Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar con la sola razón, resulta comprensible desde el punto de vista que ofrece la revelación cristiana...
Por: Antonio Orozco | Fuente: Catholic.net
Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar con la sola razón, resulta
comprensible desde el punto de vista que ofrece la revelación cristiana. Hay
unas palabras de San Pedro en su segunda Carta que quizá no han sido
suficientemente meditadas: «¿Dónde queda la promesa
de su venida (la anunciada segunda venida triunfante del Mesías)? Pues
desde que los padres murieron, todo continúa como desde el principio de la
creación».
San Pedro recoge así la protesta de quienes se sienten defraudados por las promesas
cristianas sobre el Reino de Dios que habría de haber triunfado ya sobre toda
especie de injusticia, de sufrimiento, de conflictos sangrantes: ¿no debería estar ya implantado en todo el mundo el Reino
de la justicia, del amor y de la paz?
«Los padres» podían ser primeros cristianos, muchos
de los cuales ya habían muerto y, sin embargo, «todo continúa como desde el
principio de la creación». Lo cual puede ser una evocación de las
múltiples luchas cainítas que siguen flagelando a la humanidad. ¿Cómo seguir creyendo en las promesas predicadas por los
Apóstoles? Las cosas no han mejorado.
«Pero —replica san Pedro— hay algo, queridísimos,
que no debéis olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años
como un día». Mil años nos puede parecer mucho tiempo, desde el punto de
vista de los que estamos inmersos en el tiempo. Pero la mirada de Dios y sus
designios son eternos, y la eternidad tiene en presente pasado, presente y
futuro. Si Jesús nos dice que «el Reino de Dios está cerca», «que está ya en
medio de nosotros», nos habla desde el punto de vista de la eternidad y de los
designios divinos sobre toda la historia de la humanidad.
Nosotros somos a menudo como niños que lo quieren todo y, además, ya. Pero el
hombre adulto ha de comprender que para alcanzar los fines se necesita tiempo;
y todo lo que llega, llega pronto, casi enseguida, porque la vida humana sobre
la tierra es siempre muy corta, acaba, y, como dice san Agustín, todo lo que
acaba es breve. Para Dios mil años son como un día.
¿Por qué permite Dios que los «malvados» sigan haciendo
el mal? La respuesta de quien pasó muchas horas, muchos días, años,
conversando con Jesucristo y meditando tanto sus palabras como sus silencios,
es ésta: «No tarda el Señor en cumplir sus
promesas, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotos, porque
no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 Pe 3,
8-9).
Una vez más, el Espíritu Santo, por medio de sus hagiógrafos, nos revela que el
mal es una permisión de la misericordia de Dios, que quiere que todos los
hombres se salven (cfr. 1 Tim 2, 4; Rom 11, 22) y usa con ellos de una
paciencia infinita, que implica una misericordia tan grande que nos resulta
difícil de comprender.
Desde un punto de vista objetivo la injusticia hace mayor mal al injusto que al
justo que sufre la injusticia. En el justo, el sufrimiento es un vínculo de
unión con la Cruz redentora de Cristo; para el
injusto, las consecuencias del mal que se derivan de su injusticia han de ser
un revulsivo que le ayude a la conversión y alcance, al fin, la salvación
eterna.
El justo, es decir, el santo —en términos bíblicos— no pierde la paz ni la
felicidad profunda, al sufrir la injusticia; es
más, la ofrece por el causante de la injusticia.
En todo caso, la permisión del mal redunda en el bien de los que aman a Dios y
constituye una llamada a la conversión de los que no le aman. Es un aspecto del
«escándalo de la Cruz».
No hay comentarios:
Publicar un comentario