A
pesar de lo poco que se habla actualmente de él, el ascetismo –la práctica del
sacrificio– es un elemento no negociable de la espiritualidad católica, y por
consiguiente también lo es en la espiritualidad de los matrimonios y las
familias. Como somos pecadores en constante necesidad de purificación, todos
debemos hacer examen de conciencia, hacer penitencia y prepararnos debidamente
para recibir los sacramentos.
El mayor
problema de los tiempos que vivimos –y Pío XII ya se lamentaba de él– es la
pérdida del sentido del pecado. Sin embargo, el problema se ha agravado con la
pérdida por parte de muchos de las costumbres que recordaban al católico su
condición de pecador y su necesidad de penitencia: abstinencia todos los
viernes del año; ayuno diario en Cuaresma en vez de sólo el Miércoles de Ceniza
y el Viernes Santo; y el ayuno eucarístico de la noche anterior, reducido más
tarde a tres horas, y finalmente a una.
Cuando en
1953 Pío XII redujo el ayuno eucarístico que empezaba a la media noche a las
tres horas previas a la Misa, aquello fue recibido como una destacable
concesión a las exigencias de la vida moderna. Y se podría reconocer que era
adecuado a las circunstancias. En 1964, Pablo VI redujo a su vez el ayuno a la
hora que precede a la comunión, lo cual en muchos casos equivale simplemente a
no comer nada durante el camino a la iglesia para oír misa el domingo. ¿Queda algo de sustancia o sentido en el ayuno? Tan
fácil es ayunar durante una hora que ello ha resultado, paradójicamente, en que
muchos católicos se salten el ayuno, ya que, como señala Aristóteles, el poco
por lo que se pierde el fin buscado no parece nada.
Un buen
ayuno eucarístico es señal de que respetamos a Nuestro Señor Jesucristo y
deseamos recibirlo por ser el más importante alimento de nuestra vida. Supone
también una exigencia moral que pone de relieve la obligación de recibirlo
dignamente: presta atención a lo que te propones hacer; medita bien si estás en
gracia de Dios en medida suficiente para acercarte de modo digno al Señor Jesucristo
y recibirle de forma tan íntima. El ayuno de tres horas tenía a la vez la
finalidad de dar al Señor la honra debida y de que yo me examinara para ver si
estaba en condiciones para comulgar. Esta disciplina contribuía a evitar las
comuniones despreocupadas, indiferentes o hechas para quedar bien ante los
demás.
Son
demasiadas las parroquias en que el ambiente contribuye a acabar con la
verdadera fe en el Santísimo Sacramento que la Iglesia Católica confiesa ser
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el que
debemos estar unidos en fe y caridad antes de consumar la unión en un solo
cuerpo. El leccionario del Novus Ordo católico excluye totalmente la
amonestación de San Pablo a hacer examen de conciencia antes de recibir la Eucaristía
(1ª Cor. 11, 27-29), que aparece varias veces en el leccionario tradicional.
Laicos de ambos sexos tocan y distribuyen el Santísimo Sacramento con toda
despreocupación. Una música propia de un centro comercial o de carácter
sentimentaloide impide que los sagrados misterios se perciban como sagrados y
es incapaz de suscitar una actitud de humilde adoración en los fieles.
Prácticamente no hay preparación para la Misa ni acción posterior de gracias.
Todos estos factores combinados banalizan y vulgarizan tanto la recepción de la
Sagrada Comunión que hay que ser ciego para no verlo.
En las
feligresías de Misa Tradicional los fieles suelen ser muy conscientes de que
deben hacer examen de conciencia y, si saben que han cometido algún pecado
mortal, tienen que confesar antes de recibir el Santísimo Sacramento (en las
mismas feligresías, son habituales las confesiones antes de la Misa y durante
ésta los domingos y fiestas de guardar, cosa que se adapta a las necesidades de
los católicos normales. Un sacerdote dice Misa mientras otro confiesa. Durante
la Consagración, se interrumpen momentáneamente las confesiones; y a la hora de
comulgar, el confesor ayuda al celebrante a distribuir la Comunión). No se
observa que todo el mundo se acerque desde cada banco. Quienes están listos
para participar en el banquete místico se acercan para hacerlo, se arrodillan
en reverente adoración, y la mano consagrada del sacerdote les pone al Señor en
la lengua. Se hace todo bien, como Dios manda. El hombre se acerca a Dios y,
tras haber eliminado todo impedimento que estaba en sus manos eliminar, implora
recibir el tremendo obsequio de la vida divina en Cristo.
¿Podría nuestra falta de preparación en (llamémoslo
así a falta de una expresión más exacta) templanza eucarística y
reverencia al Cuerpo del Señor estar relacionada con la ruina experimentada por
la virtud de la castidad en lo que atañe al matrimonio; templanza en lo sexual
y respeto por el cuerpo del cónyuge? Del mismo
modo que a muchos les parece que no hay necesidad de prepararse, esperar y
pedir al Señor la gracia de que los haga dignos de recibir el regalo que nos
hace el Señor de Sí mismo en la Comunión, tampoco les parece necesario
prepararse, esperar e implorar la gracia para recibir el regalo del otro
cónyuge en matrimonio indisoluble mientras uno mismo se prepara para hacerse
digno obsequio para el otro.
En la sociedad en que vivimos –y desgraciadamente también en ambientes
católicos– ya no se ve la necesidad de la castidad previa al matrimonio y en el
matrimonio. Ahora todo es amor libre. Pero el amor libre no vale nada y es
falso. ¿Y acaso no pasa lo mismo con la Comunión? Es
el supremo regalo mutuo de amor: Cristo se me ofrece, y yo a Él. ¿Soy casto por
haberme preparado para ese matrimonio místico con el Salvador y porque nadie
más sea dueño de mi alma? ¿Estoy en condiciones de entregarme por entero a
Él obedeciendo sus mandamientos y enseñanzas? Es indudable que es
siempre será merecedor de mi amor; ahora bien, ¿soy
yo, seré, digno del suyo?
Recuperar
la disciplina del ayuno y la costumbre de que el Santísimo Sacramento sea
distribuido por sacerdotes a comulgantes arrodillados son medios evidentes de
combatir la pandemia de falta de reverencia y la epidemia de comuniones
indignas.
Con el
tiempo, estas medidas pueden también motivar a los casados a tener otro
concepto de sí mismos y de su cuerpo, del cuidado y respeto con que se debe
tratar todo cuerpo cristiano que es templo del Espíritu Santo, y de la
reverencia totalmente de manipulaciones que se debe al cuerpo del cónyuge. Al
fin y al cabo, la intimidad sexual conyugal consiste en la entrega mutua según
las condiciones fijadas por Dios, no en la explotación consensuada.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)
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