En la espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María?
Por: San Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net
Si
meditamos este hermoso texto de la Catequesis de Juan Pablo II, titulada
"María y el Don del Espíritu" en compañía de María podremos experimentar que "...En la comunidad de los creyentes en oración, María está
presente, no sólo en los orígenes de la fe, sino en todo tiempo.
(Juan Pablo II, Ángelus 13-11-83).
Queridísimos
hermanos y hermanas:
1. Recorriendo el itinerario de la vida de la
Virgen María, el Concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que
espera Pentecostés: «Dios no quiso manifestar
solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu
prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de
Pentecostés, "perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres,
con María, la Madre de Jesús, y sus parientes" (Hch 1, 14). María pedía
con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto
con su sombra» (Lumen gentium, 59).
La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la
presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del
don de Pentecostés.
2. En la atmósfera de espera que reinaba en el
Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la
posición de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?
El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la
efusión del Paráclito. María implora «con sus
oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación resulta muy
significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre
ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo.
Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese
don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que
cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu
debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en
el mundo.
A diferencia de los que se hallaban presentes en el Cenáculo en
trepidante espera, Ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa
de su Hijo a los discípulos (cf.
Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse
adecuadamente a la venida del Paráclito.
Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear
ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la
mente y el corazón de los que estaban a su lado.
3. Durante esa oración en el Cenáculo, en
actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los
hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el
don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.
Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo
lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto,
al pie de la Cruz, María fue revestida con un nueva maternidad, con respecto a
lo discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del
Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de
su maternidad espiritual.
Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido
sobre Ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio,
ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a
ser ejemplo, modelo y Madre.
En la Iglesia y para la Iglesia, Ella, recordando la promesa de Jesús,
espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad
y la misión de cada uno.
4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste un
significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en
el corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el
Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así
ahora en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo místico.
Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen,
que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno
de ella hacia los discípulos del Señor.
Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu
Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la
salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia
los dones del Paráclito.
5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y
de la comunidad reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo
colma a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en ellos
una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena nueva. A la
Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo
dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En
particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer su maternidad
espiritual de modo singular, mediante su presencia, su caridad y su testimonio
de fe.
En la Iglesia que
nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos
sobre la Encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión
de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los
creyentes.
No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la Iglesia
primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de Pentecostés, Ella siguió
llevando una vida oculta y discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por
el Espíritu, ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos
del Señor.
Juan Pablo II Audiencia general del miércoles,
28 de mayo de 1997
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