Una buena teología
orienta y determina que pueda darse una buena pastoral, así como una vida
espiritual sólida, con solera; pero la ausencia de una buena teología, se presta a las
veleidades de unos y otros, a las buenas intenciones y entusiasmos de unos y
otros y, por tanto, a la creatividad salvaje, la improvisación y los cambios.
Para alcanzar el meollo
de la cuestión, la participación de los fieles en la liturgia (interior,
consciente, activa, externa, plena, fructuosa, devota… adjetivos de la Constitución
Sacrosanctum Concilium), se requiere una buena teología que vaya a lo central,
en este caso, una teología que ahonde en el sacerdocio bautismal de todo el
pueblo santo de Dios. Es este sacerdocio común, conferido por Cristo con su
Espíritu Santo, el que determina el modo y la calidad de la participación en la
liturgia. Todos deben participar en la santa liturgia en razón de que han sido
constituidos sacerdotes para nuestro Dios.
Este sacerdocio
es llamado “sacerdocio bautismal” y “sacerdocio común”, diferente del “sacerdocio ministerial” en esencia y no solamente
en grado: “El sacerdocio común de los fieles y el
sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo
en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su
manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10). Los sacerdotes reciben
el ministerio, que es distinto en su esencia, para el servicio de los fieles,
para la santificación del pueblo cristiano y como ayuda para que todos vivan
santamente su sacerdocio bautismal: “El sacerdocio
ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo
sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo
ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios” (Ibíd.).
Por el bautismo y
la confirmación, Dios hace de sus hijos
un pueblo santo, sacerdotal, para que vivan a Él consagrados en el mundo;
así se entiende que podamos pedir en oración: “Rey
todopoderoso, que por el bautismo has hecho de nosotros un sacerdocio real, haz
que nuestra vida sea un continuo sacrificio de alabanza” [1].
La carta a los
Hebreos muestra a Cristo como el sumo sacerdote que ha ofrecido un sacrificio
perfecto y ha entrado en el santuario del cielo, intercediendo por todos. Su
sacrificio ha sido Él mismo en su cuerpo, no ofreciendo nada exterior a sí
mismo, ni es un sacerdocio ritual, repitiendo los mismos sacrificios año tras
año. Cristo sacerdote ha ofrecido el único Sacrificio de una vez para siempre.
Jesucristo es el sumo sacerdote de los bienes definitivos.
“En la Carta a
los Hebreos se afirma, de forma clara y convincente, que Jesucristo ha
cumplido con toda su vida y sobre todo con el sacrificio de la cruz, lo
que se ha inscrito en la tradición mesiánica de la Revelación divina. Su
sacerdocio es puesto en referencia al servicio ritual de los sacerdotes de
a antigua alianza, que sin embargo Él sobrepasa, como Sacerdote y como
Víctima. En Cristo, pues, se cumple el eterno designio de Dios que dispuso
la institución del sacerdocio en la historia de la alianza” (Juan Pablo II, Audiencia
general, 18-febrero-1987).
Explica
Orígenes la acción sacerdotal plena de Jesús:
“Una vez al año el sumo sacerdote, alejándose del pueblo, entra en el
lugar donde se halla el propiciatorio, los querubines, el arca del testamento,
y el altar del incienso, en aquel lugar donde nadie puede penetrar, sino sólo
el sumo sacerdote. Si pensamos ahora en nuestro verdadero sumo sacerdote,
el Señor Jesucristo, y consideramos cómo, mientras vivió en carne mortal,
estuvo durante todo el año con el pueblo, aquel año del que él mismo dice: Me
ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar el año de
gracia del Señor, fácilmente advertiremos que, en este año, penetró una sola
vez, el día de la propiciación, en el santuario: es decir, en los cielos,
después de haber realizado su misión, y que subió hasta el trono del Padre,
para ser la propiciación del género humano y para interceder por cuantos creen
en él” (Orígenes, Hom. in Lev., 9,5).
Jesucristo sumo y
eterno sacerdote ha ofrecido un sacrificio perfecto para la expiación de los
pecados, al asumir nuestra humanidad en su encarnación y ofrecerse en el árbol
de la cruz. Él es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima y altar
[2].
Los sacrificios del Antiguo Testamento, que una y otra vez se repetían por su
incapacidad para expiar, eran sólo anuncio y profecía del sacrificio perfecto
de Cristo.
“Según la
doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima
de suave olor. Él fue quien como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote
que era, penetró una sola vez en el santuario, no con la sangre de los toros y
los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que
significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el Santo
de los Santos. Él es quien en sí mismo poseía todo lo que era necesario
para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y
el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos
reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos,
el Dios con quien nos hemos reconciliado” (S. Fulgencio de Ruspe, Regla de la verdadera fe, 22,63).
El sacerdocio de
Cristo, eterno y para siempre, que no proviene de medios humanos ni de
genealogía, sino “según el rito de Melquisedec” (cf.
Sal 109), de origen divino, es comunicado a todos los miembros de su Cuerpo, la
Iglesia; los que son de Cristo quedan hechos partícipes de su sacerdocio eterno
y definitivo: “Que constituiste a tu único Hijo
Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y
determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único
sacerdocio. El no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su
pueblo santo…” [3]
Este sacerdocio tiene dos modalidades: el sacerdocio bautismal de todos los
fieles y el sacerdocio ministerial por el sacramento del Orden, diferentes en
esencia y no sólo en grado.
Todo el pueblo
cristiano participa de la cualidad sacerdotal de su Señor: “Señor Jesús, sacerdote eterno, que has querido que tu
pueblo participara de tu sacerdocio, haz que ofrezcamos siempre sacrificios
espirituales agradables a Dios” [4].
Vemos, pues, la verdad y contundencia de las palabras del Apocalipsis: “has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de
sacerdotes” (Ap 5,10).
2. OFRECER, ORAR Y SANTIFICARSE
El sacerdocio común de
los fieles es llamado también sacerdocio bautismal porque es en los sacramentos
de la Iniciación cristiana donde se recibe, originando una participación nueva,
óntica, de todo nuestro ser, en la Persona y misión del Salvador. En las aguas
bautismales nace un pueblo nuevo, ya consagrado al Señor, pueblo sacerdotal.
El sacerdocio bautismal
nace de nuestra regeneración en Cristo y de la unción con el Espíritu Santo:
“La
señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del
Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio
de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben
saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más
regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay
más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas
víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?” (S. León Magno,
Serm. 4,1).
En ese sentido, destaca
la interpretación patrística de la Unción post-bautismal con el santo Crisma:
“Al salir de la piscina bautismal, fuiste al sacerdote. Considera lo
que vino a continuación. Es lo que dice e salmista: Es ungüento precioso en la
cabeza, que va bajando por la barba, que baja por la barba de Aarón. Es el
ungüento del que dice el Cantar de los cantares: Tu nombre es como un bálsamo
fragante, y de ti se enamorar las doncellas. ¡Cuántas son hoy las almas
renovadas que llenas de amor a ti, Señor Jesús, te dicen: Arrástranos tras de
ti; correremos tras el olor de tus vestidos, atraídas por el olor de tu
resurrección! Esfuérzate en penetrar el significado de este rito, porque
el sabio lleva los ojos en la cara. Este ungüento va bajando por la barba, esto
es, por tu juventud renovada, y por la barba de Aarón, porque te convierte en
raza elegida, sacerdotal, preciosa. Todos, en efecto, somos ungidos por la
gracia del Espíritu para ser miembros del reino de Dios y formar parte de su
sacerdocio” (S. Ambrosio, De Mist., 29-30).
Somos sacerdotes por el bautismo, un
sacerdocio santo, por el cual y ante todo, dirá San Pedro, ofrecemos
“sacrificios espirituales” (1P
2,5).
“Y sacerdocio real porque están unidos al cuerpo de aquel que
es rey soberano y verdadero sacerdote, capaz de otorgarles su reino como rey, y
de limpiar sus pecados como pontífice con la oblación de su sangre. Los llama sacerdocio
real para que no se olviden nunca de esperar el reino eterno y de seguir
ofreciendo a Dios el holocausto de una vida intachable” (Beda el
Venerable, Com. a la Primera Carta de san Pedro).
Este sacerdocio común se destina a
ofrecer sacrificios espirituales, y entre estos sacrificios, destaca la oración;
ésta es un sacrificio puro y constante que se eleva en honor de Dios y que
intercede por todos. Así pues, la vida de oración, tanto en privado como en la
oración común y litúrgica es un sacrificio que se ofrece en razón del
sacerdocio bautismal. Será oración espiritual, pura, si va acompasada con una
vida santa, ofrecida a Dios, y con obras buenas, de misericordia y bondad:
“La oración es el sacrificio espiritual que abrogó los antiguos
sacrificios. ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios?, dice el Señor.
Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de
toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos? Lo
que Dios desea, nos lo dice el evangelio: Se acerca la hora, dice, en que los
que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque
Dios es espíritu, y desea un culto espiritual. Nosotros somos, pues,
verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y
ofrecemos a Dios nuestra oración como aquella víctima propia de Dios y acepta a
sus ojos. Esta víctima, ofrecida del fondo de nuestro corazón, nacida de la fe,
nutrida con la verdad, intacta y sin defecto, integra y pura, coronada por el
amor, hemos de presentarla ante el altar de Dios, entre salmos e himnos,
acompañada del cortejo de nuestras buenas obras, y ella nos alcanzará de Dios
todos los bienes” (Tertuliano, De orat., 28).
Por el sacerdocio
eterno de Jesucristo, del cual participamos, ofrecemos nuestra oración al Padre
por su medio. La oración no es un sentimiento privado ni un desahogo
momentáneo, sino una plegaria que se desarrolla en comunión con Cristo, y se
eleva a Dios por el sacerdocio de Cristo, nuestro Mediador e Intercesor. Por
eso orar es un ejercicio del sacerdocio común que se ejerce en virtud de la
unión con Cristo Sacerdote; orar “sin cesar” (1Ts
5,17), “sed asiduos en la oración” (Rm
12,9), es misión y oficio de los bautizados por su sacerdocio.
“Teniendo
ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: Por su medio,
ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto
de unos labios que profesan su nombre. Por él, pues, ofrecemos el sacrificio de
nuestra alabanza y oración, ya que por su muerte fuimos reconciliados cuando
éramos todavía enemigos. Por él, que se dignó hacerse sacrificio por nosotros,
puede nuestro sacrificio ser agradable en la presencia de Dios. Por esto, nos
exhorta san Pedro: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la
construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para
ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Por este
motivo, decimos a Dios Padre: «Por nuestro Señor Jesucristo»” (S.
Fulgencio de Ruspe, Carta 14,36).
Pero igualmente es oficio
sacerdotal el sacrificar, el ofrecer el sacrificio. En el Antiguo Testamento,
de pie, el sacerdote ofrecía víctimas en el altar del Templo; Cristo de pie en
la cruz, “elevado”, “levantado sobre la tierra”, ofreció
como Sacerdote el sacrificio de sí mismo. Ahora los bautizados, unidos a Cristo
en la Cruz, también ofrecen como sacerdotes, no ya víctimas y animales, sino se
ofrecen a sí mismos junto con Cristo (especialmente en la Eucaristía), ofrecen su
corazón y el ejercicio de las virtudes cristianas, del trabajo, de las obras. Propio del sacerdote es sacrificar y ofrecer y
ahora, por el sacerdocio bautismal, es propio de nuestra vida sacrificar y
ofrecer oblaciones espirituales y santas.
Entregamos nuestro
corazón con la confesión de nuestros pecados y el reconocimiento de su
misericordia y esa ofrenda de nuestro corazón contrito, humillado, amasado con
lágrimas de expiación, es sacrificio santo:
“Si
te ofreciera un holocausto - dice-, no lo
querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De
ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y
humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques
en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a
buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo
que hay que quebrantar” (S. Agustín, Serm. 19,3).
El mejor y más alto
sacrificio es unirse a Cristo Sacerdote, entregándose a Dios, ofreciéndose a
Él, para que Él tome de nosotros lo que le plazca, sin reservarnos nada.
“Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni corderos con cuernos y uñas, más
muertos que vivos y desprovistos de inteligencia, sino más bien ofrezcamos a
Dios un sacrificio de alabanza sobre el altar del cielo, unidos a los coros
celestiales. Atravesemos la primera cortina, avancemos hasta la segunda y
dirijamos nuestras miradas al Santísimo. Yo diría aún más: inmolémonos
nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas
nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su
Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre,
subamos decididamente a su cruz” (S, Gregorio Nacianceno, Serm.
45,23-24).
Javier Sánchez
Martínez
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