EL ENIGMA DE THOMAS MERTON
En la Biografía que escribió
de su buen amigo desde la juventud -Thomas Merton- el escritor y artista Edward
Rice cuenta que a una dama oriental que le preguntó qué estaba haciendo, le
contestó que “estaba escribiendo un libro sobre
un inglés que se hizo comunista, luego católico, más tarde monje trapense y
finalmente budista; en ese momento, habiendo alcanzado su vida la plenitud,
murió”. Tal descripción del popular monje fallecido hacía poco sentó
muy mal en círculos católicos norteamericanos y peor todavía en su abadía de
Gethsemani, de la que salieron en defensa de la identidad católica de Merton,
cuyo cuerpo yacía como el de un monje más en el cementerio monástico.
Esta anécdota nos sirve
como punto de partida para recordar a ese gran enigma que fue Thomas Merton.
Sobre él comenta el experto historiador del monacato benedictino, García M.
Colombás en su libro “La tradición benedictina”, que
nos sirve de base para estas líneas: “Es un
mundo, un universo. Lleno de luces y sombras, de afirmaciones rotundas y de
dudas lacerantes. ¿Quién fue realmente Thomas Merton? Ni él mismo logró
dilucidarlo” De él se ha dicho también que fue “el monje más famoso del mundo” (Linage
Conde) e incluso “una suerte de San Bernardo del
siglo XX” (Dom Jean Leclerq). Pero, ¿realmente fue tal?
Sigue diciendo el P. García
Colombás que “tanta es la devoción que los
‘mertonianos’ profesan a su maestro y caudillo que no dudan en darle la razón
en todo y aún en canonizar sus yerros como gracias especialísimas de Dios. Lo
que no está en modo alguno de acuerdo ni con la verdad ni con lo que él deseaba”.
Su fama la conocemos todos como escritor best-seller traducido a casi
todos los idiomas de la tierra, pero, quizás muchos no conozcan sus
yerros, que difícilmente encontramos divulgados en los muchos libros que hablan
del famoso monje.
Nacido en Prades, Francia, el
31 de enero de 1915 -se acaba de celebrar el centenario- de padre neozelandés y
madre norteamericana, perdió a su madre a los 6 años y a su padre a los 18, lo
cual le influyo toda su vida, como él mismo escribirá años después. Creció en
Inglaterra y tras una azarosa y apasionada vida de estudiante universitario de
letras en Cambridge y después en Columbia, en Nueva York -en la cual tuvo un
hijo con una amiga y a través de abogados se aseguró de no tener que volver a
ver nunca más ni a la madre ni al hijo- ya al final de los estudios a través de
amigos conoció a un monje hindú el cual le cambió su vida: Le recomendó con
gran sentido común que si quería profundizar en la espiritualidad se leyese
primero a los místicos occidentales. Esto le llevó a leer las Confesiones de S.
Agustín y la Imitación de Cristo. Eran los primeros pasos que le llevaron a la
conversión y a recibir el bautismo en noviembre de 1938.
A partir de su conversión
empezó a rondar en su cabeza la idea de la vida religiosa y lo intentó primero
con los Franciscanos de Nueva York, pero estos, escandalizados por su pasado,
no se atrevieron a aceptarlo. Mientras tanto había conocido a los Trapenses de
Gethsemani (Kentucky) y había quedado fascinado por su vida, pues eran tiempos
de bonanza para la abadía y no faltaban las vocaciones, la comunidad florecía.
Sus deslices de tiempos de universitario no fueron un obstáculo para que los
Trapenses le admitiesen, pues en efecto en aquellos tiempos la vida de la Trapa
se veía fundamentalmente como un camino de dura vida penitencial. Pero supuso
también romper con su vida anterior, regalar sus ropas y sus libros, olvidarse
de sus aspiraciones literarias que le habían hecho soñar con un gran porvenir
en el mundo de las letras, con las cuales había hecho ya sus primeros pinitos,
y sumergirse en las tierras perdidas de Kentucky, cosa que hizo en febrero de
1942. Al comenzar su vida monástica le dieron un nuevo nombre, Louis y el vivió
estos inicios con entusiasmo y con el alma en paz. El escribir se había acabado
para siempre, y así se lo planteó desde el comienzo de su postulantado. Pero
eran solamente los comienzos…
Pues resultó que dom Frederic Dunne, el abad que lo acogió, estaba
protegiendo a uno de los monjes de la comunidad, el P. Raymond Flanagan, cuyos
libros ya habían reportado conversiones, vocaciones e incluso donaciones. Y,
pese a que los trapenses en general miraran de reojo a los monjes que escribían
y publicaban, dom Frederic quiso que Merton siguiera escribiendo traducciones
del francés y obritas piadosas para la edificación de los buenos católicos
americanos. Incluso quiso que siguiera componiendo poemas, pero con la
condición que no apareciera en sus libros su nombre monástico, que como hemos
visto era Louis, sino el nombre civil: Thomas Merton.
Pero sin quererlo dom
Frederic fue la causa de una serie de escrúpulos, dudas y propósitos nunca
cumplidos que amargaron la vida de Merton. La lucha intestina entre el escritor
y el monje empezó casi enseguida y no cejó nunca del todo durante muchos años.
Hablando de su “yo” escritor escribiría él
mismo años más tarde: “Es un hombre de negocios.
Está lleno de ideas. Respira conceptos y proyectos nuevos. Engendra libros en
el silencio que debiera ser dulce con la oscuridad infinitamente fecunda de la
contemplación. Y, lo peor del caso, tiene a mis superiores de su parte. No le
expulsan. No puedo librarme de él. Acaso al final me matará, beberá mi sangre.
Nadie parece comprender que uno de los dos debe morir”
Pero no fue el Merton
escritor el que murió sino todo lo contrario. Poco después desde fuera de
monasterio, a través de sus amigos, le llegó la oportunidad de contar su vida.
No le fue fácil salirse con la suya. Su Abad le protegía pero la cúpula de la
Orden se mostraba desfavorable, pues nada más inaudito en aquella época que un
monje de 31 años pretendiendo revelar la película de su vida ante el público
con el pretexto de contar su conversión. La Obra, que se iba a titular “La montaña de los siete círculos” en
referencia a la Divina Comedia de Dante, tuvo muchos problemas con la censura
de la Orden: demasiado sexo, demasiado alcohol, demasiadas confidencias sobre
aspectos internos de la Orden… a fuerza de suprimir páginas y páginas, de
modificar, pulir edulcorar el texto, se logró el permiso de los
superiores.
Por fin se publicó la
obra, auténtico best-seller de su tiempo en los Estados Unidos y en muchos
otros países, y esto cambió la obra de su autor. Al principio reaccionó con la
humildad propia de un buen monje, pero luego tuvo que atender al correo, cada
vez más abundante, y continuar escribiendo y publicando. Su lucha interior se
debatirá en los años siguientes entre periodos de gran fecundidad y otros en
los que voluntariamente dejará de escribir, pero que van siendo menos
frecuentes, se quería alejar de la máquina de escribir pero no podía. Jim
Forrest dirá que fue un gran escritor “no por
alguna razón especial, sino porque no podía dejar de escribir”. Llegó
un momento en 1949 en que se convenció de la necesidad de combinar ambos
aspectos de su vida, el ser monje y escritor: “Me
parece que escribir, lejos de oponerse a la perfección espiritual… se ha
convertido en una de las condiciones de las que mi perfección va a depender”.
A partir de entonces se esforzó lealmente por corresponder a su doble vocación
de monje y escritor, y por algunos años -sobre todo los primeros- lo hizo de
modo ejemplar, pero en otras épocas, sobre todo los últimos años, las
exigencias y los instintos mundanos de Thomas prevalecieron sobre las piadosas
intenciones del P. Louis.
La larga y terrible
depresión que sufrió inmediatamente después de su ordenación sacerdotal le
marcó para siempre, de modo que él escribió que su vida monástica se divide en
dos partes: antes de su ordenación sacerdotal en 1949 y después de su
ordenación. Las causas del decaimiento fueron la fatiga física y espiritual, la
escasez de tiempo para la contemplación, la falta de privacidad en su vida
trapense de cada día y la rudeza de la comunidad que contrastaba con su
espíritu refinado universitario y de la que él intentaba evadirse a través de
la máquina de escribir.
A pesar de que después
de la ordenación le pusieron a dar clases a los novicios y eso le mantuvo
entretenido durante unos años, en 1955, “año de la
gran crisis”, Merton llegó a la conclusión que Gethsemani no era para él
ni él para Gethsemani: Primero pensó en hacerse Cartujo y después pidió permiso
a la Santa Sede para pasarse a la Camáldula pero el Abad de entonces, que ya no
era el que le animó a saltar a la fama, se las ingenió para que no se le
concediese el permiso, y con dicho propósito escribió para que intercediese en
el tema al futuro Pablo VI, entonces Arzobispo de Milán y como es sabido de
mucha influencia en la Secretaría de Estado del Vaticano en la que había
trabajado muchos años. En su carta a Montini describía a Merton como un
soñador, un romántico y un poeta amante de aventuras, y afirmaba que no
perseveraría en la Camáldula y “se convertiría
en un vagabundo, un gitano”. En conclusión: No se le concedió el
permiso a Merton.
Curiosamente, el mismo
Abad que había escrito cosas tan poco agradables sobre este monje rebelde le
nombró poco después maestro de novicios de Gethsemani, pues al anterior maestro
le habían elegido Abad de otro monasterio, quizás con la idea de tenerle
entretenido y que no pensase en huidas. Y acertó el buen Abad, pues fueron sus
años de maestro de novicios un periodo de gran bonanza en la vida de nuestro
monje, en los que además escribió algunos de sus mejores tratados sobre la vida
monástica. Pero esta bonanza llegaría a su fin: A comienzos de los años 60 sus
lectores, desconcertados, asistieron a un cambio radical de estilo: El monje
recoleto que disertaba con tanta convicción sobre la oración y la contemplación
había sido sustituido por un vociferante activista que dedicaba todas sus
fuerzas a la crítica social, la defensa de la paz y la lucha contra la energía
nuclear, y su interés por la vida monástica se dirigía ahora al monacato de
otra religiones y se sentía fascinado por los lamas tibetanos.
¿Qué había pasado en
estos años? A finales de los años 50 sus diarios nos explican cómo cada vez más
el se iba alejando de su comunidad. En 1959 intentó trasladarse a Cuernavaca,
pero no le salió bien, en 1960 se consideraba un “prisionero
político de Gethsemani” por discrepar de las ideas de su Abad, al que no
podía aguantar. Pidió que se le permitiese vivir en una ermita en los bosques
de la abadía y no con el resto de la comunidad y se le concedió para que no
volviese a la carga con las ideas de dejar la comunidad, lo cual sería una gran
afrenta para su abadía, por lo famoso del personaje. A partir de su traslado a
la ermita, si bien participaba de muchos rezos de la comunidad, él cuenta
que también pasaba mucho rato paseando descalzo por los bosques escuchando el
canto de los pájaros y uniéndose a la “danza del universo”. En su ermita
recibía en principio visitas de amigos e intelectuales con frecuencia con los
que debatía sobre los problemas del mando de su época, y con el paso del tiempo
acabó por organizar picnics con amigos y amigas y pasar a veces buena parte del
día fotografiando flores y plantas y otras curiosidades de la naturaleza que
después se publicaron en libros.
En 1966 tuvo que
someterse a una operación y le tocó en suerte una enfermera, Magie, con la que
se entendió muy bien, tan bien que tras unos titubeos iniciales empezó entre
ellos una historia de amor, de la que él tuvo la iniciativa con una carta de
proposición, y que duró dos años. A pesar que les pillaron in fraganti en el
despacho de un doctor en uno de sus primeros escarceos y eso le produjo al
monje un sentimiento culpa con fuerte deseo de abandonar la relación, sin
embargo no lo hizo. A tal punto llegó la pasión amorosa con encuentros todo lo
frecuentes que podían, que sobre ella llegó a decir Merton: “Era como si estuviésemos casados”. Todo
terminó, aparentemente, cuatro meses antes de morir, cuando el monje quemó las
cartas de Magie, sin que sepamos bien porqué. El caso es que en esos meses su
vida había cambiado y su clausura llegaba a su fin.
En efecto, por aquel
entonces fue elegido Abad de Gethsemani un buen amigo de Merton que llegaba al
cargo con ideas renovadoras para la comunidad, entre ellas la de darle carta
blanca a nuestro monje para aceptar las invitaciones a congresos y simposios
que le pareciera, cosa que hasta entonces le había sido negado en aras de la
observancia monástica. Incluso le invitó a que buscase un lugar apropiado para
fundar una pequeña colonia de ermitaños, lo que llevó a Merton a visitar
California, Nuevo Mexico y Alaska. Pero el viaje que realmente le interesaba
era el que le llevaría a recorrer varios países de extremo Oriente, y la
ocasión fue la de dar una conferencia en Bangkok de tema monástico, para lo
cual eligió un tema tan poco tradicional como el del comunismo y la tradición
monástica.
En realidad, como él
escribió en su Diario, lo que de verdad le interesaba era visitar los
santuarios del budismo y, sobre todo, entrevistarse con budistas. Cuando
despegó su avión de San Francisco camino de Asia escribió: “Voy al hogar, al hogar donde nunca he estado
corporalmente”. Las etapas de su periplo fueron Bangkok, Calcuta,
Nueva Delhi, los Himalayas -donde cumplió su sueño de entrevistarse con el
Dalai Lama- Madrás, Ceylán, Singapur y de nuevo Bangkok. En Ceylán, después de
la visita a los grandes Budas yacentes escribió: “Mientras
contemplaba estas figuras, de pronto, casi con violencia fui limpiamente
liberado de la habitual semi-limitada visión de las cosas y una claridad, una
irradiación se hizo evidente y obvia… No sé si en toda mi vida había
experimentado semejante sensación de belleza y autenticidad espiritual fluyendo
juntas en una misma iluminación estética”.
El 10 de diciembre de
1968 dio su conferencia en Bangkok, de vuelta del periplo y se retiró a
descansar. Algunas horas más tardes le encontraron tendido en el suelo con una
quemadura en el costado derecho, estaba muerto. No se sabe bien lo que le pasó,
si murió electrocutado por tocar mojado el ventilador, si fue una crisis
cardíaca o incluso, como alguno ha pensado, si tuvo que ver la CIA en hacer
desaparecer a este popular personaje que cada vez se inclinaba más hacia el
comunismo, lo cual le hacía muy incómodo para el gobierno americano de la
época, en plena guerra fría. Sea como sea, el buen monje murió en extrañas
circunstancias en un hotel de Bangkok con el cuerpo -y el alma- muy lejos de su
clausura de Kentucky.
Como epílogo a esta historia
no viene de más recordar lo que el mismo Thomas Merton cuenta en “La montaña de
los siete círculos”: “Mi madre quería que yo
fuese independiente y que no corriera con el rebaño. Tenía que ser original,
individual, poseer carácter e ideales propios”. Pues bien, hay que
reconocer que, se esté a favor o en contra del famoso monje escritor, no se
puede negar que sin duda llevó a cabo con maestría, incluso dentro del estrecho
cerco de la clausura trapense, dicha recomendación de su madre.
Alberto Royo
Mejía
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