Como acabamos de celebrar la Ascensión del Señor, me ha venido a la mente una antigua costumbre que desapareció con las reformas litúrgicas de mediados del siglo pasado. Antiguamente, en lugar de tener encendido el cirio pascual durante toda la cincuentena de Pascua, el cirio se apagaba solemnemente el día de la Ascensión.
Se trataba de un signo de que Jesús, al ascender a los cielos, había dejado de aparecerse a los
discípulos, como había hecho
múltiples veces durante los cuarenta días anteriores. La luz de Cristo
resucitado, cuyo símbolo es el triunfante cirio pascual, había dejado de ser
visible para sus discípulos. Por ello, cuando en el Evangelio se leía el relato
de la ascensión, se apagaba el cirio, que no volvía a encenderse hasta el día
de Pentecostés, en que el Espíritu Santo, el Consolador enviado por Cristo, era
derramado sobre la Iglesia.
Es una más de tantas
tradiciones preciosas que se han perdido, por un deseo de simplificar lo que,
probablemente, no necesitaba ser simplificado. En cualquier caso, se trata de un signo precioso que nos puede ayudar a entender estos días entre la
Ascensión y Pentecostés, pensando en lo duro que debió de ser para
los discípulos dejar de ver a Cristo resucitado. Cuando más le necesitaban,
cuando empezaba la tarea hercúlea de proclamar la Buena Nueva hasta los
confines del mundo, sin dinero, sin medios, sin grandes sabios ni poderosos
benefactores, Cristo les dejaba solos. O al menos así les tuvo que parecer a
ellos.
¿Y
qué hicieron? Ponerse a rezar. Pero no una orancioncilla de
esas que musitamos nosotros de pasada, para poder decir que hemos rezado. En
compañía de nuestra Señora, que es maestra de oración, rezaron como lo había
mandado Cristo. Con perseverancia, sin desanimarse, durante nueve días, hasta
que su petición fue escuchada y recibieron el Don del cielo que hace presente a
Cristo en medio de su Iglesia y en cada uno de sus fieles para siempre: el Espíritu Santo, el que anima a los desanimados, llena
de fuego a los tibios, hace hablar a los mudos y correr a los cojos.
Esos nueve días de oración
constante formaron la primera novena rezada en la
Iglesia (para que luego vengan
curas modernuelos a decir que eso de las novenas no es bíblico o está pasado de
moda). La novena de Pentecostés es el prototipo de toda novena y no debemos
perdérnosla, si es que queremos recibir ese don del cielo que hace en nosotros,
precisamente, lo que nosotros no podemos conseguir por nuestras fuerzas.
El Espíritu Santo es el gran
Milagro, el gran Don y el gran Consuelo. No hay nadie que no lo necesite más
que ninguna otra cosa y, por lo tanto, no hay nadie que pueda
permitirse prescindir de la novena de Pentecostés. Imitemos a los
apóstoles y a nuestra Señora y recemos estos días para obtener lo que
verdaderamente anhela nuestro corazón.
Hay mil novenas de Pentecostés
que se pueden rezar, así que cada uno puede rezar la que más le guste, porque
lo importante es rezar. Los lectores más torpes y débiles pueden encontrar aquí una brevísima novena al Espíritu Santo.
BREVÍSIMA NOVENA AL
ESPÍRITU SANTO
Solo faltan nueve días para
Pentecostés y es el momento de
empezar una novena para pedir el Espíritu Santo.
Como lo bueno, si breve y sustancioso, es dos veces bueno, traigo hoy al blog
una novena brevísima y al alcance de todos.
Hay muchas novenas por ahí,
estupendas y requetemaravillosas, así que, si el lector ya está rezando una de
ellas, puede ahorrarse el resto del post. En cambio, para los lectores que
siempre se olvidan de rezar la novena al Espíritu Santo, los desmemoriados que
la empiezan al cuarto día, los que la empiezan y solo la rezan dos días de los
nueve, los que pierden la novena a la mitad, los que se cansan cuando una
novena es larga, los perezosos, los inconstantes, los muy ocupados en no hacer
nada y, en resumen, para los lectores torpes como
el autor es torpe, traigo una novena brevísima, de una sola línea:
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Al ser una novena para torpes,
no tiene normas, ni procedimientos ni instrucciones, más allá de repetir
esa frase cuantas más veces mejor a lo largo de los días que quedan
hasta Pentecostés. Por la mañana, por la noche, al mediodía o a la hora de la
merienda, en casa o en la oficina, cuando uno empieza a trabajar o cuando se
aburra de hacerlo. Da igual, porque no hace falta más que un segundo y solo
hace falta levantar el corazón hacia el cielo y pedir al Espíritu Santo que
venga.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Solo esa primera palabra, ven,
es ya una oración poderosísima, que nos obtiene la gracia de avivar el deseo de
Dios y nos prepara para recibirlo. Es la oración del necesitado
que nada tiene y lo pide todo,
del sediento que quiere saciar su sed, de la enamorada que echa de menos a su
amado y del enfermo que busca el único remedio que puede curarlo. Cuantas más
veces lo repitamos, más entenderemos nuestra pequeñez y más nos admiraremos de
la grandeza de Dios.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
No nos basta con un apaño, con
unas palmaditas en el hombro: necesitamos lo que solo Dios puede darnos. Lo que
está roto en nosotros no se arregla con medicinas ni con sicólogos ni con
consejitos bienintencionados. Nos hacen falta milagros.
Milagros espectaculares, milagros
como los que hacía Cristo y sigue haciendo hoy su Espíritu, milagros como los
que hizo en la vida de los Apóstoles y los santos. Renueva tus prodigios,
repite tus maravillas, muestra tu gloria y el poder de tu brazo, pide el
Eclesiástico y lo mismo pedimos nosotros con esta novena, para que nos recree
por completo a imagen de Jesucristo.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Conviene tener en cuenta que es más que probable que los milagros que haga el Espíritu Santo no sean
los que esperamos y los que creemos que necesitamos, sino otros muy
distintos: los que realmente nos hacen falta. El
Espíritu de Dios es como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va
y sopla donde quiere. Uno puede creer que necesita una novia y terminar de
misionero en Alaska. Quizá alguien piense que lo que tiene que hacer el
Espíritu Santo es convertir a su marido incrédulo, gruñón y borrachín, pero
luego se encuentre con que el milagro que hace es que ella misma aprenda a
amarle como es y a dar la vida por él para que los dos se salven. Otro pensará
que solo quiere ser un poquito mejor y resulte que el Paráclito quiere
convertirle en un gran santo, un doctor de la Iglesia o un mártir. No sabemos y
le dejamos a Él que haga los milagros que quiera.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Que venga, que venga ya. Tenemos prisa, urgencia, hambre. Como un niño que repite lo que quiere una y otra vez con la
esperanza de convencer así a sus padres para que se lo den, repetimos una y
otra vez la misma petición. No me valen otras cosas ni me satisface nada más,
lo que quiero es el Espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y
fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor del Señor. No lo merezco, pero lo
quiero; no soy digno, pero Él me ama; ni siquiera puedo imaginarlo, pero sé que
me hace falta; no tengo derecho a recibirlo, pero Él quiere venir a habitar en
mí.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Con esa oración basta, porque
la verdadera oración es el deseo humilde y confiado, que se repite
constantemente y que en ocasiones se plasma en palabras y otras veces no. De
todas formas, como siempre hay algunos a los que no les basta con
una sola frase, el que quiera puede añadir otras, como, por ejemplo:
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi familia.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en la Iglesia.
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi país.
Mi familia, mi país, la
Iglesia y el mundo entero se mueren de sed y necesitan el agua del Espíritu
Santo. La necesitan más que comer y beber, más que la cura de todas las
enfermedades, más que buenos gobiernos o Papas y más que la paz entre las
naciones. Todas las leyes, los sistemas sociales, los esfuerzos humanos y las
reformas eclesiales no son nada en comparación con la presencia del Abogado, el
Consolador y el Rocío de lo alto. Solo el Espíritu de Cristo
puede ayudarnos de verdad, nadie más puede curar nuestras heridas, consolar
nuestras lágrimas y retirar la piedra del sepulcro que nos aplasta. Solo Él puede hacer
andar a los cojos, hablar a los mudos y ver a los ciegos. Solo Él puede hacer
maravillas en nosotros. ¿Cómo no pasarnos estos
días repitiendo a todas horas?
Ven,
Espíritu Santo, y haz milagros en mi vida.
Bruno
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