Renato
era un muchacho de diecisiete años; bueno, pero con poca voluntad y muy poco
dominio de sus pasiones. Estudiaba en la Universidad de Pisa y su familia vivía
en un pueblecito cercano a esta ciudad. Su padre, que era médico del lugar, no
ganaba lo suficiente para mantener a su familia y costear los estudios de
Renato.
El
muchacho pasó contento las Navidades en el pueblo en compañía de su familia. El
día 2 de enero, Renato regresó a la Universidad. Su madre le dio el dinero para
pagar la pensión del mes. Pero nada más llegar a Pisa donde sus amigos ya le esperaban
se le fue a la pensión. Organizaron entre todos una fiesta. Recorrieron las
calles de la ciudad cantando alegremente y terminaron por entrar en una casa de
juego. Renato jugó unas liras y las perdió; volvió a jugar y volvió a perder.
Al salir de aquella casa Renato había perdido totalmente el dinero que le dio
su madre para pagar el mes de pensión. Eran las cinco de la mañana cuando
entraba en su casa de huéspedes. Se tumbó en la cama. Estaba horrorizado de lo
que había hecho. El pobre chico no sabía qué hacer. Por fin, después de mucho
cavilar, se determinó ir donde sus padres y contarles todo lo ocurrido.
Esperaba una violenta represión y una buena bofetada. Tuvo que pedir dinero
prestado a la patrona para el viaje, pues no tenía ni céntimo.
Llegó a
su casa y llamó. Le abrió su madre, y al ver ésta a su hijo tan pálido se
asustó la pobre mujer. Renato, con lágrimas en los ojos, le declaró toda la
verdad. La pobre mujer quedó apenada. ¿Cómo darle dinero otra vez, con lo
escaso que andaban de él?
Cuando
llegó el padre de Renato su esposa le puso al corriente de lo que había hecho
su hijo. A la hora de la cena vio Renato a su padre y le dijo: «Buenas noches,
Padre». El padre, con cierta bondad, no exenta de seriedad, lo contestó:
«¡Buenas noches!»
Renato
esperaba durante la cena un chaparrón violento de gritos y bofetadas. Pero el
padre comía con todo sosiego y le hablaba en un tono normal y sencillo. Al ir a
acostarse, le dijo: «Renato, mañana tienes que madrugar. Necesito el caballo»
Cuando la madre y el hijo quedaron solos en la cocina le preguntó si le había
dado el dinero de la pensión. La madre le contestó que nada le había dado.
Renato se
levantó al amanecer. Era un día frío y duro de invierno. Caía la nieve con
fuerza. Bajó al pantalón y vio a su padre montando a caballo, envuelto en su
amplio capote para ir a cumplir con su obligación de médico. El padre, dándole
el dinero de la pensión, le dijo lentamente y con voz suave: -¡Toma, pero antes
de malgastarlo acuérdate de cómo lo gana tu padre!’ Avivó al caballo y se
perdió en la oscuridad de la noche.
Este
joven, que con el tiempo llegó a ser un gran escultor, cuando siendo ya mayor
recordaba las palabras de su padre, se le saltaban las lágrimas y pensaba que
si él era algo en la vida era debido al ejemplo de su Padre.
Explicación Doctrinal:
El cuarto
mandamiento de la Ley de Dios es: «Honrarás a tu padre y a tu madre.» Hemos de
honrar y respetar a nuestros padres, Porque ellos nos han dado la vida, nos han
traído a un hogar, vivimos en familia y, sobre todo, hay que honrarlos, porque
ellos son los representantes de Dios en la familia.
En todas
partes tiene que haber uno que mande y otros que obedezcan. En una fábrica
manda el director, en una brigada de obreros el capitán, en un batallón el
comandante, en una ciudad el alcalde. Si todos hiciéramos lo que nos da la gana
y no obedeciéramos la vida sería un desorden. Lo que ocurre en una familia en
que los hijos no obedecen, ni estudian, ni ayudan en el hogar, en esa casa,
todo es un completo desorden y anarquía. Por eso, los hijos deben obedecer a su
padres pronto y bien, y ayudar en las necesidades que surgen en el hogar, como
ir a la farmacia, a un recado urgente, a la tienda, etcétera.
Otro
deber de los hijos es estudiar y aprender bien una profesión, oficio o carrera
para ganarse el pan el día de mañana. Otro deber de los hijos es, que den a sus
padres Paz y alegría; tener con ellos atenciones y servicios. Hay hijos que
amargan la vida de su padres, al llevar una vida viciosa y desarreglada. Cuando
los hijos tienen padres indignos, blasfemos o se embriagan, los hijos, con el
debido respeto, les darán oportunos consejos. Dios, en la Sagrada Escritura,
dice: «De obra y de palabra, honra a tu padre para que venga sobre ti su
bendición.» Un medio de honrar a los padres es escucharles atentamente cuando
ellos nos hablan, aconsejan y reprenden.
Cuando,
en las conversaciones entre los padres y los hijos, se discutan puntos de vista
opuestos, debe reinar la reflexión, el respeto y la serenidad. Y si los hijos
observan en sus padres errores en sus ideas u obras, les advertirán con la
debida cortesía y con razones del error que están metidos.
También
hemos de amar y querer a los hermanos y a las hermanas: como también a los
sacerdotes maestros y ancianos.
Norma de Conducta:
Daré a
mis padres y hermanos, amor, alegría, paz y obediencia y ayuda en todo.
Gabriel Marañon Baigorrí
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