Medita detenidamente en cada parte del “Acordaos”,
antigua oración que nos hace buscar la intercesión siempre amorosa de nuestra
Madre del cielo.
“Cada oración a María Santísima nos adentra en su Corazón Dulcísimo, y,
en consecuencia, en el Corazón de Cristo, Corazón de Dios”.
La
oración a la que ahora quiero referirme es muy antigua -más aún que San
Bernardo- conocida por su primera palabra: «Acordaos»;
o en latín: Memorare. Así comienza: “Acuérdate,
oh piadosísima -oh, cariñosísima- Virgen María…” Decimos: ¡Acuérdate!, y quizá cabría esperar una respuesta de un
estilo semejante a éste: -¿Que me acuerde, hijo? ¿Tú vas a recordarme a Mí
algún asunto tuyo? ¿Puede olvidarse una madre del hijo de sus entrañas? Pues
mira, aunque alguna se olvidara, yo jamás me olvidaré de ti(1).
Pero
María no desdeña nuestros ingenuos modos. Sabe que somos niños en la vida
espiritual, y los niños son olvidadizos. Sabe que nos conviene recordar que
Ella no olvida, que es humanísima, la más humana de las criaturas. Por eso nos
comprende bien y le gusta oírnos decir: “¡acuérdate…!”.
Así percibe el calor de nuestra filiación sentida. Ve que nos
comportamos con la naturaleza del hijo: ¡mamá, no te olvides de comprarme
aquello…! Y la madre sonríe y piensa: ¡qué sabes tú de la inmensidad de mi
cariño!
EL ¡OH!
Ciertamente,
no sabemos bien las maravillas escondidas en el corazón de María. Pero nos
bastan las de antiguo conocidas para enmudecer de asombro al mirarla: ¡Oh,
cariñosísima Virgen María! Ese «¡oh!» del «Acordaos» -como el de tantas otras plegarias
marianas- es la síntesis de un inconmensurable discurso, resumen de una inmensa
biblioteca dedicada a la obra maestra de Dios. En latín, la nuestra es una “O” sin hache, interjección que los gramáticos
entienden, no como una parte más de la oración, sino como una oración entera,
elíptica, donde el sentimiento -asombro, sorpresa, alegría…- domina a quien
habla y le obliga a suprimir palabras. Aquí una sola letra, la “O”, las contiene todas, en un doble sentido,
tanto invocativo como admirativo.
En
nuestra indigencia, alzamos nuestra mirada al Cielo y – al verla-, invocar y
admirar es todo uno. En un sólo instante, se concentra a la vista toda la
belleza y gracia posible en una criatura, y el corazón sufre un dulce
sobresalto: ¡Oh…! Es una «O» larga, rotunda -sin reservas, sin aristas, sin
ángulos vacíos- como el mundo, como el universo, magna -en su intención- como
Ella. En latín, la «O» anda solitaria; en
castellano, seguida de hache muda, porque mudos quedamos en el asombro súbito.
Conocemos
un «¡Oh!» magnífico de Jesús: aquél ante la
fe -encendida, ingeniosa, tenaz- de la encantadora madre cananea: ¡O mulier!, ¡Oh mujer, grande es tu fe! (2).
Asombra la admiración de Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.
¡Cómo no
se admiraría Jesús, mucho más aún, ante la fe colosal, la esperanza, el Amor,
la plenitud de gracia de su Madre Virgen! Qué profundidad y riqueza de matices
tendrían sus «!Oh…!», íntimos, al mirarla en
silencio. Así quisieran ser los nuestros. Y lo son, porque Jesús se nos da
entero y nos presta, gustosísimo, todo lo suyo: «todo
lo mío es tuyo», nos dice (3).
«Acuérdate, oh piadosísima -oh cariñosísima- Virgen María, que jamás se
ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu
asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti». Jamás se ha oído decir, jamás se dirá. Bastaría
recordar aquellos Milagros de Nuestra Señora, narrados con encantadora
ingenuidad por Gonzalo de Berceo, expresión poética de realísima experiencia
universal. Sí, Ella, purísimo milagro de la gracia divina, no cesa de obrar
milagros en las almas de sus hijos, y atiende toda súplica: es Omnipotencia
suplicante, y Madre en plenitud de sentido.
UN VALIOSO TÍTULO:
«PECADOR CONTRITO»
Por eso,
yo, animado, alentado, confortado con esa confianza, con esa fe esperanzada, a
tí acudo Madre, Virgen la más excelsa de las vírgenes; ad te venio…, a ti
vengo, sin perder un instante, corriendo, como un niño -lo que soy- a su madre,
veloz en el peligro, en la necesidad, en el miedo o en la angustia, con segura
certeza del «jamás» haberse oído contar excepción alguna a tus cuidados
exquisitos sobre quienes admirados te invocan.
En tu
misericordia inaudita no nos tratas como merecen nuestros pecados, negligencias
u olvidos. Al contrario, cuando te invoca un pecador le atiendes con particular
solicitud. Para tí, «pecador» es como un título que demanda amor más grande.
Por eso, coram te gemens peccator accedo,
en el «Acordaos», de intento me presento
como lo que soy: pecador, un pecador contrito, con un gemido de amor encendido
en el dolor de haberte ofendido ofendiendo a Jesús, fruto bendito de tu
vientre.
Acudo a
tí sucio, roto, desastrado, sin ocultarte miseria alguna, persuadido de que una
madre atiende primero al hijo más necesitado. Jamás se ha visto a un hijo tan
sucio que no lo pueda limpiar una madre. Con esta firme confianza a ti acudo, a
ti vengo. Vengo del lodo a la más pura nitidez; vengo de la miseria a la
misericordia; de la indigencia al poder; de la fragilidad a la fortaleza; de la
soberbia a la humildad; de la desgracia a la gracia en plenitud; de la
ignorancia al Asiento de la Sabiduría.
MADRE DEL VERBO
Oh, Madre
de Dios, no deseches mis humildes súplicas: Noli,
Mater Verbi, verba mea despicere. Tú
que eres la Madre del Verbo, porque el Espíritu Santo te cubrió con su sombra y
el Verbo se hizo carne en tu seno Virginal; tú, en quien habitó corporalmente
la Palabra subsistente, única, del Padre, en la que «se
hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (4)
y es fuente y resumen de toda verdad (6); tú, la criatura que más y mejor ha
comprendido la palabra suprema; que eres el Asiento de la Sabiduría, ¿cómo no
vas a comprender mis palabras, éstas que de algún modo proceden de la Palabra
única, como fruto de la moción del Espíritu, Espíritu de tu Hijo y Esposo tuyo?
¿Cómo no vas a escuchar mi verbo, Madre del Verbo? ¿Cómo no vas a poner toda tu
sabiduría y omnipotencia suplicante al servicio de mi palabra llena de fe y de
confianza, de esa sabiduría que en ti misma se aprende? ¡Oh, Madre de Dios, qué
seguridad confiere esa oración de tan sabrosas remembranzas!
¿Será
menester proseguir? Sed audi propitia et exaudi,
escucha propicia mi plegaria, acógela indulgente, con benevolencia. Sé que no
tienes otro modo de atender, pero una vez más te recuerdo a ti, para recordar
yo; para tener en presente que para ti no hay pasado ni futuro, porque vives
inmersa en Dios eterno. Tu memoria lo abarca todo. Y si yo recordara siempre el
futuro, estaría siempre rezando el Acordaos, recordándome que recuerdas.
¡Acuérdate!,
es un canto de confiado amor que quisiera vibrar en todos los corazones de la
tierra. ¡Que todos se sientan seguros bajo tu amplísimo manto! ¡Que yo no
pierda nunca esa confianza! ¡Que nadie la pierda! ¡que todo el mundo la gane!
¡Que se acuerde de que jamás se ha oído decir y jamás se dirá que ninguno de
los que a ti acuden haya sido abandonado! ¡Que todos nos acordemos de
recordártelo y te presentemos sin cesar humildes nuestras súplicas!
A ti
hemos de acudir en todas nuestras necesidades, y en las de las personas que
amamos. Quizá se encuentran lejos en el espacio; quizá sufran alguna
tribulación o desmayo, se agota su fe o su esperanza, se enfría el amor, se
cimbrea su fidelidad, y nada podemos hacer… sino rezar. ¡No es poco! Es mucho,
lo primero, lo más valioso y eficaz. Rezamos el Acordaos, y el sentimiento de
impotencia cede ante la «Omnipotencia» patente;
se abre paso la certeza de la proximidad, de la unión íntima en la Comunión de
los Santos: somos uno, como el Padre y el Hijo son uno. Nuestra oración alcanza
los extremos más lejanos, porque tu manto azul abraza el horizonte entero de la
humanidad.
Rezamos
los unos por los otros -sobre todo por quienes más lo necesiten- y se cumple a
menudo la graciosa seguiriya gitana: Ar venir er día Yegan mis tormentos; En yegando á las
oraciones Recobro el aliento. Es el aliento del Espíritu que nos
alcanza por quien está del Espíritu Santo llena y es por eso Mediadora de todas
las gracias, Consoladora de los afligidos, Refugio de los pecadores, Causa de
nuestra alegría, Fortaleza en la batalla, Corazón que nos estrecha a todos con
un lazo único.
CARA A LA IGLESIA
UNIVERSAL
Ciertamente,
«no se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en
nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas
problemas personales. María lleva a Jesús, y Jesús es «primogénito entre muchos
hermanos». Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no
puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los
demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha
de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las
almas.
«(…) Impregnados de este espíritu, nuestros rezos, aun cuando comiencen
por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre escurriendo por
los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen
Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque
todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre» (6).
Rezar por
otros el «Acordaos», es decirte a ti, Madre nuestra, lo que tú dijiste a Jesús:
«No tienen vino» (7). ¿Cómo podrías
resistirte a tu misma oración? De nuevo habrá milagro. Quizá poquito a poco,
pasito a paso, pero lo habrá. El sarmiento se unirá de nuevo a la cepa, o se
unirá más -que en las viñas del alma no hay límite para la unión-, y a su
tiempo brotarán racimos dorados, copiosos, sabrosos, de buen vino para el altar
y para la alegría de la vida cotidiana; vino que, sobre el ara, se transformará
en la Sangre redentora de tu Hijo, y recorrerá las venas de nuestras almas -en
expresión del beato Josemaría Escrivá- con el bullir limpio y sobrenatural de
la sangre de familia.
OH, MADRE DEL VERBO
-¡OH…!-, ESCUCHA MI VERBO.
Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir, que
ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia, y
reclamando tu socorro, haya sido abandonado por tí. Animado con esa confianza, a ti acudo, Madre, la más excelsa de las
vírgenes; a ti vengo, a ti me acerco, yo, pecador contrito. Madre del Verbo, no
desprecies mis palabras, antes bien
escúchalas y acógelas benignamente. Así sea.
1 Cfr. Is 49, 14-15.
2 Mt 15, 21.
3 Lc 15, 31.
4 Col 2, 3.
5 Eccli 1, 5.
6 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, núm. 145.
7 Jn 2, 3.
Antonio Orozco Delclós
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