jueves, 16 de marzo de 2017

CRISTO SE HUMILLÓ



Cristo no tuvo miedo de humillarse
EL BAUTISMO DE JESÚS

Cuando Cristo se metió en la cola para esperar su turno de ser bautizado, seguramente San Juan Bautista no sabía qué hacer. Llegó el Mesías delante de él y pidió el bautismo. El Bautista exclamó: “Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿tú vienes a mí?” (Mt 3,14). El Catecismo hace referencia a esta actitud humilde de Cristo en el n.536: El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores.

Él, que no tenía mancha, que estaba inmaculado, pide ser lavado. El Agua más cristalina del mundo pide ser purificada. La Pureza Absoluta exige ser limpiada. Cristo es el Rey de la humildad. Si alguien podía exigir sus derechos era Cristo. Sin embargo, no buscó ser tratado de una manera especial, gozar de privilegios, aprovechar su posición de Mesías para facilitar las cosas para si mismo. Así era toda la vida de Cristo: una vivencia profunda de la virtud de la humildad.

La humildad de Jesucristo no es solamente la expresión de un pensamiento o sentimiento hacia su Padre, sino la entrega al desprecio, al abandono, a la condenación, a la ignominia. No buscó lo grande, se escondió en lo pequeño. Siendo Dios no sintió vergüenza ni se sintió raro al tomar carne en el seno de una virgen, al aparecer en una cueva, al morir en una cruz; aunque humanamente quizá no pudieran pensarse situaciones más contradictorias.

Toda la vida de Cristo era un “bautismo”, una humillación de si mismo, un olvidarse de si mismo, de sus privilegios… La verdadera humildad está en la entrega servicial y callada a los demás.

La falta de humildad está en la raíz de muchos de nuestros problemas. Si no hay diálogo en el matrimonio es porque falta la humildad; si no hay sumisión a la moral católica es porque falta humildad; si no hay práctica religiosa es porque creemos que podemos santificamos sin acudir a la fuente de la gracia que es la liturgia.

EL BAUTISMO ES UN MORIR Y UN NACER

La vida cristiana, como toda vida, no es nada estática. La vida es un morir y un nacer constantes. El Catecismo habla sobre este misterio en el n.537: Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con Él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y vivir una nueva vida.

La vida cristiana es cambio. Cada día que pasa algo tiene que morir dentro de nosotros y algo tiene que nacer. Cada día debemos ser menos egoístas, sensuales, vanidosos… y más como Nuestro Señor Jesucristo.

Desgraciadamente, a veces lo contrario pasa: somos menos como Cristo y más como el diablo. Cristo exigió el cambio constante de sus seguidores al decir que tenían que seguirle todos los días por el sendero de la cruz.

Indudablemente la cruz es el verdadero rostro de Cristo. Sólo existe un Cristo, el crucificado, para quienes con sinceridad y autenticidad desean encontrarle y amarle.

La cruz es el “verdadero rostro de Cristo” y también del cristiano. Por el bautismo Dios nos invita a cambiar, a seguir al Crucificado, a morir a los vicios y renacer a las virtudes.

Tal vez alguien podría decir que no avanza y que tampoco retrocede en la vida cristiana, que vive su compromiso bautismal estáticamente. Esto es un engaño, porque la vida espiritual es siempre algo dinámico: o vamos adelante o retrocedemos. Cada hombre está metido en el mundo como en un río. Si quiere ser fiel a Cristo tiene que nadar contra corriente; de lo contrario, ésta le arrastra.

¡Qué pena da el ver a tantos, que se nombran cristianos, llevados por las corrientes del materialismo, del naturalismo, del consumismo…! Es todo lo opuesto de sus compromisos bautismales: renunciar a Satanás, a sus obras…

EL BAUTISMO NOS PONE EN UNA NUEVA RELACIÓN CON CADA PERSONA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En el bautismo de Cristo aparece la triple relación con Dios: el Padre le llamó Hijo (“Éste es mi Hijo amado”) y el Espíritu Santo descendió sobre Él (“…y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él”). Por medio del bautismo nosotros entramos en la “familia” de Dios: somos adoptados como hijos de Dios Padre; como consecuencia, somos hermanos del Hijo, Cristo; y somos templos del Espíritu Santo. Decir que tenemos “sangre azul” es poco. La vida divina, la vida que corre entre las tres divinas personas, corre en nosotros. El Papa San Gregorio Magno decía a los cristianos de entonces: “¡Cristiano, reconoce tu dignidad!”. Cada bautizado debe reconocer su grandeza.

Un niño crecía pobre en el bosque con quien pensaba era su papá, un leñador. Después de muchos años, un cortesano de la casa real pasó por allí y notó que el muchacho tenía un sello o tatuaje en el brazo; se dio cuenta quién era: era el hijo del rey. Años atrás, en tiempos de grandes convulsiones políticas, lo habían sacado del palacio real y abandonado en el bosque. El buen leñador lo había acogido como hijo. Cuando llevaron al muchacho al palacio hubo muchos cambios en su vida: ahora era el hijo del rey, el heredero, el príncipe sucesor; su comportamiento tenía que corresponder a su alta dignidad. Cuando nos bautizaron recibimos un sello en el alma que nos marcó como hijos de Dios Padre, hermanos de Cristo y templos del Espíritu Santo. Lo malo es que muchos cristianos no se dan cuenta de esta realidad y mucho menos se comportan según esta dignidad. Si nos diéramos cuenta de lo que somos como cristianos, ¡cómo cambiaría nuestra vida!

POR MEDIO DEL BAUTISMO SE DA UNA MISIÓN A CADA CRISTIANO

En el bautismo de Cristo se manifestó la misión mesiánica de Cristo, pues fue ungido con el Espíritu Santo. El bautismo cristiano da una misión a cada bautizado. Su misión es reproducir en su vida la imagen de Jesucristo, quien murió y resucitó por nosotros. Tiene que ser OTRO CRISTO.


No podemos imaginar una misión más sublime que esta. Es el ideal más alto. Es como si nos dijeran que tenemos que escalar el monte más alto de la tierra, el Monte Everest. Cada uno de nosotros tiene que escalar el “monte espiritual” más grande que hay: la imitación de Cristo. Cristo es tan rico en virtudes, en gracias y cualidades que ninguna persona es capaz de agotar o imitar las inmensas riquezas de Cristo. Por eso, cada uno tiene que imitarlo según su vocación, según su estado y condición de vida: el casado de una manera, el religioso de otra manera, el político de otra… Lo maravilloso es que cada persona es única e irrepetible y tiene la misión de imitar a Cristo también en una manera única e irrepetible.

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