El valor y la dignidad del trabajo humano están también en el hecho de que quien lo desempeña es una persona.
Fuente: Consejo Pontificio para los Laicos.
¿Qué es el trabajo? ¿Qué
sentido tiene en la vida del hombre y de la mujer? ¿Cuál es su valor más
profundo? ¡Preguntas que no son meramente teóricas! Más
bien tienen consecuencias muy prácticas en la vida de cada uno y cada una de
nosotros. Nos ayudan a aclarar nuestra relación con el trabajo que desempeñamos
cada día; nos permiten comprender mejor qué es el trabajo para nosotros a nivel
personal, cómo lo vivimos en lo concreto de nuestra vida. Son preguntas
importantes que, con ocasión de este Seminario, no podemos eludir.
Lamentablemente, en nuestros tiempos se difunde una aproximación más bien
superficial, parcial y reductiva al trabajo, que corre el riesgo de falsificar
su realidad. Para muchos el trabajo es solamente un medio para ganar dinero,
para enriquecerse; para otros, es una vía para alcanzar el éxito en la vida,
hacer carrera, adquirir poder… Hay quien transforma el trabajo en una suerte de
absoluto, algo por lo cual está dispuesto a sacrificarlo todo: la propia dignidad, la familia, los hijos. Nada
cuenta, solamente el trabajo… Se trata de una especie de idolatría del trabajo.
Por otro lado, hay también quien aborrece el trabajo, considerándolo una
maldición. Entonces, ¿qué es el trabajo? Y
sobre todo, ¿qué significado tiene a los ojos de
Dios Creador y Redentor del hombre?
La Biblia nos enseña que en la vida de la persona humana creada a imagen y
semejanza de Dios, el trabajo es una verdadera vocación. Mediante el trabajo,
cualquier trabajo, manual o intelectual, Dios llama al hombre a participar en
su obra creadora en el mundo. En la condición presente de una humanidad herida
por el pecado, soportando el sudor de la frente y la fatiga del trabajo, en
unión con Cristo crucificado, el hombre colabora también con la obra de la
Redención. Éste es el corazón latiente del “Evangelio
del trabajo” del que tanto habló el Papa Wojtyla.
El valor y la dignidad del trabajo humano están también en el hecho de que
quien lo desempeña es una persona. San Juan Pablo II lo decía con fuerza: «el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre
mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy
importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y
llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y
no el hombre “en función del trabajo”» (Laborem exercens, n. 6). A su
vez el Concilio Vaticano II añadía a propósito un aspecto muy importante: « [El hombre] con su acción no sólo transforma las cosas
y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus
facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es
más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse» (Gaudium
et spes, n. 35). De este modo, el hombre trabajando no sólo crea y produce
algo, sino sobre todo se realiza como hombre, madura y crece como persona, ¡su vida adquiere sentido!
En este contexto se comprende de modo claro el drama de la desocupación que hoy
aflige a tantos hombres y mujeres, ¡sobre todo
jóvenes! El Papa Francisco lo describe con palabras fuertes: «Grandes masas de la población se ven excluidas y
marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano
en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos
dado inicio a la cultura del “descarte”» (Evangelii gaudium, n. 53). Por
esto el Santo Padre expresa su esperanza de «acceso
al trabajo para todos» (cf Laudato si’, n. 127). ¡Su concepto de ecología integral también incluye el trabajo para
todos! (cf ibidem, n. 124) La desocupación hiere profundamente la
dignidad de la persona humana, la dignidad del hombre y de la mujer, por ello
debe ser combatida como una plaga que destruye la vida de las personas, de las
familias y de sociedades enteras. La creación de puestos de trabajo entonces es
sin duda un aspecto imprescindible del servicio al bien común. El Papa
Francisco insiste: «Ayudar a los pobres con dinero
debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran
objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo» (ibidem,
n. 128).
Sin embargo, ¡no es raro que el trabajo sea usado
contra el hombre! ¡Cómo no recordar los campos de concentración nazis con aquel
cartel burlón que acogía a los deportados a su llegada, diciendo: “Arbeit macht
frei” (El trabajo hace libres) o los gulag soviéticos. En ambos casos,
el trabajo se convertía en instrumento de exterminio. Y ¡cuántas formas de explotación del trabajo existen todavía hoy!:
trabajo desempeñado en condiciones inhumanas, salarios de hambre, varias formas
de discriminación en el trabajo (¡especialmente respecto a las mujeres!).
Causa horror además la explotación del trabajo de menores o inclusive de niños.
No es raro entonces que los derechos de los trabajadores no sean respetados y
que se use el trabajo para pisotear la dignidad de la persona humana.
El valor y la dignidad del trabajo humano… si es así para todo hombre y para
toda mujer, debe serlo particularmente para todo cristiano. La Christifideles
laici presenta una suerte de código ético del trabajo para el fiel laico: «los fieles laicos han de cumplir su trabajo con
competencia profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como
camino de la propia santificación, según la explícita invitación del Concilio:
“Con el trabajo, el hombre provee ordinariamente a la propia vida y a la de sus
familiares; se une a sus hermanos los hombres y les hace un servicio; puede
practicar la verdadera caridad y cooperar con la propia actividad al
perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la
oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra
redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente,
laborando con sus propias manos en Nazaret” (Gaudium et spes, n. 67)»
(n. 43). Y el Apóstol exhorta: «Todo cuanto hagáis,
hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, conscientes de
que el Señor os dará la herencia en recompensa» (Col 3,23-24). Este es
el amplísimo horizonte del trabajo a la luz de la fe… No podemos y no debemos
nunca separar nuestro ser cristianos del trabajo que desempeñamos cada día. Es
más, nuestro modo de considerar el trabajo es una verificación de nuestro ser
cristianos. Los bautizados estamos llamados a santificar el trabajo,
solicitados a vivirlo en toda su plenitud, llamados a descubrir el trabajo como
vía e instrumento de santidad, vivida en el corazón del mundo. La regla de San
Benito – Ora et labora – no ha perdido su actualidad. Cristo nos pide ser sal
de la tierra y luz del mundo dondequiera que estemos: en la familia, en la
sociedad y en el trabajo. Para los fieles laicos el trabajo es como la “materia prima” fundamental para su santificación…
El “Evangelio del trabajo” no es una utopía
lejana, sino un programa de vida entusiasmante que interpela a cada uno y cada
una de nosotros.
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Consejo Pontificio para los Laicos
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