1. EL ALELUYA EN LAS ESCRITURAS
Aleluya
es el canto de los redimidos, Aleluya es la alegría del corazón ante el Señor.
Con unas
pocas sílabas se contiene y se manifiesta júbilo, gozo, alegría, fe,
exultación. Es palabra hebrea que la liturgia ha mantenido en su lengua
original sin traducirla, como también ha hecho con “Amén”
y con “Hosanna”.
Aleluya se
considera una palabra sagrada. Se prefirió mantenerla en su lengua original.
San Agustín así lo explica: “hay palabras que por
su autoridad más santa, aunque en rigor pudieran ser traducidas, siguen
pronunciándose como en la antigüedad, tales como son el Amén y el Aleluya” (De
doc. chr., 11). El gran Padre hispano, san Isidoro de Sevilla, también explica
porqué no se tradujo:
“No
es en manera alguna lícito ni a griegos ni a latinos ni a bárbaros traducir en
su propia lengua, ni pronunciar en otra cualquiera, las palabras Amén y
Aleluya… Tan sagradas son estas palabras, que el mismo san Juan dice en el
Apocalipsis que, por revelación del Espíritu Santo, vio y oyó la voz del ejército
celestial como la voz de inmensas aguas y de ensordecedores truenos que decían:
Amén y Aleluya. Y por eso deben pronunciarse en la tierra como resuenan en el
cielo” (Etim. VI, 19).
Otro testimonio más, en
este caso, de san Beda el Venerable: “Este himno de
divina alabanza, por reverencia a la antigua autoridad, es cantado por todos
los fieles en todo el mundo con una palabra hebrea” (Hom. in Dom. post
Asc., PL 94,185).
Se compone de dos
partes: “Hallel” y “yah”,
correspondientes a “Hallel”, que
significa “alabad” y “yah”, del nombre Yahvé. “Alabad al
Señor” o “Alabad a Dios”, y al
decirlo, aleluya, ya se está alabando con el canto y el júbilo de corazón.
Abundan los ejemplos en
las santas Escrituras, desde el Antiguo Testamento hasta su último libro, el
Apocalipsis; unas veces como aclamación, “aleluya”,
y otras veces, como en muchos salmos, viene traducida: “alabad al Señor”. Hasta en los momentos de mayor
aflicción, incluso en el destierro, la promesa que levanta de nuevo la
esperanza es poder cantar “aleluya” al
Señor, por ejemplo, en el cántico de Tobías: “las
puertas de Jerusalén entonarán cantos de alegría y todas sus casas cantarán:
Aleluya, bendito sea el Dios de Israel” (Tb 13,17).
¡Aleluya!
¡Alabad al Señor! Así tenemos el conjunto de salmos del Hallel (o Aleluya) que se cantaba
en la Cena pascual de Israel, y que Jesús mismo cantó: “Después
de cantar el himno, salieron para el Monte de los Olivos” (Mt 26,30; Mc
14,26). Comienza con el salmo 112: “Alabad siervos
del Señor”, y sigue hasta el salmo 135, el himno pascual, el último
salmo que se cantaba en la Cena pascual.
El mismo Salterio
concluye con tres salmos aleluyáticos, como broche de oro y colofón glorioso.
Así el salmo 148: “Alabad al Señor en el cielo,
alabad al Señor en lo alto”; después el salmo 149: “Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza”, para
concluir con el gran Aleluya que es el salmo 150, y empieza cada versículo con “aleluya”: “Alabad al Señor en su templo, alabadlo en su
fuerte firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa
grandeza”.
Hay salmos, en el
Salterio mismo, cuya primera palabra es “Aleluya”, aunque
se haya omitido en la Liturgia de las Horas para poder cantarlos siempre y en
todo tiempo litúrgico. Por ejemplo: “Aleluya. Dad
gracias al Señor, aclamad su nombre” (Sal 104), “Aleluya.
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal
105; 106), “Aleluya. Dad gracias al Señor de todo
corazón” (Sal 110), “Aleluya. Dichoso quien
teme al Señor” (Sal 111), “Aleluya. Alabad,
siervos del Señor” (Sal 112), “Aleluya.
Cuando Israel salió de Egipto” (Sal 113A), y así podría proseguirse la
enumeración.
En el cielo, la alabanza
festiva y la adoración de los ángeles y los santos y los redimidos es un
jubiloso Aleluya según revela el Apocalipsis: Oí
después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre;
cantaban: «Aleluya. La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios,
porque sus juicios son verdaderos y justos…»
Y repitieron: «Aleluya…»
Se postraron los veinticuatro
ancianos y los cuatro vivientes rindiendo homenaje a Dios, que está sentado en
el trono, y diciendo: «Amén. Aleluya.»
Y salió una voz del trono que
decía: «Alabad al Señor, sus siervos todos, los que
le teméis, pequeños y grandes.»
Y oí algo que recordaba el
rumor de una muchedumbre inmensa, el estruendo del océano y el fragor de
fuertes truenos. Y decían:
«Aleluya. Porque
reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle
gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido, y se le ha
concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura -el lino son las buenas
acciones de los santos-. (Ap 19,1-6).
Refleja este texto, sin duda, la praxis de la primera Iglesia que cantó el
Aleluya en su liturgia. Lo había heredado de la liturgia sinagogal, en la que
participaban habitualmente Cristo (Mt 12,9; Mc 1,21; 3,1; 6,2, etc.; “como era su costumbre”, Lc 4,16), y los Apóstoles
(Hch 13,16; 14,1; 17,10; 18,4) y lo cantaban.
Con normalidad,
la Iglesia asumió el canto del Aleluya para el culto cristiano. “Cantad y salmodiad”, como san Pablo exhortaba
(cf. Ef 5,19; Col 3,16) significaba cantar “Aleluya”,
como san Agustín interpreta: “Estad atentos
los que sabéis cantar y salmodiar en vuestros corazones a Dios, dando gracias
siempre por todas las cosas y alabad a Dios, pues esto significa Aleluya” (Enar.
in Ps. 110, 1).
2. LOS TESTIMONIOS SOBRE EL ALELUYA
Pronto se hizo muy querido por el pueblo cristiano que lo entonaba con alegría.
Tertuliano
narra cómo los fieles no dejan de intercalar el Aleluya en sus salmos y
oraciones:
“Los más
diligentes a la hora de orar suelen añadir, en las oraciones, el aleluya y ese
tipo de salmos a cuyas estrofas deben responder los que se encuentran reunidos.
Y es, ciertamente, una óptima costumbre todo cuanto mira a ensalzar y honrar a
Dios, como es esto de presentarle una oración sobreabundante a modo de rica
víctima” (De orat.,
27).
Además, el
Aleluya acompañaba en todo momento la vida del fiel cristiano. San Jerónimo
describe cómo en los cenobios fundados por santa Paula, las consagradas eran
llamadas al Oficio divino con el cántico del Aleluya (cf. Ep. 108, ad
Eustochium). También este Padre narra cómo Paula, siendo una niña pequeña,
saltaba al cuello de su abuelo cantando el Aleluya (Ep. 107, ad Laetam), y que “Christi Alleluia” era la palabra que comenzó a
balbucir.
No sólo las vírgenes
consagradas viviendo en el cenobio, sino los fieles cristianos en sus trabajos
y labores agrícolas, como atestigua el mismo san Jerónimo: “Vayas a donde vayas, el labrador, esteva en mano, canta
el aleluya; el segador, chorreando de sudor, se recrea con los salmos, y el
viñador, mientras poda las vides con su corva hoz, entona algún poema davídico.
Tales son las cantinelas de esta tierra; éstas son, como se dice vulgarmente,
las canciones amatorias, esto silba el pastor, éstas son las herramientas de
cultivo” (Ep. 46,12).
Sidonio Apolinar
da testimonio de los navegantes cristianos que cantaban el Aleluya deseando
volver a su patria: “Mientras los navegantes
entonan el Aleluya ya parece oírse su eco en la playa” (Ep. 10, Ad
Hesp.).
Tanto era el
afecto por el Aleluya y su incidencia en la vida cristiana que se inscribía en
las puertas tanto de las casas como de los propios templos. Lo encontramos en
algunas casas de Antioquía: “Icthis Alelouia”,
o “Alelouia”. San Paulino de Nola mandó
inscribir en el frontispicio de la basílica de san Félix: “Alleluia novis balat ovile choris” (Ep. 32,5).
Es signo
distintivo de la fe el Aleluya. Una vez que san Agustín de Canterbury ha
evangelizado Inglaterra, san Gregorio Magno, feliz con el éxito de la misión,
explica el logro evangelizador escribiendo: “La
lengua de Britania que no sabía sino pronunciar palabras bárbaras, acaba de
aprender a cantar el Aleluya hebreo en las alabanzas divinas” (Mor. In
Iob, 27,11).
El Aleluya es
confesión de fe en la victoria de Cristo y acompañaba al cristiano durante su
vida, hasta su muerte incluso. Luego pareció desentonar en los oficios
exequiales que se tiñeron sólo del aspecto de tristeza y sufragio, y, por
tanto, sin Aleluya. Pero la tradición cristiana sí tenía el Aleluya en el
momento del último tránsito y oficio exequial.
San Jerónimo
narra cómo en la muerte de Fabiola todo el pueblo romano fue convocado,
cantaron salmos, y “el sublime Aleluya llenando los
templos hacía estremecer sus artesonados áureos” (PL 22,697). También,
dos siglos más tarde, se hizo lo mismo en los funerales de santa Radegunda
(Vita Radegundis, 28). Costumbre ésta que permaneció vigente en la liturgia
bizantina que canta Aleluya en los ritos exequiales. Pero también en el ámbito
de la liturgia romana se practicaba así, como dice el Sacramentario Gregoriano:
“Incipit officium pro defunctis. In primis cantatur
psalmus In exitu Israel cum antiphona vel Alleluia” (Gr-H ). En el
rito hispano-mozárabe, el canto inicial dice: “Tu
es portio mea, Domine, Alleluia. In terra viventium, Alleluia, Alleluia…”
Los oficios
exequiales no se concebían como un llanto desesperado sino como canto a la
victoria de Cristo a la que se asociaba el hermano que había fallecido. El
clima pascual era predominante, y el Crisóstomo fustiga los llantos exagerados:
“Dime, ¿no son unos atletas estos difuntos conducidos al
resplandor de teas encendidas y al canto de himnos? ¿No glorificamos y damos
gracias a Dios por coronar a aquél que ya ha partido y que ya ha colocado cabe
sí, exento de todo temor? No busques otra explicación a estos himnos y estos
salmos. Todo ello es propio del que está alegre: ‘¿Está alguno alegre? Cante
salmos’” (In ep. ad Heb., hom. 4).
TAMBIÉN EL PSEUDO-DIONISIO:
“Los parientes del difunto… le proclaman bienaventurado
por haber finalmente llegado al premio final de la lucha, y dirigen cánticos de
acción de gracias al autor de la victoria pidiendo para sí mismos semejante
gracia” (De eccl. hier., c. 7).
Javier Sánchez
Martínez
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