–Pues yo eso no lo sabía.
–Siendo usted un cristiano practicante desde hace
tantos años, eso me hace suponer que, si venía ignorando esa verdad de la fe
tan importante, será que apenas se predica.
In
memoriam de Ángel María Iraburu en el día de la Ascensión del Señor
(29-05-22)
–LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS
Hubo en la antigüedad algunos grandes filósofos que alcanzaron a conocer la inmortalidad del alma, por su
condición espiritual, corrupto ya el cuerpo por la muerte. Así lo enseñaron en
modos diversos Platón, Sócrates y Aristóteles. Pero no se llegó a conocer la resurrección de los cuerpos.
Eso explica que
en el muy elaborado y medido discurso de San Pablo en el Ágora de Atenas, «cuando oyeron
lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reir, otros dijeron:
“Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión”. Y con eso salió Pablo de en medio
de ellos»
(Hch 17,32)…
Afirmar la mera
posibilidad de que un muerto resucite entraba y entra en el «absurdo y
escándalo» de la predicación cristiana (cf. 1Cor 1,23). Venía a ser como
defender la cuadratura del círculo. Y sin embargo, era una de las verdades más
enseñadas en la evangelización de los Apóstoles.
Incluso algunos de los
primeros cristianos, como Himeneo y Fileto, la negaban (2Tim
2,17-18); o como algunos fieles de Corinto, no acababan de creerlo. San Pablo
tuvo que escribir a éstos con fuerte argumentación, para reafirmarlos en esta
verdad tan central de la fe cristiana (1Cor 15). En resumen, les dice:
«Cristo ha
resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren. Y como por un
hombre [Adán] vino la muerte, también por un hombre [Cristo] vino la
resurrección de los muertos» (15,20-21).
Los gnósticos y maniqueos, y en la edad
media los cátaros, negaron también
la resurrección corporal. En la cultura general de los pueblos apóstatas de Occidente hoy vuelve a ser «un absurdo, un escándalo» contra la razón
más evidente.
En
el Antiguo Testamento se vislumbra ya en los profetas algunas intuiciones
sobre la resurrección, normalmente sugeridas sobre el pueblo de Israel (Os 6,3;
Ez 37,1-14; Is 26,19; Dan 12,2; Job 19,25-27). Pero quizá esta formidable
verdad halla su expresión más clara en la historia de los mártires
Macabeos (2Mac 7), uno de
los últimos escritos sagrados del AT. En la persecución que sufren de Antíoco,
son apresados una madre y sus siete hijos, que son obligados a comer de lo que
para ellos estaba prohibido.
La madre los
anima a resistir por grandes que sean los tormentos y mutilaciones; hasta la
muerte. «El
creador del universo, autor del nacimiento del hombre y creador de todas las
cosas, ése misericordiosamente os devolverá la vida si ahora por amor de sus
santas leyes la despreciáis» (7,23). Uno tras otro van siendo los siete
atormentados, mutilados y muertos. Todos ellos se mantienen fieles. En
presencia de Antíoco, el segundo dice antes de morir: «Tú, criminal,
nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará para
una vida eterna a los que morimos por sus leyes» (7,9). Y el
tercero, antes de sufrir una mutilación, declara: «Del cielo
tenemos estos miembros, que por amor de sus leyes yo desdeño, esperando
recibirlos otra vez de Él» (7,11). Deslumbrantes profesiones de la fe,
expresadas unos 125 años antes de la venida de Cristo.
–CRISTO ES EL REVELADOR DE LA RESURRECCIÓN DE LOS
CUERPOS
Algún filósofo
antiguo y varias religiones primitivas intuían esa verdad, sin tener ninguna
prueba racional de ella, por supuesto. También algunos de Israel recibieron de
Dios esta luz de conocimiento, como hemos visto. Pero ni siquiera Israel tiene
en tiempos de Jesús un conocimiento cierto y comprobado de este misterio, como
se puede apreciar en el hecho de que las dos escuelas judías de pensamiento más
importantes diferían: «Los saduceos niegan la resurrección, mientras
que los fariseos creen en ella» (cf. Hch 23,7). Las dos escuelas eran
respetadas como ortodoxas, y el Sanedrín, concretamente, solía tener en sus
puestos más importantes a los saduceos.
Cristo,
por medio de su enseñanza y de su personal resurrección, es el revelador
primero de la plena resurrección de los muertos. En la predicación
de los Apóstoles la resurrección de todos los muertos es una de las
verdades más importantes, como puede verse en el libro de los Hechos (Hch 4,2; 17,18.32; 24,15.21;
26,23).
La razón de su
insistencia era, obviamente, que en la predicación de Cristo la resurrección fue uno de sus temas más
frecuentes. «Cuantos
hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; los
que hicieron el mal, para la resurrección de la condena» (Jn 5,29). Las
apariciones de Cristo Resucitado era la más fuerte confirmación de su palabra.
Recordemos la escena conmovedora de la cena, en la que Cristo, aparecido a los
once apóstoles, comió ante sus ojos (Lc 24,36-43). Bien lo recordaba San Pedro
en su predicación: «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de
su resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41).
Los
Santos Padres predicaron también la resurrección con especial
insistencia, entre otras razones, porque tanto judíos como gentiles se resistían
a creer en ella. Los grandes maestros de la Iglesia antigua, Clemente Romano,
Justino, Atenágoras, Orígenes, Gregorio Niseno, todos profesaron públicamente
con fuertes y variadas argumentaciones esta verdad principal de la fe.
Enseñaban
unánimes que «esta carne resucitará» y que «en esta carne
recibiremos nuestro premiio» (Pseudo-Clemente, 2Cor 9,1-5. Los
escritos pseudo-clementinos son aquellos que circularon en la Iglesia
primitiva bajo la autoría del papa Clemente de Roma: +99). Siempre aducían que
así como el cuerpo de Cristo resucitado es el mismo nacido de la Virgen María, el cuerpo
resucitado y celestial de los elegidos es el mismo cuerpo, glorificado,
que tuvieron en su vida temporal.
Aparte, claro,
de la autoridad de Cristo Maestro y de su resurrección, comprobada por testigos
fidedignos, una de las argumentaciones más empleadas por los Padres para
favorecer la aceptación de la resurrección se fundamenta en la naturaleza del
hombre, en la
unión natural entre alma y cuerpo. La muerte los separa, y el cuerpo se corrompe,
pero el Creador que de la tierra hizo al hombre, lo restaura plenamente en la
resurrección de los muertos. Por eso el que le recibe como pan vivo celestial, «vivirá para
siempre»
(Jn 6,58).
Jesucristo
Salvador salva en la resurrección al hombre entero. En ella el alma recupera su cuerpo propio, ya celestial y
con vida eterna.
–LOS MUERTOS RESUCITARÁN CON EL MISMO CUERPO QUE
TUVIERON EN LA TIERRA (DE FE)
Los antiguos Credos confiesan pronto
claramente esta verdad de fe. Así, por ejemplo,
la «Fides
Damasi»
(probablemente
en Francia, hacia el año 500):
Cristo
resucitado, vencedor de la muerte, «subió al Padre y está sentado a su diestra en la
gloria que siempre tuvo y tiene. Y nosotros, limpios por su muerte y sangre,
creemos que hemos de ser resucitados por Él en el último día en esta carne (in hac carne) en que ahora vivimos,
y tenemos la esperanza de que hemos de alcanzar de Él la vida eterna» (Denz 72).
Los Statuta
Ecclesiae Antiqua (siglo V) establecen que quien ha de ser ordenado
Obispo debe declarar «si cree en la resurrección de esta carne que llevamos y no de otra carne» (Denz 325).
Son muchos y venerables los documentos de la Iglesia que insisten en esa
misma fe a lo largo de los siglos (Denz 407, 485, 540, 574, 684, 797, 801, 854,
1046). Pero la más potente autoridad doctrinal de esa verdad de fe es
EL CONCILIO IV DE LETRÁN, XII ECUMÉNICO (1215)
Define este gran
Concilio, contra albigenses y cátaros concretamente,
que Jesucristo resucitado, ascendido al Padre, «ha de venir al fin del mundo, y juzgará a los
vivos y a los muertos, y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los
réprobos como a los elegidos: todos los cuales
resucitarán en sus propios cuerpos que
ahora llevan» (Denz 801).
Otros documentos posteriores, hasta hoy, reiteran la misma fe, citando
normalmente los textos antiguos del Magisterio apostólico.
¿Y
LA CONTINUA RENOVACIÓN OBRADA EN EL CUERPO POR EL METABOLISMO?
Objeción. Algunos
actualmente alegan que la resurrección «en los mismos cuerpos que tuvo el difunto», que la Iglesia
confiesa como verdad de fe, es incompatible con la continua renovación celular
del cuerpo humano por el proceso del metabolismo. Los antiguos no conocían esta
verdad científica.
Respuesta. Sabemos hoy con certeza que las células corporales
se renuevan continuamente por el metabolismo, y que algunas apenas tienen unas
horas de existencia. Podríamos decir que ya no somos el mismo organismo que
éramos hace unos meses. Pero en realidad nadie duda de que el cuerpo humano es
el mismo cuerpo en todas las edades de su persona. Cambian las células, pero no
cambia el cuerpo, que desarrollándose o disminuyendo con el paso de los años,
es siempre el mismo.
Pues bien, la
resurrección de los muertos que Dios obra no renueva a los difuntos en las
mismas células que tuvieron, sino «en los mismos cuerpos». El cuerpo,
separado del alma por la muerte, se reúne en la resurrección con «su alma»
glorificada, y ésta recupera «su cuerpo», ya glorioso. Es así como Cristo salva al hombre
entero, en cuerpo y alma, perfectamente unidos entre sí desde que fueron
creados: «lo
que Dios ha unido» en la tierra, quiere que siga unido en el
cielo. Por otra parte, el cuerpo es así premiado justamente, porque
colaboró en las buenas obras que, por gracia de Dios, obró su alma.
RESURRECCIÓN Y EUCARISTÍA
La enseñanza de
Cristo nos asegura que al fin del mundo habrá una resurrección universal de los muertos: «saldrán [de los
sepulcros] los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y
los que han obrado el mal para la resurrección de la condena» (Jn 5,29). Y
nos revela que hay en los cristianos una íntima relación de la resurrección con la
Eucaristía.
«Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,26). «Yo soy el
pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre,
y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Jn 6,51). «Si no comeis la
carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida eterna en
vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna. Porque mi
carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y
bebe mi sangre está en mí y yo en él (6,53-55). Por eso, el que le recibe como
pan vivo celestial, «vivirá para siempre» (6,58).
Nosotros, cuando
comemos, transformamos el alimento en nosotros mismos. Pero en la comunión
eucarística es a la inversa: el alimento del cielo que recibimos, Jesucristo,
nos va transformando en Sí mismo. Vive en nosotros, y nos libra de la muerte
eterna, dándonos finalmente la resurrección para la vida eterna.
Pueden
darse, sin embargo, comuniones sacrílegas, que no dan vida, sino muerte. Así lo enseña la fe
apostólica, siempre mantenida por la Iglesia.
San
Pablo: «Quien como el pan y bebe del cáliz del Señor
indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el
hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin
discernir el cuerpo come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia
condenación» (1Cor
11,27-28).
San
Justino,
en su II Apología (155/160), trata del «alimento que se llama entre nosotros Eucaristía,
de la que a nadie le es lícito participar, sino al que cree que son
verdaderas nuestras enseñanzas [fe], y se ha lavado en el baño que da la
remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y vive conforme a lo que
Cristo nos enseñó» [está en gracia] (n.66).
* * *
LA CREMACIÓN DE LOS DIFUNTOS
Desde hace
bastante tiempo la cremación de
los difuntos va siendo cada vez más frecuente. La Congregación de la Doctrina
de la Fe, con aprobación del Papa y la firma del Card. Müller y del Arzobispo
Ladaria, publicó la Instrucción Ad
resurgendum cum Christo (15-05-2016), permitiendo su
uso y señalando en 8 puntos ciertas condiciones físicas y espirituales
necesarias, que voy a exponer y comentar.
Ya la Instrucción Piam
et constantem (5-07-1963) de la misma Congregación,
aconsejó la piadosa tradición de «sepultar el cadáver», pero enseñó que la
cremación «no es contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural», y permitió
su uso a los fieles católicos que la eligieran.
Resumo y comento
ahora la Ad resurgendum.
Añado
comentarios mios entre [corchetes].
1.– Niéguense las
exequias al que «hubiere dispuesto la cremación y la dispersión de
sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana».
2.– «Gracias a Cristo la muerte cristiana tiene un
sentido positivo… Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la
resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado,
reuniéndolo con nuestra alma».
3.– Siguiendo la
tradición, «la Iglesia recomienda con insistencia que los cuerpos de los difuntos
sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados… La inhumación es
en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la
resurrección corporal» (Catecismo 2300). [En 2301: «La Iglesia
permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la
fe en la resurrección del cuerpo»].
«La sepultura de
los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios o en otros lugares
sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte
de los familiares y de toda la comunidad cristiana». [El gran aumento
de la población y de las ciudades, va a dar en cementerios inmensos, que por
serlo, quedan con frecuencia muy alejados de los familiares de los difuntos.
Los columbarios, por el contrario, se van multiplicando más y más en parroquias
y otros lugares sagrados. Quizá en una gran ciudad que tiene dos o tres cementerios
muy grandes, puede haber 40 columbarios sagrados dispersos en parroquias y
otros lugares apropiados. Con lo que los restos de los difuntos quedan
normalmente mucho más cerca de familiares y amigos, para visitas, oraciones, e
incluso a veces para Misas.]
4.– «Cuando razones
de tipo higiénicas, eeconómicas o socieles lleven a optar por la cremación,… la
Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que
la cremación del cadáver no toca al alma y no impide a la omnipotencia divina
resucitar el cuerpo, y por tanto no contiene la negación objetiva de la
doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del
cuerpo». [Las
razones aludidas el inicio de este número no son ya unas excepciones, sino que
se van dando en proporciones más y más crecientes, lo que explica –en parte–que
en
no pocos lugares sean hoy más frecuentes las cremaciones que las inhumaciones. Por lo que se
refiere a la omnipotencia de Dios para la resurrección de los muertos y a la
dignidad de los restos mortales no se alcanza a ver diferencia entre resucitar
las cenizas debidas al fuego del crematorio o las cenizas producidas por los
gusanos del sepulcro.]
5.– Las cenizas en
sus urnas «deben
conservarse en lugar sagrado… Así se evita la posibilidad de olvido, falta de
respeto y malos tratos». [Estos peligros
quizá «pueden»
ser
menores en los sagrados columbarios, si son y están donde deben. En los grandes
cementerios no es raro que por diversas razones, pasado un tiempo, se sumen
mezclados varios restos de tumbas, sepulcros, panteones y nichos en un osario
común del cementerio].
6.– No se permite «la conservación
de las cenizas en el hogar», salvo casos excepcionales, ni tampoco «la
división» entre los diferentes núcleos familiares.
7.– Igualmente se prohíbe
«la
dispersión de las cenizas en el aire, la tierra
o el agua».
8.– Al difunto que
haya dispuesto «la
dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe
cristiana, se le han de negar las exequias».
–LA ESPERANZA EN LA RESURRECCIÓN HA DE
ALEGRAR Y DIGNIFICAR SIEMPRE NUESTRA VIDA
Cristo quiere tenernos
consigo eternamente: «Cuando yo me haya ido, y os haya preparado un
lugar, volveré y os tomaré conmigo, porque quiero que donde yo esté, estéis
también vosotros» (Jn 14,3). Quiere Cristo que quienes han
participado por la fe, el bautismo y la vida en su Cruz, participen también en
su Resurrección (1Cor 15,12-22). Alegráos, pues, nos dice ya que «por la
momentánea y ligera tribulación presente se nos prepara un peso eterno de
gloria incalculable» (2Cor 4,17). Quiere Cristo que en el cielo, al gozo
supremo de la comunión con Dios y con la Virgen, con los ángeles y los santos,
podamos añadir la alegría de recuperar a nuestros familiares y allegados en los
mismos cuerpos, ya resucitados, en que vivieron en la tierra, reconociendo a
cada uno:
–¡Es él!
* * *
ORACIÓN EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
«Concédenos,
Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de
alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y
donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también
nosotros como miembros de su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Tengo
siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me
alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no
me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha (Sal 15,8-11).
José María Iraburu, sacerdote
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