No
somos individuos solitarios, ensimismados en una fe temerosa y desolada. Somos,
en la aridez de una tierra endurecida por la maldad, la sal de un voluntario
ejercicio del bien que podrá fertilizarla.
Los católicos justificamos
nuestra existencia por la búsqueda de una salvación que Jesús hizo posible. Los
hombres fuimos declarados iguales en una misma libertad, concedida como
condición universal de nuestra vida. Y fuimos considerados iguales en una misma
responsabilidad de conducta en la tierra, enfrentados siempre moralmente a las
alternativas que nos interpelan. Hacer el bien o no hacerlo es una elección, no
una imposición del destino. Porque nuestros actos no son ni meros reflejos de
un instinto sin conciencia, ni simples realizaciones de una voluntad cautiva de
la imperfección humana. Nuestras decisiones están inspiradas por una Verdad que
conocemos por la fe y la razón, y que nos alienta sin obligarnos, que nos
tiende una mano sin cancelar nuestro mérito o nuestra culpa.
Es el pecado original el que
impide al hombre su inclinación genérica al bien y el que contradice las
ingenuidades del naturalismo ilustrado, del buen salvaje roussoniano. No es el
aislamiento el que impulsa nuestra elección, sino la formación adquirida en
nuestra familia, en nuestra escuela, al calor de una cultura que preserva
valores esenciales. Por ello resulta tan aterradora la indiferencia de los
poderes públicos secularizados ante la tarea inmensa que aquellas instituciones
fundamentales de la sociedad han de realizar para encauzar rectamente nuestro
comportamiento. La inclinación del hombre al bien es el producto de su relación
permanente con Dios y de su anhelo de corresponder al piadoso acto de su
creación. Pero también es el resultado de su labor en la comunidad y de las
orientaciones capitales que en ella lo constituyen como persona.
El católico no es un individuo
aislado, que establece una burda escisión entre el campo de la fe y el
territorio del amor. No sufre una alienación irracional en su contacto con Dios
a expensas de una fe sumisa y ciega, ni rige su vida por el pragmatismo
entristecido de quien solo espera salvarse por esa fe humillada. El católico
actual procede de la raíz más honda del cristianismo, que considera la
existencia colectiva del hombre en la tierra parte esencial del proyecto de
salvación. Procede del mensaje diáfano de Jesús, para quien la trayectoria de
la persona está decisivamente vinculada a la facultad de alcanzar la eternidad,
no como un derecho, sino fruto de la misericordia divina, que concede a sus
criaturas la libertad para salvarse o condenarse.
DIOS
SE COMPROMETE CON EL HOMBRE
Como testimonio de la alianza
renovada entre Dios y el hombre, el bautismo consagró el compromiso de Jesús
con el género humano, libre ya del pecado original. La oración del Hijo al
Padre, el padrenuestro, y la instauración del modelo de conducta comunitaria en
el sermón de la montaña establecen el momento inaugural de nuestra historia.
Fue la milagrosa actualización de lo que hasta entonces había sido tradición
sagrada de un solo pueblo. La fe en Dios y la obligación de amarlo sobre todas
las cosas. Y el amor al hombre, manifestado en el respeto a la ley mosaica,
pero pronunciado con un nuevo lenguaje de ternura y piedad abrumadoras, que nos
transmitía el significado de la caridad y la fibra más íntima de nuestra
esperanza.
Dios se hizo hombre y dejó de
hablar desde un espacio ajeno a él, sin perder, por ello, su autoridad
omnipotente y eterna bajo la que la historia se definía. Pero, desde el
nacimiento de Cristo, pasó a vivir también en el seno de la historia, como Dios
y como criatura de Dios. Como Padre y como Hijo. Como Dios y como hombre. Y esa
llegada de Jesús, la gran Encarnación, su prodigiosa epifanía, nos hizo a Dios
inteligible. Porque solo siendo verdadero hombre, el Hijo de Dios pudo
instaurar la vida nueva de la humanidad entera. Sus palabras devinieron cálidas
y fraternas, al proceder de alguien semejante a nosotros. Jesús era el
compañero, el que se cansaba, el que sufría, pasaba hambre, se entristecía o se
alegraba con sus amigos y sus discípulos. El que celebraba las fiestas de la
tradición. El que respetaba la ley, pero propiciaba su modernización, porque
deseaba que el hombre dejara de vivir solamente de la obediencia al mandato del
Sinaí y descubriera en la Creación el acto supremo de bondad, que le hiciera
cantar la gloria de Dios y, al mismo tiempo, le comprometiera en la
construcción de un mundo justo.
No somos individuos solitarios,
ensimismados en una fe temerosa y desolada. Somos, en la aridez de una tierra
endurecida por la maldad, la sal de un voluntario ejercicio del bien que podrá
fertilizarla. Somos, en medio de esta oscuridad terrible de violencia, pobreza
e inmoralidad, los que custodiamos la voz de Jesús y su mensaje de libertad y
justicia. Como una invocación constante de esperanza. Como un golpe de luz en
la penumbra. Como un pulso que golpea las tinieblas.
Fernando García de Cortázar, SJ
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