Muy recientemente el Papa
Francisco ha modificado el texto del
Catecismo en lo referente a la pena de muerte, que ha quedado de este
modo: “Durante mucho tiempo el recurso a la pena
de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue
considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio
admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está cada vez más
viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera
después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una
nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del
Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que
garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo,
no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente. Por tanto la
Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible,
porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona», y se
compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.”
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Repitiendo la pregunta que
plantea Bruno en uno
de sus “posts”, la cuestión que queda planteada entonces es si la pena de muerte es intrínsecamente mala,
o no.
Repasemos un poco de dónde viene
eso de “intrínsecamente malo”, que puede sonar a rareza teológica hoy día para
algunos.
La primera cuestión es si las acciones humanas son o no son pasibles
de un juicio moral. La respuesta es obviamente que sí, todo el día estamos evaluando
determinadas acciones de las personas como buenas y otras como malas.
La segunda cuestión es si ese
juicio moral que hacemos sobre las acciones humanas depende siempre de las circunstancias en que éstas se realizan. El
primer candidato que se presenta son las
consecuencias derivables de las acciones. ¿Son
las acciones humanas buenas o malas simplemente por las consecuencias buenas o malas que de ellas se derivan?
Es evidente que no, y aquí aparece además la fuente de
donde derivamos los seres humanos en general nuestros juicios en esta materia,
que las podemos llamar las “intuiciones morales básicas”, que están en la base de los
dictámenes de la conciencia moral.
Porque en efecto,
espontáneamente rechazamos que sea
lícito matar a un tío rico para heredarlo, por ejemplo, cuando en
realidad la consecuencia de esa
acción, la herencia, es un bien.
Supongamos que el bien que
está en cuestión es, por ejemplo el bien de otras personas, pensemos en los jóvenes que ven su vida destruida por la
droga debido a las acciones de los narcotraficantes.
¿Se justifica
entonces ir a buscar a su casa a estos
narcotraficantes y matarlos sin más, para bien de la juventud del país,
como se acusa de hacerlo a cierto gobernante actual?
Pues no, todos exigimos al menos un juicio justo antes de tomar cualquier resolución de tipo penal
contra estas personas.
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Ahora bien, si la bondad o
maldad moral de las acciones humanas no
depende solamente ni principalmente de las consecuencias de esas
acciones, ni tampoco, por tanto, de la
intención del que las realiza (que sería, obviamente, la de obtener esas consecuencias buenas), de
modo que el fin no justifica los medios,
eso quiere decir que hay acciones que
son buenas o malas por sí mismas, por su misma naturaleza, y por tanto, independientemente de cualquier circunstancia
agregada, y eso es lo que se quiere decir al hablar de acciones “intrínsecamente
malas”, lo cual, moralmente hablando, equivale a decir que están prohibidas siempre y en toda circunstancia, sin
excepción posible.
Por eso, como enseña la
Encíclica “Veritatis Splendor”, siguiendo a la Tradición católica,
las normas morales absolutas, y
absolutamente universales, son las normas negativas, las que prohíben
la realización de actos que son intrínsecamente
malos.
La primer cuestión, entonces, que se plantea ante una acción u
omisión cualquiera, desde el punto de vista moral, es si es intrínsecamente mala, y por tanto, ilícita siempre, o no,
de modo que, al menos en determinados contextos, pueda ser lícita.
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Por eso la pregunta que queda luego de leer
esta modificación que ha hecho el Papa al texto del Catecismo en el tema de la
pena de muerte es, como decía el “post” de
Bruno, si la pena de muerte es o no,
entonces, intrínsecamente mala.
Por un lado, parecería que sí, porque lo que dice
ahora el Catecismo ese que la pena de muerte es “inadmisible”, y lo único “inadmisible” en moral, parece, es lo
intrínsecamente malo.
Por otro lado, parece que no, porque durante veinte siglos la Iglesia ha enseñado la
licitud, en ciertos casos, de la
pena de muerte. En el “post” de Bruno
hay textos importantes al respecto.
Y el mismo comentario del
Card. Ladaria a la modificación hecha al Catecismo hoy día en ese sentido dice
que se hace en continuidad con el
Magisterio anterior y sin contradecirlo.
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Por un lado, se apunta a cosas
que hacen pensar que la pena de muerte sí
es intrínsecamente mala.
Por ejemplo, se dice que la
pena de muerte “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.”
Si es así, es intrínsecamente mala, porque la inviolabilidad y la dignidad de la persona no pueden ser algo que dependa de las
circunstancias cambiantes y variables. Es obviamente algo que depende de
la naturaleza misma de la persona humana, y por tanto, invariable.
Pero también se dice que las
enseñanzas pasadas del Magisterio acerca de la licitud en algunos casos de la
pena de muerte “pueden ser explicados a la luz de la responsabilidad primaria de la autoridad pública de tutelar el bien común,
en un contexto social en el cual las sanciones penales se entendían de manera diferente y acontecían en un ambiente en el
cual era más difícil garantizar que el
criminal no pudiera reiterar su crimen.”
O sea, ante todo, circunstancias diversas, para una “explicación”
que no parece ser meramente fáctica,
sino moral, es decir, una justificación moral de porqué en el
pasado se aceptó en algunos casos la pena de muerte.
Pero las circunstancias no pueden cambiar, como dijimos, el carácter intrínsecamente malo de las acciones.
Según esto, entonces, la pena
de muerte no es intrínsecamente mala.
¿Dirá alguien que es la misma naturaleza humana, y
por tanto, la naturaleza de lo que es intrínsecamente
malo y lo que no lo es, lo que
va cambiando con el tiempo?
Eso sería incidir en un relativismo totalmente contrario a la
doctrina católica e incompatible, además, con la noción misma de “acto
intrínsecamente malo”, o sea, malo por naturaleza, porque, si el acto sigue siendo el mismo, o sea, sigue teniendo la misma naturaleza,
y por ella era malo en el pasado, entonces sigue siendo malo hoy día.
Igualmente contraria a
la doctrina católica sería la idea relativista
de un Magisterio eclesial que puede sin
error pasar de decir que algo no es intrínsecamente malo a decir que sí
lo es.
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En ese mismo orden, en el
mismo comentario del Card. Ladaria se citan palabras del Papa Francisco
diciendo que “hoy día la pena de muerte es inadmisible”, mientras que el
texto de la modificación dice que “la pena de
muerte es inadmisible”.
Lo primero pone un carácter temporal, y por tanto, circunstancial, mientras que lo
segundo afirma algo, al parecer, esencial
e intemporal.
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En la nota al pie del
comentario del Card. Ladaria se cita al Pontificio
Instituto Bíblico diciendo que “con el curso
de la historia y el desarrollo de la civilización, la Iglesia ha afinado también las propias posiciones morales con
respecto a la pena de muerte y a la guerra en nombre de un culto a la vida
humana que ella alimenta sin cesar meditando la Escritura y que toma siempre
más color de un absoluto.”
Pero pasar de “no
intrínsecamente malo” a “intrínsecamente malo” sería más
que un “afinamiento”,
sería una pura y simple contradicción.
Que es justamente lo que el texto del comunicado de Mons. Ladaria excluye al hablar de este “desarrollo doctrinal”.
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Por lo que respecta al “absoluto” de
la vida humana, sin más, no se puede mantener.
El mismo documento del Card.
Ladaria dice que “Ciertamente, queda en pie el deber de la autoridad pública
de defender la vida de los ciudadanos, como ha sido siempre enseñado por
el Magisterio y como lo confirma el Catecismo de la Iglesia Católica en
los números 2265 y 2266.”
Y en muchos de esos casos eso
va a significar la muerte violenta de
muchos injustos agresores, lo cual también sería “inadmisible” si
la vida humana fuese en realidad un
absoluto bajo todo punto de vista.
No se venga aquí con el tema del aborto y su despenalización, porque es claro que no tiene
nada que ver la muerte del inocente
con la muerte del culpable y del
agresor injusto.
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Igualmente, otro pasaje del
comentario del Card. Ladaria deja lugar
a preguntas, cuando dice que en el pasado “las sanciones penales se entendían de manera
diferente”.
También el texto de la
modificación dice que “se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de
las sanciones penales por parte del Estado.”
Sin duda, la sociedad puede entender de muchas maneras
distintas el sentido de las sanciones penales, pero ¿son todas ellas
correctas? ¿O ninguna de ellas
lo es? ¿O algunas sí y otras no?
¿No tiene nada que decir la Iglesia,
basada en su doctrina moral y su doctrina social, acerca del sentido último de las penas que se
imponen en la sociedad?
Pues sí, es claro, y en el pasado lo ha dicho, y no ha
hablado solamente de defensa de la
sociedad, ni de rehabilitación
del culpable, sino también, y ante todo, de justicia, de exigencia de reparación del daño infligido a la
sociedad mediante una pena proporcional
al mismo.
Ciertamente que en moral nunca se puede hablar de una
proporcionalidad matemática. Es obvio que el que quita veinte vidas inocentes, por ejemplo, no puede ser ejecutado veinte veces.
Pero por eso mismo, es
entendible que pueda parecer a muchos que ninguna pena menor que la muerte sería “proporcional” en ese caso.
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El argumento de la defensa de la sociedad, por su parte
(el de la rehabilitación del
culpable es claro que no se aplica
en el caso de la pena de muerte) puede llevar, si se lo deja solo, a una
concepción consecuencialista y
relativista según la cual lo único importante para saber si la
pena de muerte es aceptable o no es si existen o no en ese momento en la
sociedad otros medios eficaces de defensa ante los malhechores.
Consecuencialista, digo,
porque utilitarista: allí la
pena de muerte no sería nunca
intrínsecamente mala, pero sí aceptable o no solamente según que no
hubiese o hubiese otros medios de lograr la defensa de la sociedad.
La exigencia de reparación justa por el mal cometido,
por el contrario, no admite esas
variaciones, mientras que el delito siga siendo el mismo y la ofensa a
la sociedad siga siendo la misma.
Además, el argumento de la
defensa de la sociedad ante el malhechor, dejado en soledad, produce una impresión de estrategia egoísta de supervivencia colectiva,
si se deja fuera la idea de la justa
retribución por el mal cometido.
En efecto, el malhechor apresado ya no está en situación
de poner actualmente en peligro a la sociedad, así que si se lo mata solamente en defensa de la misma,
sería por un peligro solamente potencial,
todo lo cual no parece muy acorde con
la dignidad de la persona humana, como sí lo es el caso de una pena que
se aplica por razones de justicia.
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Por eso, cuando el Card.
Ladaria dice que “La enseñanza de Evangelium vitae
fue recogida más tarde en la editio typica del Catecismo de la Iglesia
Católica. En este, la pena de muerte no
se presenta como una pena proporcional a la gravedad del delito, sino
que se justifica solo si fuera «el único camino posible para defender
eficazmente del agresor injusto las vidas humanas», aunque si de hecho «los
casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo suceden muy rara
vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (n. 2267)” no se debe
olvidar que el Catecismo también dice que: “2266 A
la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado
para contener la difusión de comportamientos lesivos de los derechos humanos y
las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública
tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del
delito. La pena tiene, ante todo, la
finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la
pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de
expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la
tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la
medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.” poniéndole
nada menos que un “ante todo“.
Es claro que esa idea de
reparar el desorden introducido por la culpa es inseparable de la proporcionalidad que debe haber entre el
desorden introducido y la pena que lo repara.
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Por otra parte, que algo no sea intrínsecamente malo no
quiere decir que sea obligatorio.
En ese sentido, se podría
decir que la no aplicación de la pena
de muerte no es tampoco intrínsecamente mala, y se podría pensar que se
ha llegado a una situación en la historia de la humanidad en la que ya no es
necesaria.
En esa hipótesis, aplicar la
pena de muerte sería malo, pero no
intrínsecamente, sino por las
circunstancias del entorno, al menos en el sentido de que sería una falta de prudencia de parte del
gobernante, que aplicaría un medio
innecesariamente gravoso.
En todo caso, lo intrínsecamente malo sería la imprudencia
en sí misma considerada, no la pena de muerte.
Quedaría de todos modos en pie
la dificultad de si el gobernante puede
saltearse de ese modo las exigencias de la justicia, que exige una
reparación proporcional del daño causado a la sociedad.
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Por tanto, parece ser la única
interpretación compatible con la tradición católica la que dice que la pena de muerte no es intrínsecamente mala
y por tanto, puede aplicarse
lícitamente en alguna circunstancia pensable, más allá de que esta
circunstancia se dé o no actualmente en
el mundo.
Néstor
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