En la medida que
reconoces tu flaqueza, en esa misma medida actúa en ti la fuerza de lo alto.
La fuerza de la debilidad
La fuerza de la debilidad
“El poder de Dios que
salva” como llamaba Juan Pablo II al Evangelio, ese mensaje que los ángeles ansían contemplar (1Pe
1,12), está plagado de paradojas, o sea, de aparentes contradicciones. Y esto
es así porque el Evangelio es la expresión más sublime de la sabiduría Divina,
que a tal punto supera la nuestra que parece contradecirla; de ahí aquel,
también paradójico, destruiré la sabiduría de
los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes (1Cor
1,19).
“En el Evangelio está
contenida una fundamental paradoja: para encontrar la vida, hay que
perder la vida; para nacer, hay que morir; para salvarse, hay que cargar con la
Cruz. Ésta es la verdad esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes
chocará contra la protesta del hombre”. (Juan
Pablo II)
Una de las paradojas que siempre me ha llamado
la atención es aquella de San Pablo: cuando
estoy débil, entonces es cuando soy fuerte (2Cor 12,10). Lo que está
diciendo el apóstol de los gentiles es que en la medida que reconoce su
flaqueza, en esa misma medida actúa en él la fuerza de lo alto.
Esta verdad supone aquella otra de que nada
podemos, en el orden sobrenatural, sin el auxilio de Dios y,
además, que todo lo bueno que tenemos del mismo Dios procede.
En cuanto a esa total dependencia, podría leerse
con mucho fruto el capítulo 15 del evangelio de San Juan donde Nuestro Señor,
con diáfana claridad y adaptándose a nuestro sencillo modo de entender, nos
muestra cómo nosotros somos los sarmientos (las ramas) y Él la vid (el árbol) y
así como las ramas no pueden vivir fuera del árbol, tampoco nosotros podemos
vivir –menos obrar– sin Él. Y por si nos quedase alguna duda, al interpretar el
texto, con frase lapidaria y concisa afirma: sin
mi nada podéis hacer (Jn
15,5), donde “nada” significa “nada”… o sea,
carencia absoluta, negación total, imposibilidad omniabarcante, inaptitud
suprema… and so on.
Y con respecto a que todo lo bueno que tenemos
viene de Dios, digamos con el mismo San Pablo: ¿Qué
tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si
no lo hubieras recibido? (1Cor 4,7) y agreguemos: Si alguno piensa que es algo, se engaña, pues nada es (Gal 6,3). De ahí
que, a pesar de sus grandiosas obras se supiera siervo inútil (Lc 17,10)
y vasija de barro (2Cor 4,7), y
afirmara por la gracia de Dios soy lo que soy
(1Cor 15,10).
Santo Tomás, hablando de la
virtud de la humildad dirá:
“Pueden considerarse, en el
hombre, dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre. Es del hombre todo lo defectuoso, mientras que es de
Dios todo lo perteneciente a la
salvación y a la perfección”.
Ya hablamos en un post anterior sobre la
importancia de la virtud de la humildad, pero no creo que venga mal escribir
algunas líneas más sobre algo tan fundamental:
“La humildad es nuestra
perfección”. (San Agustín)
“El progreso del alma se
identifica con el progreso en la humildad”. (San
Benito)
“La humildad es la que lo
alcanza todo”. “Progresará rápidamente el que tiene mucha humildad”. (Santa
Teresa de Jesús)
“Dios para prendarse de un
alma, no se fija en su grandeza, sino en la profundidad de su humildad y en lo
despreciada que está”. (San Juan de la Cruz)
“Si me preguntares cuál es
el camino del cielo, responderte he que la humildad: y si tercera vez,
responderte he lo mismo; y si mil veces me lo preguntares, mil veces te
responderé que no hay otro camino sino la humildad”. (San
Agustín)
A lo que tenemos que apuntar, en definitiva, es
a acercarnos a un auto-conocimiento lo más parecido al que Dios tiene de
nosotros, del cual dice San Pablo, hablando del cielo: conoceré como soy
conocido (1Cor 13,12). ¡En esto consiste nuestra fuerza! “La grandeza de un hombre está en saber reconocer su
propia pequeñez”, decía Blaise
Pascal.
Para llegar a esto habrá, sin duda, muchos
caminos y modos, pero quería destacar puntualmente cuatro:
En primer lugar pedir y suplicar con
insistencia a Dios que nos dé esa gracia. Como solía repetir a manera de
jaculatoria San Agustín: “Señor, que me conozca
y que os conozca”. El último
santo en ser nombrado doctor de la Iglesia nos enseña:
“Y sea lo
primero pedirla con perseverancia al Dador de todos los bienes, porque esta
humildad es un muy particular don suyo que a sus escogidos da. Y aún el conocer
que es don de Dios no es poca merced. Los tentados de soberbia conocen bien que
no hay cosa más lejos de nuestras fuerzas que esta verdadera y profunda
humildad, y que muchas veces acaece, con los remedios que ellos ponen para
alcanzarla, huir ella más; y aun del mismo humillarse suele nacer su contrario,
que es la soberbia”. (San Juan de Ávila)
Prueba de que el doctor en cuestión pidió y
alcanzó esta virtud, además del “san” que
ponemos antes de su nombre, es uno de sus últimos diálogos; lo cuenta San
Alfonso María de Ligorio:
“El venerable Juan de
Ávila, que llevó desde su más tierna juventud una santa vida, hallándose en el
lecho de la muerte, el sacerdote que le asistía le iba diciendo cosas sublimes,
le trataba como santo y como un distinguido sabio; mas el venerable Padre de
Ávila le dijo: ‘Yo os ruego, padre mío, que me hagáis la recomendación del alma
como se hace a un malhechor condenado a muerte, pues yo no soy otra cosa”.
En segundo término, no es poco importante
hacer lo de San Pablo. El apóstol comienza aclarando que si bien ha recibido
muchos dones de Dios, en cuanto a mí, solo me
gloriaré de mis flaquezas (1Cor 12,5) por cuanto no son suyos, sino
de Dios.
Ejemplo claro: cuando se refiere a uno de esos
dones -quizás no dado a otro mortal en toda la historia como es el ser
arrebatado hasta el tercer cielo–, hace de cuenta que se trata de otra persona.
A renglón seguido aclara que para que no se
ensoberbezca, le ha sido dado un aguijón a su carne. Si bien no es seguro a qué
se está refiriendo, una de las interpretaciones posibles es aplicar esto a la
debilidad de la carne en cuanto inclinada al pecado luego de la culpa original,
el conocido “fomes peccati”. Tres veces
pidió al Señor que lo liberara y Él le respondió: Te
basta mi gracia, que mi fuerza se
muestra perfecta en la flaqueza (v. 9).
El apóstol tenía tentaciones y de ellas tomaba
fuerzas, las fuerzas del Señor. Nosotros, que también las tenemos –y que
podemos agregar probable y lamentablemente también pecados a esas tentaciones–,
debemos hacer lo mismo. A la par de hacer todo lo que esté de nuestra parte
para no ofender a Dios, tenemos que hacer como San Pablo quien, luego de
recibir esa revelación, con más fuerza se apoya en su “nada”:
con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas (v.
9). Apoyarse en “nada” es contradictorio…
sí, paradójico.
Sucede que nuestra “nada”
es lo único que tenemos, y por tanto, es la dura pero hermosa realidad. Dura
porque no es para nada fácil digerir lo que somos; hermosa en cuanto que es real y, por el hecho de serlo,
es mucho más bella que lo que no existe (o existe sólo en la imaginación).
Afirmarnos ahí, en esa especie de “no-ser”, es la única manera de vivir según lo que
somos y permitir así que sea el Señor quien con su amor nos sostenga, quien
pelee por nosotros y quien nos dé la victoria. Y notemos que lo primero es
condición de lo segundo… con sumo gusto –dice el apóstol– seguiré gloriándome de mis flaquezas para que
habite en mí la fuerza de Cristo. Podríamos decirlo al
revés: “si no me glorío de mis flaquezas, no
habitará en mi la fuerza de Cristo”; o sea, si creo que puedo algo por
mí mismo, no podré absolutamente nada…
“Cuando tú deseabas poder
por tus solas fuerzas, Dios te ha hecho débil, para darte su propio poder,
porque tú no eres más que debilidad”. (San
Agustín)
Y no dejemos de notar que no sólo se trata de
reconocer nuestra debilidad, sino de gloriarnos, jactarnos, “enorgullecernos” (entiéndase
bien), y todo eso, no así nomás, sino con sumo
gusto, y complaciéndonos,
alegrándonos… ¿quién puede llegar hasta tales fondos de su propia
insignificancia y reaccionar así? Solo el humilde… o mejor, el muy humilde.
Aquel que llegó a hacer suyo el consejo de Santa Teresita: “Amad vuestra pequeñez”.
“No me acuerdo haberme
hecho (el Señor) merced muy señalada, de las que adelante diré, que no sea
estando deshecha de verme tan ruin”. (Santa
Teresa)
“Cuanto más afligida,
despojada y humillada profundamente está el alma, más conquista, con la pureza,
la capacidad para las alturas. La elevación de la que se hace capaz se mide por
la profundidad del abismo en la que tiene sus raíces y sus cimientos”. (Santa
Ángela de Foligno)
“Cuando el hombre considera
en el fondo de sí mismo, con ojos encendidos de amor, la inmensidad de Dios…
cuando el hombre, al volver en seguida su mirada hacia sí mismo, cuenta sus
atentados contra el inmenso y fiel Señor… no conoce desprecio suficientemente
profundo para darse satisfacción… Cae en un asombro extraño, asombro de no
poder despreciarse con suficiente profundidad… Se resigna entonces a la
voluntad de Dios… y, en su abnegación íntima, encuentra la verdadera paz,
invencible y perfecta, la que nada turbará. Porque se ha precipitado en un
abismo tal que nadie irá a buscarle allí… Me parece, a pesar de ello, que estar
sumergido en la humildad es estar sumergido en Dios, porque Dios es el fondo
del abismo, por encima y debajo de todo, supremo en altura y supremo en
profundidad; porque la humildad, como la caridad, es capaz de crecer siempre…
La humildad es de tal valor, que alcanza las cosas más elevadas para
enseñarlas; consigue y posee lo, que no logra la palabra”. (Beato
Juan Ruysbroeck)
En tercer lugar, y desprendiéndolo de lo
anterior, yo colocaría la misericordia. Creo
que uno de los mayores dones que Dios puede darnos, es decir, una de las
mercedes más exquisitas de Su misericordia, es nuestro propio conocimiento. Y
¡¿qué mejor que la misericordia para hallar misericordia?! Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia (Mt 5,7). En este sentido agradezco a Dios y
a mis superiores, darme la oportunidad de vivir en un hogar de discapacitados
(estoy aquí hace un mes) y pido al Señor me enseñe a ser misericordioso con
estos sus representantes, y tenga así también Él misericordia de mí.
De todos modos, no hace falta vivir en un hogar
de discapacitados para tener misericordia de los demás; a cada paso hay
quienes pueden ser objeto de nuestra misericordia. Como decía el P. Hurtado: “Si alguien ha comenzado a vivir para Dios en abnegación
y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su puerta”.
Por último, como poniendo nuestro grano de
arena, tratemos de hacer un plan de trabajo vs. la soberbia. Como decía el
Beato Allamano: “Cuando no sabéis sobre qué
hacer el examen de conciencia particular, nunca os equivocaréis si lo hacéis
sobre la humildad o sobre la soberbia”].
En el libro El
examen particular de conciencia y el defecto dominante de la personalidad, el P. Miguel Fuentes trae un ejemplo de este
trabajo, que puede iluminar mucho (clic aquí
para leerlo).
El beato Ruysbroeck, luego de decir que nuestros
pecados son fuentes de humildad, agrega este lúcido párrafo que hacemos nuestro
para terminar, como siempre, nombrándoLa y alabándoLa:
“Nuestros pecados… se
convierten para nosotros en fuentes de humildad y de amor. Pero es importante
no ignorar una fuente de humildad mucho más elevada que ésta. La Virgen María, concebida sin pecado,
tiene una humildad más sublime que Magdalena. Ésta fue perdonada; aquélla
estuvo sin mancha. Ahora bien, esta inmunidad absoluta, más sublime que todo
perdón, hizo subir de la tierra al cielo una acción de gracias más excelsa que
la conversión de Magdalena”.
Que Ella, la ancillae Domini, nos alcance
la Gracia del conocimiento propio.
Por: P. Gustavo Lombardo, IVE
| Fuente: Catholic.net
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