Las lecturas bíblicas, y su culmen, el Evangelio, están
rodeados de ritos, gestos y aclamaciones, que disponen para su acogida y que
manifiestan luego su asentimiento, su recepción, su acogida en la fe.
Esto es algo
común a todas las familias litúrgicas, a todos los ritos orientales y
occidentales, aunque cada uno de ellos lo realiza de manera distinta, pero
todos rodean de veneración la lectura de las santas Escrituras y le rinden
honor a la Palabra divina con respuestas y con aclamaciones.
El rito
hispano-mozárabe anuncia la lectura, “Lectura de la
profecía de Isaías” y el pueblo la recibe diciendo: “Demos gracias a Dios”. Cuando acaba la lectura,
todos dicen: “Amén”, confirmando la acogida
creyente. Antiguamente (hoy no se ha mantenido en el actual Misal
hispano-mozárabe) el diácono, en el paso de las lecturas del Antiguo Testamento
a la lectura apostólica, advertía: “Silentium
facite!”, “Guardad silencio”, que es un aviso diaconal muy semejante al
que veremos que realiza el diácono en la divina liturgia de S. Juan Crisóstomo
y otras liturgias orientales.
También el Evangelio es recibido con honor: cirios en incienso en procesión,
saludo del diácono (“El Señor esté siempre con
vosotros”) incensación, anuncio de la lectura y aclamación de los
fieles: “Gloria a ti, Señor”. Comienza el
Evangelio de un modo muy característico; en vez de decir “Jesús”, dice “Nuestro
Señor Jesucristo”: “En aquel tiempo, nuestro Señor Jesucristo…” Concluye
con el “Amén” de los fieles, ratificando y
aclamando el Evangelio que acaba de ser proclamado.
En la
divina liturgia bizantina, antes de proclamarse la epístola, el diácono
advierte: “Atendamos” y continúa el
sacerdote: “Paz a todos. Sabiduría”. El coro
entona unos versículos sálmicos y vuelve a repetir el diácono: “Sabiduría”. El lector anuncia el título de la
Epístola, y el diácono repite: “Atendamos”. Tras
lo cual, lee la epístola. Terminada la epístola, el sacerdote se dirige al
lector: “La paz contigo”, y el coro entona
por tres veces “Aleluya”.
Con gran
solemnidad llega el momento del Evangelio. El diácono avisa: “Sabiduría, estemos con respeto, escuchemos el Santo
Evangelio.” El sacerdote saluda: “La paz sea
con vosotros” y contesta el coro: “Y con tu
espíritu también”. El diácono anuncia la lectura: “Lectura del santo Evangelio según san…” y el coro
canta aclamando: “Gloria a Ti, Señor, gloria a Ti”.
Reitera el diácono una vez más: “Estemos
atentos”, y entonces lee el Evangelio. Cuando termina el Evangelio, el
coro vuelve a cantar: “Gloria a Ti, Señor, gloria a
Ti”.
Apenas
encontramos diferencia alguna entre el rito ambrosiano y el rito romano para
acoger y responder a las lecturas bíblicas.
Antes de
cada lectura, el lector desde el ambón pide la bendición al sacerdote: “Bendíceme, padre”, y el sacerdote en su sede
responde: “La lectura profética nos ilumine y nos
lleve a la salvación”. El lector anuncia la lectura y lee directamente;
al final aclama: “Palabra de Dios” y todos
responden: “Demos gracias a Dios”. En el
Evangelio, el diácono, después de saludar “El Señor
esté con vosotros –Y con tu espíritu”, anuncia la lectura: “Lectura del Evangelio según san…” y todos
aclaman: “Gloria a ti, oh Señor”. Terminada
la lectura, el diácono dice: “Palabra del Señor”, y
los fieles responden: “Alabanza a ti, oh Cristo”.
El
rito romano anuncia la lectura y directamente comienza a leer, sin ningún tipo
de aclamación o respuesta de todos. Al final el lector –o un cantor- entona una
aclamación: “¡Palabra de Dios!” y todos
responden en castellano: “Te alabamos, Señor”,
o “Verbum Domini – Deo gratias”.
Se
trata de aclamar, festejar, la Palabra de Dios que se ha hecho presente, y los
fieles alaban a Dios por ella: “Deo gratias”, “te
alabamos, Señor”. Al tener el valor de una aclamación, pierde todo su
sentido y eficacia cuando el lector se atreve a modificarla con expresiones
como “es palabra de Dios”, “esto es Palabra de
Dios”, porque no se trata de explicar, como una monición, que lo que se
ha leído es Palabra revelada, sino de festejarla y aclamarla: “¡Palabra de Dios!”
El
Evangelio se subraya más aún ya que es Cristo quien sigue anunciando el
Evangelio (cf. SC 33). El diácono o el sacerdote anuncia: “Lectura del santo evangelio según san…”, y todos
responde: “Gloria a ti, Señor”. Se aclama a
Jesucristo, estando en pie, porque el Evangelio es su misma voz aquí y ahora a
la Iglesia. Por eso se dirige a Él mismo la aclamación: “Gloria a ti, Señor”.
Significando que el Evangelio es el culmen de la Revelación entera, que Cristo
es la plenitud y que en Él, Dios nos lo ha dicho ya todo y no tiene más que
decir (cf. S. Juan de la Cruz, 2S, 22,3-4). La aclamación del Evangelio es
distinta a la de las demás lecturas. “Verbum
Domini”, “Palabra del Señor”, y se responde: “Laus
tibi, Christe”, “Gloria a ti, Señor Jesús”.
Como
Jesucristo se hace presente en la Palabra proclamada (cf. SC 7), a Él nos
dirigimos dándole gracias por anunciarlos el Evangelio por boca de un ministro
ordenado: “Gloria a ti, Señor Jesús”.
Si la
aclamación se canta, según con qué tono se entone, se permiten varias
respuestas musicalizadas: “Gloria y honor a ti,
Señor Jesús”, “Tu palabra, Señor, es la verdad, y tu ley es la libertad”,
“Gloria a ti, oh Cristo, Palabra de Dios”. Según la melodía de la
aclamación, así dará pie a la melodía de una u otra forma musicalizada de
respuesta.
Es
necesario cuidar las aclamaciones a las lecturas (“Palabra
de Dios”, “Palabra del Señor”) e incluso cantarlas en los días más
solemnes para que todos respondan cantando: “Es
conveniente cantarlos, a fin de que la asamblea pueda aclamar del mismo modo,
aunque el Evangelio sea tan sólo leído. De este modo se pone de relieve la
importancia de la lectura evangélica y se aviva la fe de los oyentes” (OLM
17).
Las
prescripciones del Misal y del Leccionario señalan su importancia. La IGMR
dice: “Después de cada lectura, el lector propone
una aclamación, con cuya respuesta el pueblo congregado tributa honor a la
Palabra de Dios recibida con fe y con ánimo agradecido” (IGMR 59). Y,
para el Evangelio, insiste: “los fieles… con sus
aclamaciones reconocen y profesan la presencia de Cristo que les habla” (IGMR
60). Por su parte, la Ordenación del Leccionario de la Misa explica que la
aclamación “Palabra de Dios” “puede ser cantada
también por un cantor distinto al lector que ha proclamado la lectura,
respondiendo luego todos con la aclamación. De este modo la asamblea reunida
honra la palabra de Dios, recibida con fe y con espíritu de acción de gracias” (OLM
18).
Ya en el
Antiguo Testamento encontramos una aclamación litúrgica a la lectura de la Ley.
Cuando Esdras, desde un ambón, lee la ley del Señor, el pueblo responde: “¡Amén, amén!” (Neh 8,6). También es la
conclusión, a modo de aclamación final, de algunos salmos: “Bendito el Señor, Dios de Israel, el único que hace
maravillas… ¡Amén, amén!” (Sal 71), “Bendito
el Señor por siempre. Amén, amén” (Sal 88), “y todo el pueblo diga: ¡Amén!” (Sal
105).
A Cristo le
dirán sus propios apóstoles: “Tú tienes palabras de
vida eterna” (Jn 6,69), y es que sus palabras encendían el corazón al
explicar las Escrituras (cf. Lc 24,32). “Nadie
jamás ha hablado como ese hombre” (Jn 7,46) porque su palabra es
poderosa.
La
liturgia de la Palabra es un diálogo de Dios con su pueblo, un coloquio
esponsal de Cristo con su Iglesia. Él habla, los fieles escuchan y después
responden asintiendo, recibiendo. La fe les hace reconocer que, a través del
lector, Dios sigue hablando. El lector mismo se sabe un instrumento e invita a
todos a reconocer en aquella lectura al Dios vivo: “¡Palabra
de Dios!”, y todos, con fe y gozo, aclaman: “te
alabamos, Señor”.
El lugar y
momento propio en el que Dios habla y se proclaman las Escrituras es la
liturgia, “el ámbito privilegiado en el que Dios
nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde” (Benedicto
XVI, Verbum Domini, n. 52). Es algo más que un momento didáctico o ilustrativo
o de estudio (lo cual es lo propio y necesario en catequesis, grupos de
estudio, círculos bíblicos, etc.), porque “el
anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta
de la fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y
su pueblo” (CAT 1102).
La
Palabra en la liturgia es eficaz porque es presencia de Cristo y actuación del
Espíritu Santo: así, la “Palabra de Dios, expuesta
continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del
Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en
su eficacia para con los hombres” (OLM 4).
Por eso las lecturas
bíblicas en la liturgia se rodean de honor, se solemnizan con ritos (el
Evangelio con procesión, cirios, incensación), se anuncian también solemnemente
y se concluyen con una aclamación o respuesta de todos, a veces cantada, que es
confesión de fe, acogida a la Palabra proclamada, reconocimiento de la Verdad,
gratitud al Señor que sigue hablando y revelándose.
Javier Sánchez
Martínez
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