Cristo no tuvo miedo de humillarse
EL BAUTISMO DE JESÚS
Cuando
Cristo se metió en la cola para esperar su turno de ser bautizado, seguramente
San Juan Bautista no sabía qué hacer. Llegó el Mesías delante de él y pidió el
bautismo. El Bautista exclamó: “Soy yo el que
necesita ser bautizado por ti, ¿tú vienes a mí?” (Mt 3,14). El Catecismo
hace referencia a esta actitud humilde de Cristo en el n.536: El bautismo
de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de
Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores.
Él, que
no tenía mancha, que estaba inmaculado, pide ser lavado. El Agua más cristalina
del mundo pide ser purificada. La Pureza Absoluta exige ser limpiada. Cristo es
el Rey de la humildad. Si alguien podía exigir sus derechos era Cristo. Sin
embargo, no buscó ser tratado de una manera especial, gozar de privilegios,
aprovechar su posición de Mesías para facilitar las cosas para si mismo. Así
era toda la vida de Cristo: una vivencia profunda de la virtud de la humildad.
La
humildad de Jesucristo no es solamente la expresión de un pensamiento o
sentimiento hacia su Padre, sino la entrega al desprecio, al abandono, a la
condenación, a la ignominia. No buscó lo grande, se escondió en lo pequeño.
Siendo Dios no sintió vergüenza ni se sintió raro al tomar carne en el seno de
una virgen, al aparecer en una cueva, al morir en una cruz; aunque humanamente
quizá no pudieran pensarse situaciones más contradictorias.
Toda la
vida de Cristo era un “bautismo”, una
humillación de si mismo, un olvidarse de si mismo, de sus privilegios… La
verdadera humildad está en la entrega servicial y callada a los demás.
La falta
de humildad está en la raíz de muchos de nuestros problemas. Si no hay diálogo
en el matrimonio es porque falta la humildad; si no hay sumisión a la moral
católica es porque falta humildad; si no hay práctica religiosa es porque
creemos que podemos santificamos sin acudir a la fuente de la gracia que es la
liturgia.
EL BAUTISMO ES UN MORIR
Y UN NACER
La vida
cristiana, como toda vida, no es nada estática. La vida es un morir y un nacer
constantes. El Catecismo habla sobre este misterio en el n.537: Por el
bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su
bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de
rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para
subir con Él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en
hijo amado del Padre y vivir una nueva vida.
La vida
cristiana es cambio. Cada día que pasa algo tiene que morir dentro de nosotros
y algo tiene que nacer. Cada día debemos ser menos egoístas, sensuales,
vanidosos… y más como Nuestro Señor Jesucristo.
Desgraciadamente,
a veces lo contrario pasa: somos menos como Cristo y más como el diablo. Cristo
exigió el cambio constante de sus seguidores al decir que tenían que seguirle
todos los días por el sendero de la cruz.
Indudablemente
la cruz es el verdadero rostro de Cristo. Sólo existe un Cristo, el
crucificado, para quienes con sinceridad y autenticidad desean encontrarle y
amarle.
La cruz
es el “verdadero rostro de Cristo” y también
del cristiano. Por el bautismo Dios nos invita a cambiar, a seguir al
Crucificado, a morir a los vicios y renacer a las virtudes.
Tal vez
alguien podría decir que no avanza y que tampoco retrocede en la vida
cristiana, que vive su compromiso bautismal estáticamente. Esto es un engaño,
porque la vida espiritual es siempre algo dinámico: o vamos adelante o
retrocedemos. Cada hombre está metido en el mundo como en un río. Si quiere ser
fiel a Cristo tiene que nadar contra corriente; de lo contrario, ésta le
arrastra.
¡Qué pena
da el ver a tantos, que se nombran cristianos, llevados por las corrientes del
materialismo, del naturalismo, del consumismo…! Es todo lo opuesto de sus
compromisos bautismales: renunciar a Satanás, a sus obras…
EL BAUTISMO NOS PONE EN
UNA NUEVA RELACIÓN CON CADA PERSONA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
En el
bautismo de Cristo aparece la triple relación con Dios: el Padre le llamó Hijo (“Éste es mi Hijo amado”) y el Espíritu Santo
descendió sobre Él (“…y vio al Espíritu de Dios que
bajaba en forma de paloma y venía sobre él”). Por medio del bautismo
nosotros entramos en la “familia” de Dios:
somos adoptados como hijos de Dios Padre; como consecuencia, somos hermanos del
Hijo, Cristo; y somos templos del Espíritu Santo. Decir que tenemos “sangre azul” es poco. La vida divina, la vida que
corre entre las tres divinas personas, corre en nosotros. El Papa San Gregorio
Magno decía a los cristianos de entonces: “¡Cristiano,
reconoce tu dignidad!”. Cada bautizado debe reconocer su grandeza.
Un niño
crecía pobre en el bosque con quien pensaba era su papá, un leñador. Después de
muchos años, un cortesano de la casa real pasó por allí y notó que el muchacho
tenía un sello o tatuaje en el brazo; se dio cuenta quién era: era el hijo del
rey. Años atrás, en tiempos de grandes convulsiones políticas, lo habían sacado
del palacio real y abandonado en el bosque. El buen leñador lo había acogido
como hijo. Cuando llevaron al muchacho al palacio hubo muchos cambios en su
vida: ahora era el hijo del rey, el heredero, el príncipe sucesor; su
comportamiento tenía que corresponder a su alta dignidad. Cuando nos bautizaron
recibimos un sello en el alma que nos marcó como hijos de Dios Padre, hermanos
de Cristo y templos del Espíritu Santo. Lo malo es que muchos cristianos no se
dan cuenta de esta realidad y mucho menos se comportan según esta dignidad. Si
nos diéramos cuenta de lo que somos como cristianos, ¡cómo cambiaría nuestra
vida!
POR MEDIO DEL BAUTISMO
SE DA UNA MISIÓN A CADA CRISTIANO
En el
bautismo de Cristo se manifestó la misión mesiánica de Cristo, pues fue ungido
con el Espíritu Santo. El bautismo cristiano da una misión a cada bautizado. Su
misión es reproducir en su vida la imagen de Jesucristo, quien murió y resucitó
por nosotros. Tiene que ser OTRO CRISTO.
No
podemos imaginar una misión más sublime que esta. Es el ideal más alto. Es como
si nos dijeran que tenemos que escalar el monte más alto de la tierra, el Monte
Everest. Cada uno de nosotros tiene que escalar el “monte
espiritual” más grande que hay: la imitación de Cristo. Cristo es tan
rico en virtudes, en gracias y cualidades que ninguna persona es capaz de
agotar o imitar las inmensas riquezas de Cristo. Por eso, cada uno tiene que
imitarlo según su vocación, según su estado y condición de vida: el casado de
una manera, el religioso de otra manera, el político de otra… Lo maravilloso es
que cada persona es única e irrepetible y tiene la misión de imitar a Cristo
también en una manera única e irrepetible.
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