Una preciosa
catequesis del Papa polaco hace 21 años.
La comunidad filipina tiene
toda una celebración vinculada a la creencia tradicional de que el Jesús
Resucitado seguramente debió haber elegido visitar a su Madre primero, incluso
antes de que María Magdalena lo viera fuera de la tumba.
Esta creencia fue reflejada
por el Papa Juan Pablo II en la audiencia general del 21 de mayo de 1997.
Te ofrecemos sus palabras para
disfrutar hoy (los subrayados en negrita son nuestros):
1. Después de que Jesús es
colocado en el sepulcro, María “es la única que
mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y
sorprendente de la Resurrección”. La espera que vive la Madre del Señor
el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la
oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la
vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las
promesas divinas.
Los evangelios refieren varias
apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre.
Este silencio no debe llevarnos a
concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al
contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los
evangelistas no lo refieren.
Suponiendo que se trata de una
“omisión”, se podría atribuir al hecho de
que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a
la palabra de “testigos escogidos por Dios” (Hch
10, 41), es decir, a los Apóstoles, los cuales “con
gran poder” (Hch 4, 33) dieron testimonio de la resurrección del
Señor Jesús. Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres
fieles, por su función eclesial: “Id, avisad a mis
hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10).
Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús
resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que
negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio
demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.
2. Los evangelios, además,
refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no
pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los
cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda una aparición “a más de quinientos hermanos a la vez” (1 Co 15,
6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los
evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que
otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y
notorios, no quedaron recogidas.
¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los
discípulos (cf. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se
encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?
3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús
resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del
grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16,
1; Mt 28, 1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya
se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada
también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por
voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie
de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.
En efecto, a una de ellas,
María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a
los Apóstoles (cf. Jn 20, 17-18). Tal vez, también este dato permite
pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en
la prueba conservó íntegra su fe.
Por último, el carácter único
y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con
su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación
particularísima en el misterio de la Resurrección.
Un autor del siglo V, Sedulio,
sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante
todo a su madre. En efecto, ella, que en la Anunciación fue el camino de su
ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la
resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del
Resucitado, ella anticipa el “resplandor” de
la Iglesia (cf. Sedulio, Carmen pascale, 5, 357-364: CSEL 10, 140
s).
4. Por ser imagen y modelo
de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se
encuentra con él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su
Hijo resucitado, para gozar también ella de la plenitud de la alegría pascual.
La Virgen santísima, presente
en el Calvario durante el Viernes santo (cf. Jn 19, 25) y en el cenáculo
en Pentecostés (cf. Hch 1, 14), fue probablemente testigo privilegiada
también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos
los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo
resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr
su plena realización mediante la resurrección de los muertos.
En el tiempo pascual la
comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: Regina caeli, laetare. Alleluia. “¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!”. Así
recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús, prolongando en el
tiempo el “¡Alégrate!” que le dirigió el
ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en “causa
de alegría” para la humanidad entera
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