cónyuges es querer en el otro su proyecto de vida y
ayudarle a que lo satisfaga y realice en toda su plenitud. Por eso,
precisamente entre ellos, hay un compromiso tan exigente.
Los roles
importan menos que las personas y los compromisos adquiridos por ellas. Una
persona se destina y regala a otra (matrimonio), opción que esa persona no
tomaría a su cargo si sólo se tratase del ensamblaje de los roles que a cada
uno le acompañan y caracterizan. Silenciar lo que hay de compromiso
interpersonal en la familia y sustituirlo por los meros roles de la mujer y el
varón –y sus posibles cambios-, constituye un modo paradigmático de banalizar y
vaciar de sentido dicho compromiso.
Importa
mucho más el encuentro entre un “tú” y un “yo”, con el fuerte compromiso de darse y
aceptarse recíprocamente, que el análisis de los meros roles de una y otro, a
pesar de que tal análisis sea realizado con el mayor rigor y la mejor elegancia
metodológica y estadística.
En esa
relación, allí donde hay un “Yo” gigante
acontece, de forma inevitable, la comparecencia de un “tú”
enano. Pero entre un Yo gigante y un tú enano no hay paridad y, por eso
mismo, resulta tan difícil que en el seno de una relación así constituida
emerja el necesario “nosotros”.
Pero si
está ausente la emergencia del “nosotros”,
más difícil aún será que comparezca el “vosotros”,
es decir, la dedicación y entrega a los hijos. Desentenderse de estas formas de
relación y atenerse a sólo los roles masculino y femenino es volver la espalda
a la realidad o, por mejor decir, hacer un discurso sobre una realidad que nada
tiene que ver con la sustancia del matrimonio y la familia. Los cambios de
roles, por eso, no pueden estudiarse independientemente de los cambios de
valores que les acompañan.
De otra
parte, filiación y maternidad o paternidad suelen acontecer merced a la
libertad personal y a la connaturalidad de las relaciones conyugales. Dicho de
otra forma: en cada persona la paternidad y la
filiación se concitan a lo largo de su personal historia biográfica, como
consecuencia del vínculo en el está fundada esta unión interpersonal.
¿Pueden reducirse a meros roles sociales la filiación y la parentalidad?, ¿es probable que se
pueda ser buen padre si no se ha sido o se es un buen hijo? Por el
contrario, ¿se puede ser buen hijo si no se ha sido
o se es buen padre?, ¿es que el estudio de los nuevos roles –esos que, según
parece, habría que introducir en el varón- pueden sustituir a las
irrenunciables funciones de la paternidad y maternidad? Y si es así, ¿por qué no se les presta la atención necesaria en las
investigaciones que se llevan a cabo acerca de los roles femenino y masculino?
Las
personas son simultánea y/o sucesivamente padres e hijos. Y esto no es
reductible a un mero rol. Entre otras cosas, porque no hay paternidad sin
maternidad, y viceversa (aún recurriendo a la fecundación artificial).
Esto pone
de manifiesto la natural complementariedad que hay entre ellos, además de la
complementariedad relativa a las generaciones pasadas y futuras
(complementariedad intergeneracional). De aquí también la conveniencia y
pertinencia de educar a los hijos en la paternidad y la filiación, una
asignatura pendiente desde un tiempo multisecular. Y eso a pesar de que
paternidad y filiación se exijan mutuamente.
La
filiación exige la paternidad y la paternidad exige la filiación. Es el
nacimiento del hijo el que, respectivamente, constituye a la mujer o al varón
que le engendraron en madre y padre. Sin hijo no habría ni lo uno ni lo otro.
Del mismo modo que no hay hijo sin padres, tampoco hay padres sin hijo.
Esto pone
de manifiesto que no hay padres ad tempus, ni padres de quita y pon, ni padres
transitorios, ni sólo roles de padre y madre. La paternidad, como la filiación,
tiene vocación de eternidad y, por eso mismo, perdura más allá de la muerte. La
muerte no extingue ni la paternidad ni la filiación: las
personas no cambian de padres o de hijos cuando unos u otros mueren. Después
de muerto el padre o la madre, sus hijos siguen siendo hijos de ellos, sin
cambio alguno de titularidad.
Si se
redujeran estas experiencias a meros conceptos o roles, se incurriría de
inmediato en el conceptualismo y la irrealidad más absoluta: la que determina
la ausencia del otro. La ausencia de esa persona puede ser la del “otro” (el cónyuge), el “nosotros”
(la ausencia de vinculación entre hombre y mujer), los hijos (el “vosotros”) o, en general, la ausencia de
cualquier otra persona con la que se ha establecido una determinada relación
(la ausencia de “ellos”). Estas formas de
ausencia remiten, de una u otra forma, a la ausencia del Otro.
Este es
uno de los fundamentos de la equidad entre generaciones, que forma parte de la
virtud de la justicia y que por sí misma demuestra que tal realidad nos afecta,
interpela y concierne, hasta el extremo de configurar el sentido de la propia
identidad, por lo que ésta no debiera reducirse a un mero rol. Es precisamente
esa equidad en las relaciones interpersonales la que configura la columna
vertebral del “para qué” de nuestra propia
vida, la que da sentido a la existencia singular, la que mide la motivación,
espesura, densidad, intensidad y prioridad de la identidad personal, a cuyo
través comparece el tamaño y la estatura del propio Yo.
Muchos de
los conflictos de pareja que hoy atendemos en Terapia Familiar tienen su origen
en estas u otras parecidas ausencias. Por sólo citar algunas, cabe mencionar
aquí la ausencia del “nosotros” y del “vosotros”, el “hambre
de padre” de los hijos apartidas, ciertos trastornos de la identidad
sexual de los hijos, algunos casos de drogadicción, ciertos casos de fracaso
escolar, la excesiva dependencia del prestigio profesional, el narcisismo, la
adicción al trabajo, etc. Muchos de estos problemas ¿son
meras consecuencias de apenas un cambio de rol?
En
opinión de quien esto escribe, parece que no. La clave hay que buscarla tal vez
en la crisis de valores, que acompaña a los cambios de roles, y a la
desarticulación que se produce en las relaciones interpersonales entre medios y
fines.
El
trabajo es siempre un medio al servicio de un fin, que es la familia. Si los
fines se mediatizan dejan de ser tales fines. Pero, entonces, si de la
actividad laboral (medio) se hace un fin, el trabajo pierde su valor de medio y
ocupa la posición de fin que jamás debiera ocupar. En esas circunstancias, el
trabajo deviene en una actividad sin propósito, sin teleología ni sentido alguno.
Cuando una persona actúa sin ningún fin se dice que ha perdido el juicio.
Cuando se subordina la familia (fin) al trabajo (medio), es probable que se
pierda la una y el otro, con independencia de que se conserven y transformen o
no los roles que caracterizan a esa singular persona.
Esto es
lo que sucede cuando los medios se transforman en fines. En ese caso la vida
humana pierde su significado y valor y se transforma en una vida mediada,
manipulada y desvivida, por despersonalizada y despersonalizante.
Sin
valores no se puede educar a los hijos de una forma sana; por el contrario, con
éste o aquél rol –cambiado, modificado, alternado o corregido-, sí que se
pueden tener hijos sanos, siempre que los cambios de rol no arrastren tras de
sí e impongan un cambio o ausencia de valores en la vida familiar. Sin hijos
sanos, la familia sufre y aún puede perecer. Sin familia no hay sociedades. Sin
sociedad no hay empresas. Sin empresas y sociedades intermedias no hay Estado.
Sin valores, con sólo roles no hay familia ni sociedad ni Estado.
LO QUE LOS HIJOS
NECESITAN DE SUS PADRES
Dejando a
un lado el tema de los roles, lo que los hijos necesitan de los padres son
valores. Aunque no es este el lugar para extenderme en la consideración de lo
que se está afirmando, permítame el lector que sintetice a continuación, en un
sucinto inventario, lo que en mi experiencia personal, como psiquiatra y
terapeuta familiar, los hijos necesitan hoy de sus padres:
1 Disponibilidad, seguridad y confianza.
2 Comunicación padres-hijos
3 Coherencia en los padres y autoexigencia en los hijos
4 Espíritu de iniciativa, inquietudes y buen humor.
5 Aceptación de las limitaciones propias y ajenas.
6 Reconocimiento y afirmación de ellos mismos en lo que valen.
7 Estimulación de la autonomía personal.
8 Ayuda y orientaciones para diseñar el apropiado proyecto personal.
9 Aprendizaje realista del adecuado nivel de aspiraciones
10 Elección de buenos amigos y amigas.
2 Comunicación padres-hijos
3 Coherencia en los padres y autoexigencia en los hijos
4 Espíritu de iniciativa, inquietudes y buen humor.
5 Aceptación de las limitaciones propias y ajenas.
6 Reconocimiento y afirmación de ellos mismos en lo que valen.
7 Estimulación de la autonomía personal.
8 Ayuda y orientaciones para diseñar el apropiado proyecto personal.
9 Aprendizaje realista del adecuado nivel de aspiraciones
10 Elección de buenos amigos y amigas.
Ninguno
de los diez apartados anteriores pueden derivarse de los meros roles a los que,
en alguna forma, probablemente estén vinculados. Todos ellos, por el contrario,
están vinculados a valores concretos, de los que son inseparables. ¿Podremos sostener todavía que lo único que importa en la
conciliación de familia y trabajo son los roles de la masculinidad y feminidad,
y sólo ellos?
DIVERSIDAD,
COMPLEMENTARIEDAD Y DONACIÓN
El
problema, tal y como se ha planteado la distinción entre “sexo” y “género”, pone
de relieve otras cuestiones que no se han abordado. ¿No
será esa misma distinción entre “sexo” y “género” una construcción social más?,
¿está abierta tal distinción a lo que de diverso hay en la mujer y el hombre? En
ese caso, ¿se trata de diversas atribuciones para
un mismo hecho (el de la diversidad) o de una única atribución (la construcción
social) para una multitud de hechos (la diversidad)?
En el
ámbito de la cultura las atribuciones que se han puesto en circulación han
prendido y, con el rodar de los usos, costumbres y modas, pueden condicionar –a
través también de la educación- los comportamientos humanos. Cuando esto
sucede, es probable que las atribuciones devengan en estereotipias y sesgos
culturales, con lo que se cierra así el viciado etiquetado atribucional acerca
de la diferenciación sexual humana. Poco sabemos, sin embargo, acerca de cómo
se produce la transmisión intergeneracional y multicultural de esas
atribuciones o qué consecuencias pueden derivarse de la súbita transformación
de ellas.
Lo que
sin duda alguna constituye un hecho cierto e incontestable es la diversidad existente
entre hombre y mujer. Esta diversidad está vinculada, desde su origen, al hecho
diferencial que les distingue: estar modalizados
como mujer o varón. Esas diferencias comienzan a las pocas semanas de la
fecundación y no se limitan a sólo ciertos detalles de su morfología y
desarrollo, sino que atraviesan todas sus funciones y facultades. Como tal
hecho tozudo, sostiene su permanente validez a lo largo de toda la vida de las
personas.
La
diversidad entre ellos no afecta para nada a su identidad como personas:
mujeres y hombres son igualmente personas (identidad), al mismo tiempo que
personas modalizadas de forma diversa (diversidad). Su identidad en tanto que
personas convive con su diversidad en el modo en que han sido modalizadas.
La
identidad patentiza ese “común denominador” que,
a nivel personal, hay entre ellos. Esta característica hace posible que pueda
establecerse entre hombre y mujer un vínculo unitivo radical, en el que se
fundamentan todas las relaciones entre ellos.
La
diversidad en el modo en que han sido modalizados, en cambio, no permite la
igualdad entre ellos, pero sí la unidad. La diversidad es la que precisamente
suscita esa mutua atracción así como la complementariedad entre ellos.
Lo que es
igual no puede complementarse con lo mismo. Podrá sumarse –y habrá más de lo
mismo-, pero no complementarse. Por contra, lo diverso sí que puede
complementarse con aquello de que se diferencia, de manera que ambos se
perfeccionen.
Identidad
y diferencia entre hombre y mujer fundamentan las relaciones conyugales y la
unión entre ellos. Una unión que debería ser perfectiva de ambos. Gracias a la
identidad, en tanto que personas, la unidad entre ellos puede y debe
transformarse en una auténtica comunión, como la vivencia de cada uno de ellos
ha de mudarse en con-vivencia, y la pertenencia en co-pertenencia.
De aquí
el sí definitivo a las diferencias, y el rotundo no a las atribuciones sobre
las “construcciones de género” masculino y
femenino no fundamentadas. Lo que se trata es de cambios cuantos roles sean
necesarios, pero sin perder o exponer por ello la misma sustancia del
matrimonio y la familia. Se entiende que haya errores y sesgos en las
atribuciones de género, pero precisamente porque son identificables debieran
ser rechazadas.
Mantener
la diversidad no es sino afirmar el irreprimible hecho diferencial que
contradistingue, a la vez que caracteriza, al hombre y a la mujer. Al concepto
de diversidad se llega de forma intuitiva y clara, como consecuencia de la mera
observación y también de numerosos hallazgos científicos en el ámbito de la
psicología, las neurociencias y las ciencias del comportamiento.
Es
precisamente gracias a esta diversidad como se llega a establecer entre hombre
y mujer una cierta comparación por connaturalidad. Buscar o tratar de imponer
otro tipo de comparaciones sería ilegítimo en este ámbito concreto de la
condición humana.
Por el
momento, se ignoran cuáles serán los efectos sobre el cambio cultural que han
de derivarse de las diversas propuestas existentes acerca del así denominado
cambio de rol del varón.
Sobre
este particular hay un gran vacío en la investigación realizada. Sin embargo,
se intuye su poderoso alcance transformador de la familia, la sociedad y la
cultura, transformaciones que a todos nos interpelan y concitan, por lo que no
cabe mirar para otro lado o ignorarlos.
Pero
cualquiera que sea su efecto, los hechos están ahí y muestran una tozudez
inquebrantable. De otra parte, por ser claro su fundamento antropológico no
cabe renunciar a ello. Además, de nada serviría tal renuncia, porque las mismas
circunstancias sociales –y los cambios ya operados- arrollarían a quienes
tratasen de interponerse en el camino de los cambios de roles masculinos.
De lo que
se trata, pues, es de investigar en esta nueva cuestión emergente en el medio
laboral, a fin de optar por las estrategias más justas y acordes con la
dignidad y el respeto a la diversidad de las personas que se concitan en este
problema.
Humanizar
las estructuras sociales desde la presencia y convergencia de la diversidad de
funciones, acciones y comportamientos que caracterizan al hombre y a la mujer,
constituye una propuesta sensata y acorde con el momento cultural actual. Pero
conviene que antes de dar este paso se disponga de la suficiente y necesaria
información científica al respecto. ¿Cómo separar
si no en esas diferencias la “ganga” cultural, que se ha ido adhiriendo a
través de ciertas atribuciones à la page, de lo que es propio y natural de la
diferenciación entre el hombre y la mujer, de lo que sin duda alguna
enriquecerá los resultados de la empresa y la excelencia personal de quienes en
ella trabajan?
Llegado a
este punto, considero no renunciable el dejar de insistir en lo que se refiere
a la complementariedad existente entre el hombre y la mujer, también en lo que
atañe a la conciliación entre familia y trabajo. Si me lo permiten, en las
breves líneas que siguen haré una presentación sucinta y sin apenas desarrollo
alguno de lo que considero son doce principios relevantes en torno a la
complementariedad del hombre y la mujer. Es sobre ellos donde hay que asentar
las relaciones conyugales, familiares y laborales que les unen y no les
separan.
DOCE PRINCIPIOS ACERCA
DE LA COMPLEMENTARIEDAD DE LAS RELACIONES CONYUGALES
En las
líneas que siguen mencionaré apenas una síntesis de los que considero son los
principios que presiden y han de regular las relaciones de complementariedad
entre la mujer y el varón en el ámbito del matrimonio, la familia y el trabajo.
El lector
podrá observar que se mencionan sólo como principios, sin ningún desarrollo de
ello, por las naturales exigencias de esta colaboración. Su desarrollo, no
obstante, será objeto de otra publicación independiente, que espero vea la luz
en un futuro próximo.
Si se
cita aquí esta primicia es con el deseo de que ayude a pensar, de forma más
independiente y menos mimética –de lo cual, afortunadamente, he tenido sobrada
experiencia en el día de hoy-, a los participantes en este Congreso Internacional,
en cuyo honor el autor los menciona.
- La complementariedad no disuelve las diferencias,
sino que las reafirma.
Si
disolviera las diferencias, éstas no serían complementarias. Si no hubiera
diferencias no habría complementariedad sino identidad. Cuanto más se afirmen
las diferencias más variado y rico será el ámbito de la complementariedad que
hay entre ellos.
- La complementariedad nos enseña mucho acerca
de los propios límites.
Nadie es
una suma de perfecciones sin defecto alguno. Ninguna persona ha desarrollado
todas sus capacidades al máximo. Toda persona es limitada y debería conocer sus
propios límites, especialmente en las interacción con los otros. Pero los
conocerá mejor si sabe escuchar a la persona que le conocen y le quieren. No
hemos de olvidar que uno de los fines del matrimonio es la perfección de los
esposos. El olvidado escenario de la recíproca perfección conyugal es el ámbito
específico donde ha de darse la complementariedad.
- La complementariedad nos ilustra acerca de la
necesidad del “otro”.
La
complementariedad pone de manifiesto la necesidad que cada persona tiene de
autodestinarse en favor de otro. La complementariedad es apenas una sencilla
consecuencia de la dimensión donal de la persona. La complementariedad desvela
la necesidad que toda persona tiene de darse a sí misma para encontrarse a sí
propia.
- La complementariedad nos desvela dimensiones
ignotas de nuestro propio yo.
El hombre
se conoce a sí mismo, pero al menos un cierto sector de sí mismo sólo se revela
en su relación con la mujer. Es en el encuentro hombre-mujer donde se completa,
en cada uno de ellos, el conocimiento que tienen de sí mismos. Un conocimiento
que se opera, precisamente, a través de lo que acerca de sí mismo y del propio
ser se desvela en el otro.
- La complementariedad desvela al “otro en mí” y
a “mí en el otro”.
La
complementariedad conyugal manifiesta que el otro, diverso del yo, forma parte
inseparable del propio proyecto personal. El otro se desvela así como el “otro en mí”. Pero al mismo tiempo, en ese
encuentro entre hombre y mujer, el propio yo se desvela como formando parte del
“mí en el otro”.
- El conocimiento de sí mismo a través del otro.
El
conocimiento de sí mismo se enriquece a través de las relaciones con el otro.
Esto es especialmente profundo y consistente, además de estable, en el
matrimonio. Y no sólo porque el otro le percibe de la forma en que lo hace,
sino porque en esa percepción diferente –aunque también pueda estar sesgada-
comparecen sectores de la propia subjetividad que para el propio observador
habían permanecido ocultos. Este desvelamiento es recíproco, por lo que se
enriquece el conocimiento personal de cada uno de ellos, que queda así
contrabalanceado con una cierta objetividad –la que procede de la
intersubjetividad de la relación-, lo que constituye una poderosa ayuda en el
ajuste fino del conocimiento subjetivo de sí mismo.
- El conocimiento propio a
través del “nosotros”.
En el
matrimonio lo que se alumbra es la unión de dos personas, con una inusitada
intensidad y profundidad tal, que llegan a conformar “una
sola carne”. En el “nosotros” -que es
algo muy diferente del mero yo o tú- anida también una imagen muy rica de cada
uno de ellos. Esta imagen sólo comparece en el tejido interpersonal que
constituye el “nosotros”.
- La asunción de la propia
responsabilidad paternal en el encuentro con el “vosotros”.
La
paternidad conlleva la comparecencia de un tercero, autónomo y libre, con quien
relacionarse en otra forma diferente del “nosotros”,
y esto a pesar de que por proceder de dicha relación constituya como una
dilatación y prolongación de sí misma. Los hijos son los que configuran el “vosotros”. De esta forma, el “vosotros” más íntimo y primero en el orden del
ser es el que ha sido generado por el “nosotros”. En
el encuentro con ellos emerge otra dimensión de sí mismo, completamente ignota
y diversa de las anteriores: la de la responsabilidad de los otros, fundamento
de la maternidad y paternidad.
- El derecho del hijo a la
complementariedad entre sus padres.
La
complementariedad entre los padres no es cosa que quede reducida a sólo las
relaciones existentes entre ellos, a algo privado e incapaz de trascender el “vosotros”. Los hijos tienen derecho a la
complementariedad entre sus padres, que es tanto como afirmar que tienen
derecho a que ambos se ayuden a la perfección, a sacar cada uno de sí mismo la
mejor persona posible y, además, de diverso modo, de acuerdo con su ser natural
de mujer o varón.
- El aprendizaje de la educación
sentimental de los hijos se deriva de la complementariedad de los padres.
En esa
complementariedad entre los padres –sobre todo en lo que se refiere al ámbito
de las relaciones afectivas entre ellos- es donde los hijos observan las
primeras trazas o huellas vestigiales de las que brota su propia afectividad en
estado naciente. El modo en que los padres se quieren entre sí constituye la
escuela sentimental por antonomasia donde los hijos son educados en los
sentimientos.
- El aprendizaje por los hijos
de la relación hombre-mujer en la complementariedad de los padres.
El hecho
de que el matrimonio sea bicéfalo y no monárquico, es decir, que haya en él dos
jefaturas -diversas además de complementarias-viene exigido por la educación
sentimental y personal de los hijos. De este modo, es más fácil la vertebración
de la propia identidad de cada uno de ellos, de acuerdo con su sexo. Pero no
sólo eso. Gracias a esas relaciones entre los cónyuges es como los hijos se
relacionan por primera vez y aprenderán a relacionarse en el futuro con las
personas de distinto sexo.
- El aprendizaje de la
maternidad y paternidad en la relación con los propios hijos.
Los hijos
e hijas se relacionan con sus padres en tanto que padres. Esto quiere decir que
el primer modelo de maternidad y de paternidad –y en muchos de ellos el más
relevante- al que han sido expuestos es el de los propios padres.
Los hijos aprenden a ser padres a través de lo que observan en el comportamiento de sus respectivos padres, en tanto que padres. Todavía más: cada hijo o hija sufre el impacto de la filiación, además de en función de otras muchas variables, en dependencia de la forma en que sus padres han entendido la maternidad y la paternidad.
Los hijos
aprenden de los padres a tratar a sus futuros hijos, al mismo tiempo que asumen
activamente –con un diverso grado de libertad, según su modo peculiar de ser
personal- el papel de hijos. Los hijos aprenden la filiación y paternidad de
dos profesores diferentes (el padre y la madre). Los padres aprenden la
maternidad y la paternidad de los hijos que engendran y educan, y también de
cómo haya sido su trato con ellos. El aprendizaje de la filiación, paternidad y
maternidad no son renunciables en la práctica, además de ser deudores de las
interacciones entre padres e hijos a lo largo de la convivencia familiar. La
diversidad, también aquí, contribuye al enriquecimiento de todos.
Ninguno
de los anteriores principios se han tenido en cuenta a la hora de estudiar los
cambios de roles. En realidad, la misma complementariedad se diferencia de lo
que es un mero rol, no obstante haber demasiados hilos sutiles –pero poderosos
y profundos- que unen a ambos, y que no debieran ignorarse.
Desde
luego, la filiación, la maternidad y la paternidad no pueden ser reducidos a
meros roles. Sin duda alguna, cada uno de ellos comporta algo adicional que
acaso pudiera denominarse con el término de rol (y en modo alguno me opondría a
ello), pero dejando muy claro y salvando la diferencia ontológica y sustantiva
entre rol y paternidad, maternidad y filiación.
Por
supuesto que esta función autoconstitutiva (ser padre, madre o hijo de…) no
está en la oferta de lo que es posible modificar. Por el contrario, la mayoría
de los roles actuales, por no decir todos ellos, sí que son modificables.
Esta
advertencia final tiene la aspiración de contribuir a que no se confunda lo
sustantivo con lo accidental, lo que es autoconstitutivo de la persona con lo
que es una mera función residual de su comportamiento, lo que hace referencia
al ser de la identidad personal de lo que sólo hace referencia al mero aparecer
del ser.
Por el Prof. Dr. Aquilino Polaino Lorente experto en terapia familiar,
catedrático de Psicopatología la Universidad Complutense de Madrid, licenciado
en medicina y cirugía de la Universidad de Granada, diplomado en Psicología
Clínica de la Universidad Complutense, doctor en medicina de la Universidad de
Sevilla, licenciado en Filosofía de la Universidad de Navarra y, profesor de
Psiquiatría de la Universidad de Extremadura.
Bibliografía
-Berger, P. y Luckmann, Th. (1993) La construcción social de la realidad. Amorrortu. Madrid.
-Bonke, J., Grupta, N. & Smith, N. (2005): Timing and flexibility of housework and men and women’s wages. In: Hamersmesh, D. & Pfann, G. (eds.): The economics of time use. Elsevier: Amsterdam.
-Bonke, J. (2004). The modern husband/father and wife/mother-how do they spend their time? Sdl-puzzle 05/2004.
-Bonke, J. (2002): Time and welfare (in Danish). Report 02:26. Copenhagen: The Danish National Institute of Social Research.
-Chinchilla Albiol, N. (2004): Empresa, familia y sociedad, un triángulo en constante evolución. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 123
-Deaux, K. (1999) “An overview of research on gender: Four themes from 3 decades.” En W. B. Swann, J. H. Langlois and J. A. Gilbert. Sexism and stereotypes in modern society. The gender science of Janet T. Spence. American Psychological Association. Washington.
-Elósegui, M. (2002): Diez temas de género. Ediciones Internacionales Universitarias. Madrid.
-Gómez López-Egea, S. (2004): La incorporación de la mujer al mercado laboral: implicaciones personales, familiares y profesionales y medidas estructurales de conciliación. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 105-122.
-Haren-Mustin, R. T. y Marecek, J. (1990) Making a difference. Psychology and the construction of gender. Yale University Press. New Haven-Londres.
-Lagarde, M. (1996) Género y Feminismo. Desarrollo Humano y Democracia. Horas y Horas. Madrid
-Polaino Lorente, A. (2004): La conciliación trabajo/familia y sus implicaciones en la sociedad civil: transformaciones sociales y tendencias de futuro. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 83-103.
-Polaino Lorente, A. (1993) La ausencia de padre y los hijos apátridas en la sociedad actual. Revista Española de Pedagogía, LI, 196: 427-461.
-Polaino Lorente, A. (1994a) “Ante el eclipse de la paternidad. Huir de la fuga.” Arvo, 142: 1-4.
-Polaino Lorente, A. (1994b) “El eclipse de la paternidad.” La Escuela en Acción, pp. 6-8.
-Polaino Lorente, A. (1995) “El padre: ¿Farol de la empresa, oscuridad de la casa? “ Istmo, 220: 36-41
-Polaino Lorente, A. (1996) “Cómo hacerse sin deshacerse.” Arvo, 150, 1-4.
-Polaino Lorente, A. (1992) Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual. Rialp. Madrid.
-Vargas Aldecoa, T. y Polaino-Lorente, A. (1996) La familia del deficiente mental. Un estudio sobre el apego afectivo. Pirámide. Madrid.
-Berger, P. y Luckmann, Th. (1993) La construcción social de la realidad. Amorrortu. Madrid.
-Bonke, J., Grupta, N. & Smith, N. (2005): Timing and flexibility of housework and men and women’s wages. In: Hamersmesh, D. & Pfann, G. (eds.): The economics of time use. Elsevier: Amsterdam.
-Bonke, J. (2004). The modern husband/father and wife/mother-how do they spend their time? Sdl-puzzle 05/2004.
-Bonke, J. (2002): Time and welfare (in Danish). Report 02:26. Copenhagen: The Danish National Institute of Social Research.
-Chinchilla Albiol, N. (2004): Empresa, familia y sociedad, un triángulo en constante evolución. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 123
-Deaux, K. (1999) “An overview of research on gender: Four themes from 3 decades.” En W. B. Swann, J. H. Langlois and J. A. Gilbert. Sexism and stereotypes in modern society. The gender science of Janet T. Spence. American Psychological Association. Washington.
-Elósegui, M. (2002): Diez temas de género. Ediciones Internacionales Universitarias. Madrid.
-Gómez López-Egea, S. (2004): La incorporación de la mujer al mercado laboral: implicaciones personales, familiares y profesionales y medidas estructurales de conciliación. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 105-122.
-Haren-Mustin, R. T. y Marecek, J. (1990) Making a difference. Psychology and the construction of gender. Yale University Press. New Haven-Londres.
-Lagarde, M. (1996) Género y Feminismo. Desarrollo Humano y Democracia. Horas y Horas. Madrid
-Polaino Lorente, A. (2004): La conciliación trabajo/familia y sus implicaciones en la sociedad civil: transformaciones sociales y tendencias de futuro. En Sagardoy Bengoechea, J. A., y De la Torre García, C. (Directores). La conciliación entre el trabajo y la familia. Cinca. Madrid, pp. 83-103.
-Polaino Lorente, A. (1993) La ausencia de padre y los hijos apátridas en la sociedad actual. Revista Española de Pedagogía, LI, 196: 427-461.
-Polaino Lorente, A. (1994a) “Ante el eclipse de la paternidad. Huir de la fuga.” Arvo, 142: 1-4.
-Polaino Lorente, A. (1994b) “El eclipse de la paternidad.” La Escuela en Acción, pp. 6-8.
-Polaino Lorente, A. (1995) “El padre: ¿Farol de la empresa, oscuridad de la casa? “ Istmo, 220: 36-41
-Polaino Lorente, A. (1996) “Cómo hacerse sin deshacerse.” Arvo, 150, 1-4.
-Polaino Lorente, A. (1992) Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual. Rialp. Madrid.
-Vargas Aldecoa, T. y Polaino-Lorente, A. (1996) La familia del deficiente mental. Un estudio sobre el apego afectivo. Pirámide. Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario