REDACCIÓN CENTRAL, 07 Oct. 15 / 07:29 pm (ACI).-Cuenta San
Luis María Grignion de Montfort, en su libro “El Secreto Admirable del
Santísimo Rosario”, que en una
ocasión estaba Santo Domingo de Guzmán predicando el Rosario y le llevaron un
hereje albigense poseso por demonios, a quien exorcizó en presencia de una gran
muchedumbre.
El santo les hizo a los malignos varias preguntas y ellos, por
obligación, le dijeron que eran 15.000 los que estaban en el cuerpo de ese
hombre porque este había atacado los quince misterios del Rosario (Los
misterios luminosos, con los que aumentan a 20, fueron introducidos recién en
2002 por San Juan Pablo II).
Durante el exorcismo, los demonios le dijeron al santo que con el
Rosario que predicaba, llevaba el terror y el espanto a todo el infierno, y que él era el
hombre que más odiaban en el mundo a causa de las almas que les quitaba con
esta devoción.
Santo Domingo arrojó su Rosario al cuello del poseso y les preguntó a
cuál de los santos del cielo
temían más y cuál debía ser más amado y honrado por los hombres. Los enemigos,
ante estas interrogantes, dieron gritos tan espantosos que muchos de los que
estaban allí presentes cayeron en tierra por el susto.
Los malignos, para no responder, lloraban, se lamentaban y pedían por
boca del poseso a Santo Domingo que tuviera piedad de ellos. El santo, sin inmutarse,
les contestó que no cesaría de atormentarlos hasta que respondieran lo que les
había preguntado. Entonces ellos dijeron que lo dirían, pero en secreto, al
oído y no delante de todo el mundo. El santo, en cambio, les ordenó que
hablaran alto, pero los diablos no quisieron decir palabra alguna.
Entonces el P. Domingo, puesto de rodillas, hizo la siguiente oración:
“Oh excelentísima Virgen María, por la virtud de tu salterio y Rosario, ordena
a estos enemigos del género humano que contesten mi pregunta”.
De pronto, una llama ardiente salió de las orejas, la nariz y la boca
del poseso. Los demonios seguidamente le rogaron a Santo Domingo que, por la
pasión de Jesucristo y por los méritos de su Santa Madre y los de todos los
santos, les permitiera salir de ese cuerpo sin decir nada porque los ángeles en
cualquier momento que él quisiera se lo revelarían.
Más adelante, el santo volvió a arrodillarse y elevó otra plegaria: “Oh
dignísima Madre de la Sabiduría, acerca de cuya salutación, de qué forma debe
rezarse, ya queda instruido este pueblo, te ruego para la salud de los fieles
aquí presentes que obligues a estos tus enemigos a que abiertamente confiesen
aquí la verdad completa y sincera”.
Apenas terminó de pronunciar estas palabras, el santo vio cerca de él
una multitud de ángeles y a la Virgen María que golpeaba al demonio con una
varilla de oro, mientras le decía: “Contesta a la pregunta de mi servidor
Domingo”. Aquí hay que tener en cuenta que el pueblo no veía, ni oía a la
Virgen, sino solamente a Santo Domingo.
Los demonios comenzaron a gritar: “¡Oh enemiga nuestra! ¡Oh ruina y
confusión nuestra! ¿Por qué viniste del cielo a atormentarnos en forma tan
cruel? ¿Será preciso que por ti, ¡oh abogada de los pecadores, a quienes sacas
del infierno; oh camino seguro del cielo!, seamos obligados – a pesar nuestro –
a confesar delante de todos lo que es causa de nuestra confusión y ruina? ¡Ay
de nosotros! ¡Maldición a nuestros príncipes de las tinieblas!”.
Por Abel Camasca
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