Fantástica labor que
pueden desarrollar los abuelos respecto a la educación en la fe de sus nietos.
Por: José Rafael Sáez March | Fuente: Catholic.net
Por: José Rafael Sáez March | Fuente: Catholic.net
“Evoco el recuerdo de
la fe primero sincera que tú tienes, fe que arraigó en tu abuela Loida y en tu
madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti”. (II Tim 1, 5)
Estamos en una cultura –ya no sé si llamarla
contracultura– muy cruel con los ancianos, por mucho que el neolenguaje creado
por los gobernantes huya de la palabra “vejez” para
cambiarla por “tercera edad” y del término “viejo” para sustituirlo por “persona mayor”. Todos sabemos que en una sociedad como la nuestra, en la cual el valor de
las personas está en función de su eficacia productiva, aquellos individuos
cuyo vigor ya entra en la fase de declive interesan muy poco. Se les
considera una carga social inútil y más bien molesta. Por mucho que se esconda
tras otros argumentos, la eutanasia, próximo paso en el avance de la cultura de
la muerte, está relacionada de forma muy estrecha con esta desgraciada
concepción de la vejez.
Que nadie se engañe con las medidas del gobierno
respecto a la prolongación de la edad de jubilación. El argumento oficial es
que ha aumentado la esperanza de vida saludable, lo cual es cierto, y que hoy
en día una persona de 65 años todavía suele estar en plenas facultades para el
trabajo. Muy bonito, pero no creo que a nadie se le escape que tal medida,
además de taponar la imprescindible entrada de los jóvenes en el mundo laboral,
necesaria para abrirse paso en la vida adulta e independiente, no es más que
una forma “in extremis” de reducir el gasto
social de un Estado arruinado, gobernado por personajes ineptos para generar
riqueza, paliar los efectos de la crisis económica y sostener el sistema de
pensiones de jubilación.
Un sucinto repaso a los datos demográficos
oficiales del INE (N. de la R: se refieren a España), nos indica que nuestra
pirámide poblacional está insosteniblemente invertida y envejecida. Es una
realidad que la proporción de ancianos aumenta, lo cual no es ningún problema,
ni mucho menos. El verdadero y gravísimo problema está en que no nacen
suficientes niños para equilibrar la balanza. Nuestros mayores merecen todo nuestro respeto, nuestra gratitud y nuestra
admiración. Su lugar y función en la familia y en la sociedad es
imprescindible. Es una aberración y una insensata pérdida que sean con tanta
frecuencia relegados a segundos o terceros planos, aparcados en residencias y
abandonados a la soledad. Algo tan moralmente indigno es, además, una lastimosa
pérdida social.
Hemos avanzado técnicamente de forma
vertiginosa, pero al parecer, no mucho en humanidad. Las sociedades primitivas
sabían reconocer el valor de sus mayores mucho mejor que las modernas y
posmodernas. La veteranía era un grado. La sabiduría que otorga la experiencia
de una larga vida era considerada de tal valor, que los ancianos, cuando no
eran los dirigentes directos de los pueblos, eran al menos respetados
consejeros. El término “senado” viene de una raíz latina que significa
“anciano”. Lo mismo que la palabra “presbítero”,
esta vez de origen griego, usada por la Iglesia para designar a los
ministros con “segundo grado” de
participación en el orden sacerdotal, por encima de los diáconos y por debajo
de los obispos.
A los ancianos se les asignaba también un papel
esencial en la educación de los jóvenes. Los primeros esbozos de la “escuela” fueron los grupos de niños y
adolescentes que se reunían en torno a los venerables ancianos de los
primitivos clanes para recibir de ellos todo tipo de enseñanzas, la sabiduría
acumulada por su pueblo. La curiosidad infantil y el inquieto ardor juvenil se
combinaban a la perfección con la serena autoridad de los más viejos, para
producir un hecho educativo de altísimo valor para todos. Hoy en día, toda esta
riqueza casi se ha perdido por completo. Los abuelos son “utilizados” como meros canguros mientras se valen
para ello y, cuando les fallan sus facultades, son apartados de en medio sin contemplaciones.
Desde luego, hay abuelos que no cumplen bien su misión y se entrometen en la vida
conyugal y familiar creando más problemas, conflictos e inseguridad que otra
cosa. Pero son los menos. En realidad, el papel de los abuelos, en aquellas familias
que todavía saben respetar su lugar, suele ser magnífico, sobre todo en
relación con sus nietos. Enumerar todos los beneficios educativos de una
buena relación entre ambas generaciones, sobrepasa con mucho la extensión
aceptable de un simple artículo. Resumiré mucho, por tanto. Para empezar,
afirmaré que el papel de los padres y de los abuelos, lejos de entorpecerse, se
complementan y se necesitan entre sí.
La función y la consiguiente responsabilidad de
la crianza y educación de los hijos recae, de hecho y de derecho, sobre los
padres. Los abuelos tienen bien ganado
el derecho a “descansar” de esa tarea que ya
hicieron con sus hijos. Dicho en otras palabras, pueden e incluso "deben" permitirse el lujo de ser
prudentemente “consentidores” con sus
nietos. Si los padres saben estar en su sitio, son ellos quienes detentan la
autoridad y quienes deben imponer límites y normas. Los abuelos actúan entonces
como factor suavizador que ayuda a dar equilibro a la balanza educativa
familiar. Eso sí, no deben desautorizar jamás a los padres, menos aún delante
de los nietos.
Otra
importante ganancia educativa que proporcionan los abuelos es la curiosa
capacidad que tienen para establecer relaciones de complicidad -en el mejor
sentido de la palabra- con los nietos. Es
curioso que muchos adolescentes tengan más confianza para hablar de ciertos
temas con sus abuelos que con sus padres. Es como si las barreras
generacionales padres-hijos no funcionasen igual entre abuelos-nietos. Los
abuelos suelen tener un “sexto sentido” para
detectar problemas y estados de ánimo que tantas veces se escapan a los padres.
Y los jóvenes parecen intuir que la sabiduría y la comprensión de sus abuelos
va a serles de especial utilidad.
Los
abuelos, además, son los “historiadores” de
la familia. Quizá comiencen ya a no recordar bien los hechos
recientes, pero se acuerdan a la perfección de toda la historia familiar. Las “batallitas” que con harta frecuencia enervan a
sus hijos, son acogidas con insaciable curiosidad por los nietos, ávidos de
conocer detalles de sus ancestros y encontrarse inmersos en una larga historia
llena de acontecimientos sorprendentes e interesantes personajes desconocidos. A esta “memoria
histórica” hay que añadir la transmisión de los saberes de la
experiencia y los contenidos y valores de la tradición cultural familiar, algo
que los abuelos saben hacer como nadie.
Por último, ya sabiendas de que apenas he rozado
el tema, he de destacar la fantástica
labor que pueden desarrollar los abuelos respecto a la educación en la fe de
sus nietos, especialmente en esta generación repleta de padres medio
herederos de aquel mayo del 68 francés, que apenas tienen fe y cuya cultura
religiosa suele ser deplorable. Una labor cuyos ecos se reflejan tan bien en el
fragmento de la Segunda Epístola de San Pablo a Timoteo que encabeza este
artículo.
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