Reflexiones acerca del sentido de la vida
Por: Jutta Burggraf | Fuente: Jutta Burggraf
La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la
más urgente de todas las cuestiones
1.- Introducción
2.- Preguntar por el sentido
3.- ¿Quién es Dios?
4.- ¿A qué está llamado el hombre?
5.- Un nuevo estilo de vida
6.- Reflexión Final
INTRODUCCIÓN
Hace tan sólo unas décadas, Albert Camus podía sintetizar la postura
existencial de su generación con una simple afirmación:
“No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o
no... es la más urgente de todas las cuestiones.”
En nuestro mundo de continuas distracciones, este problema radical ya no es
planteable. Si alguien lanzara una tesis semejante, encontraría probablemente
unas respuestas similares a las siguientes: ¿no
basta dejarse llevar por las situaciones que van y vienen, y vivir simplemente
- de un desayuno a otro, de un telediario al próximo, de un fin de semana al
siguiente? El día a día es ya suficientemente complicado, el estrés es
crónico y nuestras fuerzas son limitadas.
2.- PREGUNTAR POR EL SENTIDO
Según un estilo de vida ampliamente difundido se trata, consciente o
inconscientemente, de evitar “llegar hasta el
final”, impedir que nuestros pensamientos alcancen esa peligrosa
dimensión que pondría en tela de juicio nuestra comodidad. En otras palabras,
estamos en la tierra para disfrutar al máximo. Pero, por otra parte, nos
resulta evidente que estamos muy lejos de lograrlo. Tarde o temprano llegarán
el aburrimiento, la enfermedad, sufriremos el fracaso o el rechazo. Las frustraciones
están programadas. “El drama consiste en que nunca
podemos emborracharnos suficientemente,” confiesa André Gide en su
diario. Es digno de considerar que justamente aquellos que buscan el placer
inmediato, no raras veces muestran la incapacidad de alegrarse, llevan en sí el
hastío de la propia vida.
Otros piensan que han nacido para trabajar, para contribuir con sus talentos
prácticos, artísticos, intelectuales o sociales al bienestar de su familia y al
progreso del mundo; o para conseguir simplemente estimación, aplauso y éxito.
Nuestras sociedades de competitividad se centran, de hecho, en el desarrollo y
el progreso, y nos invitan a considerar la vida como una carrera que hay que
ganar.
Pero al final llegamos al mismo dilema. ¿Qué pasa
cuando nos confirman la invalidez laboral, cuando nos convertimos en una carga
para los demás? Entonces se acaban el trabajo y el aplauso, no la vida;
y nos movemos en el vacío.
Podemos descubrir, al menos en ciertas situaciones límites, que no conviene
reprimir la pregunta por el sentido último de la propia existencia. Tal actitud
no puede engendrar más que resignación o amargura, a no ser que alguien consiga
vivir de un modo extremadamente superficial. ¿Por
qué levantarme cada mañana, si algún día se acaba todo? ¿Por qué construir una
casa y fundar una familia, si en doscientos años ya no existen ni la casa ni mi
familia? “Debo basarme en una verdad indiscutible; sólo entonces puedo llegar a
ser feliz,” afirma el mismo Nietzsche.
Si el último sentido de la vida no se encuentra más allá de nosotros, en la
eternidad, no puede satisfacernos plenamente: todos nuestros esfuerzos serían
en el fondo absurdos. Un filósofo conocido lo expresa con sencillez: “Sólo si creo en Dios, estoy plenamente seguro de que mi
vida de hecho tiene sentido.”
a) Respuestas desde la fe
La fe cristiana responde de un modo rotundo y solemne a nuestras preguntas más
profundas: “Como la creación procede totalmente de
Dios, existe también... totalmente para Él, para su gloria y para su honra. El
primer sentido de la creación es la gloria de Dios.” El mundo entero es
una alabanza del Creador: “El cielo proclama la
gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos.”
Podemos encontrar esta afirmación también en otras religiones. “No has visto que se prosternan ante Dios todos los que
están en los cielos y todos los que se encuentran en la tierra, y el sol, y la
luna, y las estrellas, y las montañas, y los árboles, y los animales? –
pregunta el Corán-. ¿No has visto que todo lo que
existe en los cielos y en la tierra celebra las alabanzas de Dios, y también
los pájaros al extender sus alas? Cada uno conoce su oración y su
alabanza.” Y Tagore exclama. “¡Cómo cantas, Señor,
en los pájaros, cómo alumbra tu aurora el latido de nuestros corazones, cómo
todo es un rumor que canta tu grandeza!”
De todas las criaturas visibles, sólo el hombre es capaz de darse cuenta de lo
que Dios ha hecho por él: “Tú has formado mis
entrañas, me has plasmado en el vientre de mi madre... No se te ocultaban mis
huesos cuando en secreto iba yo siendo hecho, cuando era formado en lo profundo
de la tierra.” Este descubrimiento puede moverle a unirse al coro de la
naturaleza y responder con agradecimiento y alabanza a la generosidad del
Creador.
Pero cabe también otra posibilidad: cerrar los ojos a los dones recibidos. A
este respecto, Péguy hace decir a Dios: “Yo brillo
de tal manera en mi creación, en el sol, en la luna, en las estrellas..., en la
faz de la tierra y en la faz de las aguas..., en la luz y en las tinieblas, en
el pan y en el vino, en el corazón del hombre que es lo más profundo que hay en
el mundo..., yo brillo de tal manera en la creación que para no verme sería
necesario que estas pobres personas fueran ciegas.” Ratzinger es todavía
más explícito: “El hombre puede ver la verdad de
Dios en el fondo de su ser creatural… Sólo se deja de ver cuando no se la
quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver… El que la lámpara de señales
no centellee, es consecuencia de haber apartado voluntariamente la mirada de lo
que no queremos ver.”
Distanciarse de Dios lleva a una vida humanamente empobrecida. Guardini
advierte que podemos enfermar espiritualmente, cuando nos engañamos a nosotros
mismos en el tratamiento de la verdad. Pero también podemos sanar: cuando nos abrimos a la grandeza de Dios, actuamos en
armonía con nuestra naturaleza espiritual y establecemos una correcta relación
con la verdad. Entonces “crecemos” interiormente;
la mirada se aclara, el espíritu se renueva, el corazón se purifica y se
dilata. Estaremos en condiciones para llenar nuestra vida de contenido.
Cuando miramos a Dios, recibimos de Él el porqué de la existencia. Entonces
comprendemos que también nosotros estamos llamados a alabarle, no sólo
ontológicamente como el resto de la creación visible, sino consciente y
libremente: somos capaces de expresarle la admiración y el asombro por todo lo
que Él es y por todo lo que Él ha hecho por nosotros. “Dios
y Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Has exaltado tu
majestad sobre los cielos.”
Dar gloria a Dios es reconocer su bondad y contarla a los demás. “También
nosotros, llenos de alegría..., aclamamos tu nombre cantando.”
b) Primeras clarificaciones
Estos planteamientos, por hermosos que sean, no parecen ser, a primera vista,
un programa real de actuación para el hombre moderno, sino más bien una mera
teoría, elaborada en otros tiempos y para otro tipo de personas, sin conexión
alguna con nuestra vida cotidiana. En efecto, cuando nos detenemos a
considerarlos en serio, surgen interrogantes de envergadura.
¿EGOÍSMO DIVINO?
¿Para qué quiere Dios mi alabanza? ¿Qué obtiene con
que yo le diga que es grande y maravilloso? ¿No aparece Dios aquí como un ser
egoísta y narcisista que nos ha creado únicamente para demostrar su propia
gloria, tal como le presentó Kant en el siglo XVIII?
Es evidente que un Dios infinito no necesita nada de sus criaturas. El
silencio del hombre no puede oscurecer en absoluto su gloria que, en realidad,
no es otra cosa que Él mismo, en cuanto que su ser es luz, belleza, esplendor
y, sobre todo, amor. La palabra hebrea kabod (“gloria”)
es el peso de Dios que se derrama y comunica. Es la bondad inmensa que
se manifiesta en el rostro de Cristo. Nosotros damos gloria a Dios cuando
participamos de esta bondad. Así es como entendemos que Dios nos ha creado para
su gloria: nos ha creado para que entremos en su
vida de amor, para que seamos sumamente felices.
Dios no quiere demostrar su gloria, sino mostrárnosla para hacernos
partícipes de ella. Ha encaminado la creación libremente y por amor hacia
nuestra felicidad. Ésta, que tanto deseamos, nunca la alcanzaremos de modo
pleno, si la buscamos en la posesión o en el placer, sino precisamente a través
de una relación amorosa con nuestro Creador.
Cuando Dios “bendice” al hombre, le colma de
sus dones. Cuando el hombre “bendice” a
Dios, le reconoce digno de adoración, dice bien de Él. De esta forma, la
bendición descendente de Dios hacia nosotros produce una bendición ascendente
de nosotros hacia Dios. Nuestra alabanza es eco y respuesta al amor divino;
conduce a un encuentro de amistad entre Dios y nosotros.
El sentido de la vida consiste en este encuentro, en la comunicación y la
amistad con Dios, que se expresan “mediante la
fiesta y la celebración, el agradecimiento y la bendición.”
¿ALABAR EN LA TRIBULACIÓN?
¿Pero cómo es posible alabar a Dios en el mundo que
nos rodea? ¿Qué le podemos decir de bueno, cuando lo que contemplamos es casi
todo malo? ¿Cómo darle gracias en medio del sufrimiento y del dolor?
Efectivamente, la alabanza no se funda en una actitud ingenua. No nos lleva a
cerrar los ojos ante enfermedades, injusticias, conflictos y guerras. Tampoco
nos hace comprender todo lo que pasa en nuestra vida. Pero sí conduce a mirar
las situaciones desde otra perspectiva. Su secreto consiste en comprender que
el mal tiene su origen en nosotros, no en el Creador, y que –a pesar de ello-
no hay ninguna situación, por adversa y penosa que sea, que no esté envuelta
por el amor de Dios.
Según la fe cristiana, “Jesús es el Señor”. Es
Él quien guía la historia y la vida de cada hombre hacia un bien que muchas
veces nos trasciende. Quien está convencido de esa verdad, ya no quiere vivir
con la queja a flor de labio, ni con la amargura en el corazón, como si Dios no
supiera llevar bien los asuntos de su vida. Descubre el gozo de vivir como hijo
en la casa de su Padre, y adquiere fuerzas para colaborar en la superación de
los problemas que se le presenten. En otras palabras, la alabanza es el estilo
de vida de los que creen.
Entonces, ¿quién es Dios en realidad? ¿Y a qué llama al
hombre en concreto?
3.- ¿QUIÉN ES DIOS?
Dios se nos ha manifestado en la plenitud de los tiempos como Padre, Hijo y
Espíritu Santo. La Trinidad es, de alguna manera, la “vida
interior”, la misma “intimidad” divina;
es un misterio de comunión profunda, un misterio de donación mutua y constante.
Nos hace vislumbrar –aunque sólo de lejos- lo que quiere decir que “Dios es Amor.”
Que Dios, desde la eternidad, es en sí vida y amor significa su
bienaventuranza plena y es, para nosotros, en medio del dolor y de la muerte,
el fundamento de nuestra esperanza: la realidad más
profunda de nuestro mundo y la raíz de nuestra existencia es el amor divino, un
derroche de vida y de felicidad.
a) El amor de Dios según el Antiguo Testamento
Yahveh aparece majestuoso y lleno de poder en el Antiguo Testamento. Es el
Creador y el Rey, grande por encima de toda medida. Lo asombroso es que este
Dios tan inmenso y fascinante se preocupa de lo que es minúsculo y parece insignificante.
Declara al hombre su gran amor: “No temas, que
yo... te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo
estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de
gran estima, yo te quiero.”
No es sólo en los acontecimientos importantes, sino también en la vida
diaria donde el pueblo elegido descubre la presencia de Yahveh, su amor y su
ternura, su perdón y su fidelidad. Dios está cerca de los hombres, se hace
accesible a ellos; les sale al encuentro, les salva y protege, los guía y les
colma de innumerables bienes. “¿Puede acaso una
mujer olvidarse del hijo que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas?
Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidaría de ti. Mira, en la palma de
mis manos te tengo tatuado.”
Mientras Israel se aparta con frecuencia del camino recto, Dios se
muestra clemente y fiel. Acoge al pueblo en su debilidad y le perdona su culpa.
“Vacilarán los montes, las colinas se conmoverán,
pero mi bondad hacia ti no desaparecerá,... dice Yahveh, el que de ti se
compadece.”
El hombre no suscita ni merece la misericordia divina. El amor de Yahveh es
anterior a su existencia, y es lo único seguro que existe. “Más grande que los
cielos es tu amor, más alta que las nubes es tu fidelidad.”
b) La “humildad” de Dios según el Nuevo Testamento
Dios nos manifiesta en el Nuevo Testamento que su entrega a los hombres no
tiene límites. Está dispuesto a compartir nuestras necesidades y nuestros
sufrimientos. Por eso oculta la gloria de su divinidad y se hace presente en
Jesucristo. Toma libremente el camino descendente para sanarnos en lo más hondo
de nuestro ser y atraernos al corazón de su amor trinitario.
DIOS DE LOS PEQUEÑOS
Isaías había anunciado ya la ternura del Mesías:
“No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha que se extingue.”
Su misión consistirá en “llevar la Buena Nueva a
los pobres, curar los corazones oprimidos, anunciar la libertad a los cautivos
y la liberación a los presos.”
Jesucristo ofrece a todos los hombres el don de una nueva vida, que consiste
esencialmente en una nueva amistad con Dios. No excluye a nadie, por pobre y
pequeño que sea. Se muestra cercano a los afligidos y abatidos, a los enfermos
e ignorantes, a los marginados y condenados: “Venid
a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.”
Los débiles y despreciados de toda clase descubren en Jesús una felicidad
inesperada. Se ha acabado el tiempo de la soledad, de la vergüenza y de la humillación.
Sienten cómo son acogidos, cómo se les devuelve una dignidad en la que ya no
creían.
Jesús se hace amigo de los niños y de los pobres, e incluso se identifica con
ellos.
El niño simboliza a todos los que no pueden desenvolverse solos, el pobre
representa a los que tienen “hambre y sed”, los
que están encarcelados o en una tierra extranjera. “Cuánto
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.” Es
un misterio sobrecogedor que el mismo Dios -la grandeza, la belleza y el poder
absoluto- se oculte en el más pequeño, en el más débil, en el que sufre más.
Los hombres solemos admirar a una persona importante y grande, pero también la
tememos. Ordinariamente es más fácil amar a alguien que es débil y que nos
necesita. Quizá sea esta una de las razones por las que Jesucristo se hace
pequeño y vulnerable: quiere entrar en comunión con nosotros. Nos enseña así
que la lógica del amor es distinta de la de la razón o del poder: amar es ponerse al alcance del otro.
DIOS DEL PERDÓN
En su paso por la tierra, Jesucristo perdona los pecados a los que se
arrepienten de ellos; al mismo tiempo nos revela la alegría de Dios al
perdonar; nos muestra a un Dios que se “conmueve” ante
nuestro destino. La parábola de la oveja extraviada, por ejemplo, nos da a
conocer la felicidad del pastor que recupera su pequeño animal; no dice nada
sobre el “estado anímico” de la oveja: cuando el
pastor la encuentra, se la coloca, rebosante de alegría, sobre los hombros.
En la narración de la mujer pobre que ha perdido una moneda, Jesús nos lleva de
nuevo más allá de la escena cotidiana. El desvalimiento y la angustia de esta
pobre mujer son una imagen de otro dolor, en este caso infinito: el “dolor” del mismo Dios en su búsqueda del hombre
perdido. A través de la protagonista de la parábola, Jesús nos habla de Dios
que está removiendo cielo y tierra para encontrar lo que está perdido. Y la
alegría de la mujer al encontrar su moneda es la felicidad de Dios por haber
encontrado al hombre desviado.
La historia del hijo pródigo expresa el mismo hecho con la máxima claridad.
Cuando el padre ve a su hijo volver a él -descamisado, delgado y mugriento-,
corre a abrazarle, sin juzgarle, sin hacerle reproches, sin ni siquiera decirle
“te perdono”. El padre sólo tiene un deseo:
recuperar a su hijo, vivir en comunión con él. Este deseo es más fuerte que las
heridas que el joven le ha provocado.
Así ama Dios a los hombres. Baja del cielo para liberarles de su culpa y su
miseria. No es nuestro amor la causa y la medida del perdón divino. Es el amor
misericordioso y absolutamente gratuito de Dios el que, por el contrario,
tiende a provocar nuestro amor contrito y agradecido.
DIOS-SIERVO
Cuando Jesucristo comienza su ministerio público, Juan el Bautista declara que
no es digno de ponerse de rodillas ante Él para desatarle la correa de sus
sandalias. Más tarde, una mujer pecadora lava con sus lágrimas los pies del
Mesías, y María de Betania los unge con un valioso perfume. Estos gestos, por
pequeños que sean, parecen adecuados en el trato con un Dios que se ha hecho
hombre, ya que expresan mucho respeto y un gran amor.
Sin embargo, poco antes de la pasión vemos a Jesús arrodillado ante los apóstoles lavando sus pies. En lugar de servir al maestro, es ahora el maestro quien sirve a sus discípulos. De esta manera les da a entender que el Reino prometido ya ha llegado -el Reino en el que el mismo Señor “se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá.”
Estamos de nuevo en esta lógica de amor de un Dios que desciende, y desciende a
lo más bajo. Un Dios que se humilla. Nos encontramos ante un Dios que se hace
pequeño y pobre, que ocupa el último puesto, el puesto del niño o del esclavo.
En la cultura judaica de aquel tiempo, era normalmente el esclavo el que lavaba
los pies a su señor. “Yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve.”
Jesús nos ha prestado el máximo servicio con su muerte en la cruz. Allí
escuchamos la última palabra del amor, si es que puede tenerla el amor. Que
Dios se haya revelado definitivamente en un crucificado es algo que contradice
todas las expectativas humanas. Es “escándalo para
los judíos, locura para los gentiles.” Dios pobre, se pone de rodillas
como un simple criado, se deja atacar e injuriar, ya crucificado. Es un
escándalo. Es nuestro mundo al revés. Y es un mensaje de amor.
Jesús revela a un Dios que se oculta en la pequeñez, desciende a la debilidad
completa y se deja vencer. Su descenso se inicia cuando toma la naturaleza
humana, se manifiesta claramente en el lavatorio de los pies y culmina en la
pasión y la muerte. “Hemos visto su gloria,”
exclama San Juan, refiriéndose principalmente a la gloria de la cruz. La
“gloria de Dios” es el amor.
Un Dios que se pone de rodillas y sirve a los hombres “hasta
el fin” es, realmente, muy diferente a ese Dios legislador, severo,
pronto a condenar –e incluso “egoísta”-, tal
como algunos le han visto a través de los siglos.
4.- ¿A QUÉ ESTÁ LLAMADO EL
HOMBRE
En una ocasión, Jesucristo muestra un denario a la gente diciendo: “Dad al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo
que es de Dios.” La moneda que lleva acuñada la imagen de Augusto,
pertenece al César, pero el hombre, que es imagen de Dios, pertenece a Dios.
Hay en cada persona una parte que no es de la competencia de las autoridades
humanas, una dimensión de trascendencia de la que ningún poder humano puede
disponer. En cuanto imagen divina, el hombre está directamente vinculado a
Dios, que le invita a entrar en su Reino.
El Reino de Dios no es una estructura social o política. Es Dios mismo, y la
vida con Él nos es presentada como un banquete copioso, es decir, una comunidad
en alegría. “Yo dispongo un Reino para vosotros,
para que comáis y bebáis en mi mesa en mi Reino.” Allí hay comunión, hay
amistad y donación mutua. Y se nos manifiesta de nuevo que lo más importante no
son el saber ni el poder, sino el amor que mueve a poner todo saber y poder al
servicio de los demás.
Como Dios es un profundo misterio de comunión, el hombre –su imagen- está
llamado a realizarse en la comunión. En otras palabras, tiene que hacerse cada
vez más capaz para el amor, la entrega y la amistad, tiene que preocuparse cada
vez más por la suerte de los demás y compartir con ellos los altibajos de la
vida. Eso no es algo casual, decorativo y, al fin y al cabo, superfluo para la
persona, sino que es absolutamente imprescindible para el despliegue de los
dones que ha recibido de su Creador, y para su propia felicidad.
El hombre está llamado a transparentar la gloria, la bondad y el amor de Dios
en el mundo que le rodea. Tiene, efectivamente, una tarea muy grande por
cumplir. Pero no se encuentra solo ante ella. Porque Jesucristo no sólo le
desvela el último sentido de su existencia; al mismo tiempo le invita a
recorrer con Él el camino que conduce hacia su plena realización.
a) Acoger la propia debilidad
Se ha dicho a veces con San Agustín que Dios está más cerca de mí que yo de mí
mismo. Es también más leal conmigo que yo conmigo mismo. En ocasiones, no somos
leales con nosotros mismos, no somos auténticos o verdaderos. No queremos
vernos como realmente somos. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser “fuertes” y a “defendernos”
en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto
prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos,
nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento
un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio:
niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.
Un “rico” –en el sentido más amplio de la
palabra- se siente satisfecho de sí mismo, y no reconoce su necesidad de amor,
su necesidad del otro. El fariseo del Evangelio, por ejemplo, se siente tan
perfecto que todos deben saberlo. Es un hombre que hace de la salvación un negocio
de compraventa: tantas obras realizadas, tanto capital acumulado, tanto derecho
a la salvación. Sus relaciones con Dios son de haber y debe, de ganancias y de
deudas. Considera la observancia de la ley como un fin en sí. No sabe alabar,
porque no mira a Dios, sino hacia sus propias obras. Y no comprende que es más
importante tener un corazón misericordioso que observar escrupulosamente un
reglamento.
Jesús sabe que la tentación de los hombres será siempre la de imitar a los “reyes de las naciones”. El peligro estriba en
dejarse seducir por lo que es grande, por el poder y las riquezas, por la
adquisición de éxito y de admiración, de placeres y privilegios. Pero si
buscamos estas cosas de un modo compulsivo, no sólo nos apartamos de Dios
–creando nuevos dioses-, sino que también nos alejamos de nosotros mismos,
porque deformamos nuestra naturaleza y rechazamos ser aquellos que Dios ha
querido desde siempre.
Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa y cierra su apertura a
la trascendencia, no está ni en contacto consigo mismo, ni tampoco le será
posible abrirse a un mundo superior. Para lograrlo, es indispensable “desarmarse”, aceptar que soy vulnerable,
reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias y renunciar, finalmente,
a las seguridades humanas. La ayuda de Dios no nos faltará en esa empresa. Dios
quiere mostrar su fuerza justamente en la flaqueza del hombre; por eso suele
escoger lo que es débil e insignificante ante los ojos del mundo.
Jesús toca ese misterio en la parábola del banquete nupcial que un rey ofrece
para su hijo. Los que gozan de reputación en la sociedad, gente sin duda
virtuosa y religiosa, rechazan su invitación. Tienen otras cosas que hacer;
están demasiado ocupadas. Los pobres, en cambio, los lisiados y tullidos están
disponibles; vienen y llenan la sala. Aquí vemos de nuevo que se ha invertido
el orden de cosas. Los pequeños son los que se acercan más a Dios. Los
excluidos son los elegidos.
Un viejo proverbio dice: “El éxito no es un nombre
divino.” Jesús, de rodillas ante sus discípulos, manifiesta que para
entrar en su Reino hace falta humildad y tener el corazón de un niño. ¿Es posible crecer hacia una nueva libertad si no somos
conscientes de nuestra falta de libertad? ¿Podemos desear ver, si no nos damos
cuenta de que somos ciegos? El mismo Dios invita a cada uno de nosotros,
rico o pobre, a recorrer este camino de descenso; nos llama a todos a la
sencillez. Quien no salga de la suficiencia y acepte la propia indigencia, “quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no
entrará en él.”
La verdadera alabanza de Dios pasa por el camino de la infancia, de la pobreza
interior, del desprendimiento. Pasa por un camino que nos libera de tantas
ataduras superfluas.
b) Abrir el corazón a la gracia
Es famoso el “lamento” de Dios que recoge el
libro del profeta Isaías: “Este pueblo se me acerca
con la boca y me glorifica con los labios..., y su culto a mí es precepto
humano y rutina. Dios no nos pide sólo obras exteriores; en primer lugar quiere
entrar en nuestro corazón.
El corazón era, para los israelitas, el centro íntimo de la persona, allí donde se traman los planes y proyectos y donde se decide la vida entera del hombre. Es el fondo mismo de nuestro ser, ese lugar profundo y misterioso donde siempre podemos ser más verdaderos y más capaces de amar, más fieles y llenos de vida. Allí se esconde el último secreto de nuestra libertad interior: podemos acoger o rechazar el amor que Dios nos ofrece.
Para vencer el mal, hace falta “convertirnos”, abrirnos desde lo más hondo a la gracia divina. Ésta cambia la misma raíz de nuestro ser y –en la medida en que no ponemos obstáculos- nos modela y poda hasta transformarnos, poco a poco, en quienes Dios ha querido al crearnos. La obra de la gracia es, ordinariamente, muy discreta y nada espectacular. Jesús presenta su Reino como una realidad oculta en el corazón humano, como un acontecimiento que ocurre en medio de nuestras experiencias más normales y cotidianas.
La conversión forma el comienzo de una nueva vida en Cristo. Nos abre los ojos
ante los muchos dones que nos han sido otorgados. Con esta nueva mirada es
sencillamente imposible considerar a Dios como un tirano “egoísta” que infunde temor; se descubre, al
contrario, que es Amor infinito, Amor generoso y eterno.
El hijo pródigo de la parábola de Jesucristo conocía muy poco el corazón de su
padre. Pero cuando vuelve a casa, después de haber malbaratado su herencia, y
ve que este señor ya mayor corre hacia su encuentro, entonces se da cuenta de
lo que él significa verdaderamente para su padre, y lo que nunca ha dejado de
ser para él, ni siquiera en su degradación más profunda. En este momento
aprende a decir “padre” de una manera
absolutamente nueva, con la alegría de un hijo que se sabe amado: comprende,
por fin, que hay alguien en el mundo que le quiere de verdad, que sigue cada
uno de sus pasos y le espera siempre; hay alguien que confía en él, pase lo que
pase, alguien para quien él es muy importante. Esto es, probablemente, lo
esencial de la conversión evangélica: aprender a
llamar “Padre” a Dios, descubrir la inmensidad de su amor misericordioso.
Nuestro corazón de piedra, lleno de miedos y de bloqueos, debe ser transformado
en un corazón de carne, vulnerable, compasivo, abierto a los demás. En la
medida en que la gracia divina opera este milagro, podemos alabar a Dios “con todo el corazón”, es decir, con todas
nuestras capacidades, con la inteligencia, la voluntad y el rico mundo de los
sentimientos, con la memoria y la imaginación, y hasta con los pensamientos y
deseos más ocultos.
c) Perdonar al enemigo
Jesucristo llama a sus discípulos a una actitud enteramente nueva. Es también
nueva su invitación a perdonar setenta veces siete, a hacer el bien a los que
nos odian, a ser mansos y no violentos. Lo esencial del mensaje cristiano es el
amor a los enemigos. Es algo tan extraño, hablando tan sólo desde el punto de
vista terreno, como la identificación de Dios con los pobres y marginados.
El “enemigo” del que habla el Evangelio no
sólo existe en la guerra. Está muy cerca de nosotros. Es aquel que ha pasado de
largo ante nuestras necesidades, que nos ha hecho algún daño o que amenaza
nuestra libertad. Es aquel de quien huimos y con el que no nos queremos
comunicar.
A lo largo de la vida, todos recibimos heridas que nos van marcando. Podemos
esconderlas y sepultarlas en lo más profundo de nuestro ser, detrás de barreras
que levantamos para protegernos. Pero tal actitud no lleva ni a la realización,
ni a la felicidad. El odio es como una gangrena que nos carcome. La venganza y el
rencor envenenan la vida. Hacen que las heridas se infecten en nuestro
interior, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales.
Sólo en el perdón brota nueva vida. La palabra griega para perdonar, aphíemi,
significa liberar, desatar; es saldar la deuda o el castigo. Estamos invitados
a liberarnos de las heridas del pasado, que a menudo dominan nuestras
actuaciones y nos separan de los demás. En esta tarea, los “enemigos” son nuestros mejores maestros, porque
su presencia es un reto que nos impulsa a ahondar, y nos dan así la oportunidad
de conocernos y de mejorar.
En 1977, Miguel Ángel Estrella, un conocido pianista argentino, era secuestrado
en Uruguay, torturado, desaparecido durante dos meses y luego encarcelado.
Después de su liberación contó: “Durante las
sesiones de tortura, rezaba el Padrenuestro. Me era muy difícil decir con
convicción la penúltima frase ‘perdona nuestras ofensas, como nosotros también
perdonamos a los que nos ofenden.’ A veces, me saltaba esa frase, porque sentía
que no podía decirla honestamente, hasta tal punto me hacía daño la violencia
física. No estaba en condiciones de perdonar a aquella gente. Sin embargo, en
la última sesión de tortura, cuando me amenazaron con cortarme las manos, les
dije que no tenía ganas de morir, que me quedaban todavía muchas cosas que
hacer en la vida..., pero que estaba dispuesto a perdonarles, si me cortaban
las manos y si me mataban, y que tenían que saber que de todas formas estaban
equivocados.”
Perdonar la indiferencia, las humillaciones o la envidia, es un signo de
sabiduría y de eficacia en la vida. El pianista continúa su relato: “Los militares me decían: ‘No eres un buen cristiano; si
no, serías rico, tendrías mucho poder, no vivirías austeramente... Vamos a
destruir en ti toda capacidad de tocar y de sonreír, y no volverás a ser el
hombre que eras.’… Jamás vi la cara de aquella gente. Llevaba una capucha de
algodones en los ojos y estaba atado de pies y manos, pero detrás de mi
capucha, me acuerdo de que sonreía, porque me decía: ‘¿Quiénes se han creído
que son? ¿Piensan que van a ser más fuertes que el amor?’ Y estaba seguro de
que, de alguna forma, el amor sería más fuerte que el odio… Sentía la presencia
de Dios a través de la gente. Ellos me decían. ‘Estás solo.’ Pero yo escuchaba
una voz que me decía: ‘Eres miles. No estás solo.’”
Para vivir la vida, hace falta mucha alegría. No conviene desgastar el ánimo,
despertar el odio. El pianista recordó que durante las sesiones de tortura
rezaba: “Señor, si me ayudas a salir de aquí,
quiero hacer con la música algo en contra de la intolerancia, el racismo, el
salvajismo de la tortura.” Entonces escuchó interiormente una voz que le
decía: “¿Por qué hacerlo contra? Hazlo por.” Así
nació la idea de una Música para la Esperanza.”
También Martín Luther King nos ha dado un gran ejemplo. Cuando fue matado en su
lucha no violenta contra el racismo y las injusticias, se volvió con el rostro
ensangrentado hacia el que le arrojó una piedra, y le dijo: “God bless you” (Dios te bendiga).
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo
tipo de venganza. No habla de los demás desde sus heridas, evita juzgarlos y
desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto. A veces
hace falta comprender que en los que nos han hecho daño hay bloqueos que les
impiden admitir su culpabilidad. Perdonar es tener la firme convicción de que
en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de
cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de
los demás. Ningún hombre está totalmente corrompido; en cada uno brilla una
luz.
Con el perdón se inicia un proceso que nos conduce a aceptar e incluso amar a
los que nos han herido. Ésta es la última etapa de la liberación interior.
d) Confiar en Dios
Según nos cuenta el Evangelio, Jesucristo pide al joven rico que se deshaga de
sus bienes. Su actitud, sin embargo, tiene poco que ver con la de un maestro
espiritual que da este consejo a su discípulo, con el objeto de facilitarle el
acceso a la libertad de espíritu. La exigencia de Jesús tiene otro sentido. Lo
que espera de aquel joven es, en realidad, la confianza incondicional en su
Persona. Le pide que lo deje todo para seguirle a Él, para unirse a Él.
El Señor no promete a sus discípulos una vida cómoda y fácil. Les anuncia, por
el contrario, que tendrán que aguantar hambre y sed, calor y frío,
incompresiones y persecuciones. Les llama hacia la cruz. ¿Pero es posible alabar a Dios en medio de una vida llena
de adversidades?
Una mirada al Antiguo Testamento nos da la respuesta. Israel lloró, se estremeció y se rebeló ante Dios. El libro de los Salmos es el mejor exponente de todas sus quejas y amarguras. Sin embargo, el título hebreo de este libro puede sorprender no poco: es Tehillim, que significa “oraciones de alabanza”. Es decir, todo lo que está escrito en él, incluidos los gritos de dolor, son –en última instancia- un himno de alabanza a Dios. Más allá de sus lamentos, Israel creyó en la bondad de Yahveh.
Tampoco hoy nos es posible comprender el dolor. Pero a la luz de la pasión,
muerte y resurrección de Cristo podemos aceptarlo en la seguridad de que tiene
un sentido escondido a nuestra mirada. Dios nos invita a poner nuestra vida en
sus manos. Hace suyas todas nuestras preocupaciones. Y nos enseña que las
quejas y murmuraciones no son más que actos de rebeldía contra Él; son como
acusarle de administrar mal los negocios de nuestra vida. “Un cierto tono de queja se encuentra en contradicción con la
esencia del amor. El amante acepta gustoso el sacrificio y no echa en cara al
amado lo que él le pide. Desde el fondo de su ser, dice alegremente que sí a
ese dolor, saluda la cruz que le une con Cristo”.
La fe no nos permite hacernos insensibles o cerrar los ojos ante el misterio
del mal. Nos ayuda, en cambio, a descubrir el rostro de Cristo en todas las
situaciones. Este rostro, lleno de amor, tiene las huellas de la pasión. Dios
llama a sus amigos a la cruz. La afirmación cristiana del mundo, por tanto, no
tiene nada que ver con un optimismo barato. Puede
realizarse con lágrimas. La felicidad que nos produce la vida con Cristo, “es
verdadera y grande, pero se funda en el dolor”.
También los momentos oscuros pueden ser una fuente de alabanza: el dolor, la
congoja, los apuros económicos, la sonrisa que nos han negado, la palabra que
no hemos recibido, la injusticia que hemos sufrido, la derrota. La alabanza no
puede estar a expensas de los gustos o disgustos, de las ganas o desganas.
Brota de lo íntimo del corazón y no depende del vaivén de las emociones. San
Francisco de Asís compuso su famoso Himno al sol para honrar a Dios estando
enfermo en San Damiano: “Omnipotente, altísimo,
bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres
digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención...”
Estamos llamados a alabar a Dios también en las circunstancias difíciles
de nuestra vida y mostrarle nuestra confianza precisamente en ellas. “Aunque pequemos somos tuyos, pues reconocemos tu
poder. Pero no pecaremos porque sabemos que te pertenecemos.”
El poder transformador de la gracia divina actúa a veces con mayor fuerza allí
donde Dios parece estar más escondido: en la experiencia del sufrimiento, de la
humillación, en el fracaso y abandono, y en la muerte. Una escritora influyente
afirma que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus
milagros. ”Hay ciertas flores que sólo florecen en
el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado.
Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos
encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación.”
En todas las circunstancias gozosas o dolorosas puede brotar la alabanza que,
en el fondo, no es otra cosa que un compromiso de amor con Dios.
5.-UN NUEVO ESTILO DE VIDA
Dar gloria a Dios no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de
vivir. Dios nos llama a un estilo de vida completamente nuevo: nos invita a
entrar en su Reino, no sólo después de la muerte, sino aquí y ahora. Para quien
ha comprendido esto, la unión con Cristo llega a ser más importante que
cualquier otra cosa. Una pequeña anécdota lo ilustra de un modo gráfico: en una
ocasión, preguntaron a un párroco por uno de sus feligreses: “¿Quién es el señor que acaba de salir de la iglesia?” Y
el párroco contestó: “Es uno de mis ancianos que
vive en comunión con Dios y que, además, hace zapatos.”
Vivir con Dios es una experiencia liberadora; es como si una persona hubiera
atravesado el Mar Rojo, haciendo el paso de la esclavitud a la libertad. Tiene
ahora una nueva conciencia de sí misma, siente un gran alivio y un amor que
corresponde a los deseos más profundos de su corazón. El hombre no se contenta
con soluciones pasajeras. No quiere vivir cien años, sino para siempre. No
quiere ser un poco feliz, sino plenamente. El único camino para lograrlo es la
comunión con Cristo: “¿Cómo es, Señor, que yo te
busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco
la vida feliz.”
Una persona libre, por fin, sabe liberar también a los demás. Despierta la vida
de los que le han sido confiados, y ayuda a cada uno a crecer según su propio
ritmo.
a) Servir a los hombres
No es verdad que la fe en la vida eterna haga insignificante la vida terrena.
Por el contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también
esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso.
Si Jesucristo lava los pies a sus discípulos, éstos serán entonces llamados a
ser pequeños, a ir en ayuda a los demás, pero no prestarán esta ayuda desde
arriba, sino desde abajo. “¿Comprendéis lo que he
hecho con vosotros?... para que también vosotros hagáis como yo he hecho con
vosotros.” Es la única vez que el Hijo de Dios se pone de ejemplo. Desea
que sus seguidores vivan constantemente en una actitud interior de servicio;
que cada uno lave los pies a los otros, también a las personas que le hayan
hecho algún daño. No somos nosotros los que hemos de juzgar o condenar. Cada
persona es importante y sagrada, sean cuales fuesen sus deficiencias y errores,
su fragilidad y su vida pasada.
Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la
vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o
menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único
y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia
belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en
manifestar al otro la alegría de estar a su lado.
Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de
mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro;
desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no
hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando
alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve acogedor y amable.
Surge en él una vida nueva que le hace madurar y crecer. Entonces también él
puede abrirse a Dios y entender que hemos sido creados para participar en su
gloria. La alabanza que brota de su corazón es “salud
que se puede escuchar”.
b) Alabar a Dios
Aquellos cuyos ojos han sido abiertos por la gracia, encuentran en su vida
miles de motivos y de ocasiones para alabar y glorificar a Dios. Chesterton
afirma que siempre tenía la “convicción casi
mística” de que se encuentra un milagro en el fondo de todo lo que
existe. Cada cosa tiene un sello divino, y quien lo descubre, es feliz y da
gracias al Creador. “A Yahveh mientras viva
cantaré, mientras exista entonaré salmos a mi Dios.” Toda la existencia puede
convertirse en una canción de alabanza para el Señor. Estamos invitados a vivir
cantando.
Dar gloria a Dios es nuestra vocación en la tierra y, en cuanto tal, nos
compromete por entero. “Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar,” exhorta
San Agustín. Cuando alabamos a Dios, se unifican todas nuestras capacidades y
se nos devuelven la armonía y el equilibrio rotos por el pecado. Descubrimos el
amor divino en el fondo de nuestro ser. “Cada
respiración, cada latido del corazón, cada sístole y cada diástole, cada
leucocito, cada glóbulo rojo es un gesto de amor de Dios, un beneficio que de
él hemos recibido.”
La alabanza no es algo que sucede sólo en el corazón, en la pura interioridad
del hombre, sino que se manifiesta hacia fuera. El que ha recibido una gracia,
sale al encuentro de los demás para contarles lo que ha pasado en su vida. “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, te alabaré en medio
de la asamblea.”
En los textos bíblicos, la alabanza se resume con frecuencia en una sola
palabra: aleluya, que significa sencillamente “alabad
al Señor”. El que pronuncia el aleluya, invita a los otros a la alabanza. “Alabad al Señor todas las naciones.” Nadie
puede quedar al margen de la gloria divina. En el Antiguo Testamento son
asociados a la alabanza, además, todos los instrumentos musicales conocidos en
la vida del pueblo elegido: cítaras, arpas, tambores, címbalos, tímpanos,
trompetas, flautas y platillos.
Dios merece una alabanza infinita, porque infinitas son su bondad y su gracia.
Pero el hombre es limitado. Compensa su fragilidad convocando a toda la
creación para formar con él un coro que celebre la grandeza de Dios. Asocia a
su clamor los ríos, montes y valles, la estepa y el desierto y todos los
animales del cielo y de la tierra. “Criaturas
todas, alabad al Señor.”
Todo está hecho para la gloria de Dios. “El
universo entero está ordenado hacia un Tú.” Puede considerarse como un
hermoso poema al que el hombre pone música y ritmo convirtiendo de este modo el
mundo entero en un clamor de gloria para celebrar la grandeza de su Creador.
6)REFLEXIÓN FINAL
Estamos llamados a vivir en íntima comunión con Dios y con los demás hombres, y
a convertir así toda nuestra existencia en una alabanza al Creador. De este
modo podemos anticipar la realidad del Reino de Dios. En otras palabras,
nuestra vida tiene la seriedad de un “ensayo
general” de lo que haremos por toda la eternidad: transparentar el amor,
la bondad y la misericordia divinas.
No se trata de una relación externa entre la tierra y el cielo, tal como un
niño puede entender las enseñanzas religiosas: si cumples la voluntad de Dios
en este mundo, recibirás un premio en el otro. Hay más bien una conexión
interna y necesaria entre nuestra actuación aquí y allá. Si una persona no
llegara a ser “alabanza de su gloria” ,
sería un cuerpo extraño en el cielo.
Conviene estar preparados para la “representación
final” cuando se realice plenamente el plan creador de Dios. Lo que
vamos a hacer después de nuestra vida no debería cogernos por sorpresa. Por eso
es tan importante darnos cuenta de que los acontecimientos que vivimos
constituyen el lugar de cita con Dios en cada momento. Dar gloria al Señor en
la tierra es descubrir y comunicar, aquí y ahora, la felicidad del cielo: “alabamos tu nombre por siempre, ahora y en la
eternidad.”
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