«Estad alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres» (Fil 4, 4) ¿Por qué seguimos sufriendo si estamos celebrando el Misterio central de la vida cristiana? La Pascua, la victoria de Cristo sobre el pecado. Con su resurrección nos abrió las puertas del Cielo, y podemos estar seguro de que le muerte ya no tiene la última palabra.
El pecado ya no nos tiene
esclavizados. La luz ha vencido sobre las tinieblas, la vida sobre la muerte,
la gracia sobre el pecado. Con el apóstol san Pablo podemos alegrarnos porque
tenemos la esperanza de la vida eterna. Porque – como también dirá san Pablo – la locura de la cruz es la razón de nuestra fe. Es
el signo de nuestra victoria. En su epístola a los Corintios 15, 14 nos
confirma que tiene sentido ser cristiano, precisamente por la resurrección.
Este es el motivo de nuestra alegría.
¿POR QUÉ SEGUIMOS SUFRIENDO?
Si todo lo que dijimos es
verdad, ¿por qué sigue existiendo el mal y el
sufrimiento? (si alguien quisiera, puede revisar del número 311 al 314 del Catecismo, y podrán tener una
explicación muy buena sobre esto) ¿Por qué tantas
personas viven cruces que parecieran casi imposibles de cargar?
Podríamos pensar que ese hecho
histórico, que le da fundamento a nuestra fe, no ha cambiado nada. Es más…
muchas veces nos gana el corazón, la amargura, el rencor, la rebeldía e,
incluso, la dudas e incertidumbres acerca de la victoria de Cristo. Muchos experimentan,
en no pocos momentos de su vida, como si Dios no existiera, y nos hubiese
dejado a merced del pecado.
¿Cómo
comprender esa contradicción que azota nuestra vida en diversos momentos de
nuestra existencia aquí en la Tierra? La respuesta – que podría parecer obvia, pero en su sencillez está la
riqueza que debemos descubrir – está, precisamente, en que seguimos viviendo en
esta Tierra hasta que experimentemos la muerte.
Solamente los que atraviesan
el umbral de la muerte – de la mano de Cristo – podrán participar entonces, de
su Resurrección (1 Tes 4, 13-17), de una forma definitiva y en plenitud.
Mientras vivamos aquí «abajo», seguimos sufriendo las consecuencias del
pecado. El hecho que Jesús haya resucitado no ha hecho que
desaparezca el pecado como por arte de magia. El daño ocasionado por el pecado original es algo que
corrompió este mundo de manera definitiva.
La desobediencia que leemos en
el Génesis (Gen 3), marcó un antes y un después en la historia de la humanidad.
En el momento de la Creación todo era bueno (Gen 1, 31). Lo sabemos por el
relato de la Creación. Sin embargo, el pecado original introdujo en este mundo
una ruptura tan radical que ni Dios puede hacerla desaparecer, pues respeta las
consecuencias de nuestras decisiones, fruto – en esta ocasión – del mal uso de
nuestra libertad.
¿QUÉ HA CAMBIADO ENTONCES?
Es una pregunta que todos
debemos hacernos. Si seguimos sufriendo las consecuencias del mal y este mundo
sigue siendo el principado del demonio. ¿Dónde está
la diferencia? ¿Por qué podemos alegrarnos como nos invita el apóstol san
Pablo?
Si leemos con detenimiento y
atención el prólogo del Evangelio según san Juan, veremos que la resurrección
de Cristo inauguró una nueva creación. Jesús no ha vuelto a la vida, como
sucedió con su amigo Lázaro (Juan 11, 32-45), que recuperó su vida mortal.
Jesús
resucita con un cuerpo glorioso, haciendo realidad una nueva creación. De la cual
ya participamos aquí en esta existencia, pero de modo espiritual. Gracias al
Bautismo el Espíritu nos participa esa nueva vida, pero es el Reino Eterno que
va creciendo en nuestro corazón, en nuestro interior, en la medida que nos
esforzamos por morir cada vez más al pecado, dejando el hombre viejo y
revistiéndonos del hombre nuevo (Efe 4, 22-27).
Este
cuerpo material está corrompido por el pecado, y nuestro espíritu puede gozar
de la alegría pascual en la medida que nos dejemos convertir por la Gracia de
Cristo
(2 Cor 4,
16), abriendo paso a esa nueva creación, y muriendo cada día más al influjo del
pecado. Pero esa lucha se da en nuestra vida espiritual, y es algo real, pero
que no se puede tocar con nuestras manos físicas.
Se trata de un cambio
espiritual (Gal 5, 24-25), por eso, ahora, estamos llamados por Cristo a una
lucha o combate espiritual, para encarnar en nuestras vidas las consecuencias
de su resurrección.
En esta vida se trata de morir
espiritualmente al pecado, haciéndonos otro Cristo. Pero no corporalmente, sino
en nuestra conducta, en nuestra manera de vivir. Por ello es por lo que todavía
sufrimos el flagelo del pecado (Rom 8, 20-22), pero podemos experimentar en
nuestro interior esa alegría de la cual escribe san Pablo.
¿CÓMO VIVIR ENTONCES LA ALEGRÍA PASCUAL?
Convirtiendo nuestros
corazones del pecado hacia la Gracia que derrama Cristo en nuestro espíritu,
por medio y colaborando con el Espíritu Santo. Se trata de un combate
espiritual, que no es contra la carne, sino contra los espíritus malignos (Ef
6, 12), que buscan no la muerte de la carne, sino nuestra muerte eterna,
espiritual.
La muerte física es la
posibilidad de una vida nueva. Parece una locura decirlo, pero gracias al hecho
que morimos, dejamos esta existencia marcada por el mal, y – si nos portamos
bien – podemos participar de esa vida gloriosa instaurada por la Pascua.
Si bien vivimos todavía en
este mundo marcado por el pecado, ya participamos por el Bautismo de la
resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cuánto más dispongamos nuestra
libertad para elegir el nuevo camino que nos ha trazado Cristo, más viviremos
la victoria sobre el mal.
Infelizmente, o, mejor dicho,
felizmente, debemos seguirlo a Cristo por el camino de la Cruz (Mt 16, 24),
muriendo cada vez más a la vida de este mundo de pecado. Debemos estar
dispuestos a renunciar a la vida en esta Tierra, porque aquí abajo somos
peregrinos, y nuestra Patria, ahora, es el Cielo. El único camino para seguir a
Cristo es la Cruz. Nos lo ha dicho muchas veces.
¿QUÉ HACEMOS ENTONCES CON EL SUFRIMIENTO?
Primero, hay que decir que no
todo en esta vida es
dolor y sufrimiento. Aunque sufrimos las consecuencias
del pecado, no todo es oscuridad. La naturaleza y nosotros mismos seguimos
siendo una creación buena, que salió de las manos amorosas de Dios. Sin
embargo, por culpa del pecado, esta vida es un entreverado de alegrías y
tristezas, luces y sombras, maravillas y sufrimientos.
La
clave está en comprender la dinámica pascual, y hacer real en nuestras vidas
esa opción por caminar de la mano de Cristo, en las alegrías y cruces de esta
existencia. Ahora, gracias a Cristo,
inclusive las cruces y sufrimientos de esta vida, son ocasión para vivir el
Amor, participando junto con Cristo de su obra reconciliadora.
Por eso, con Cristo el yugo se
hace más suave y las cargas más ligeras (Mt 11, 28). No dejamos de sufrir, pero
si lo vivimos en esa relación de amistad con Cristo, es el camino para madurar
como personas. Nos comprometemos y nos hacemos responsables de nuestra vida,
con las cruces que – misteriosamente – el Señor nos permite cargar.
Nos hacemos protagonistas de
nuestro propio sufrimiento, porque gracias a Cristo ya podemos dejar de ser
simplemente víctimas, incapaces de hacer algo contra el aguijón del pecado. Con
san Pablo como ejemplo, Cristo nos invita a aceptar
humildemente nuestras flaquezas, pues es cuando puede obrar todo el poder de la
Gloria de Dios (2 Cor 12, 9).
Es el camino para nuestra
santidad. Por ello no te dejes vencer nunca por la desesperanza, que es lo que
más quiere el demonio. Pensar que la Pascua de Cristo no trajo nada nuevo, que
todo sigue igual. No nos quedemos en la mirada superficial de los ojos de la
carne, y miremos nuestra vida con los ojos de la fe, que nos hace percibir la
vida nueva que nos ha traído el Señor. Por eso alegrémonos y regocijémonos,
puesto que Dios nos ha traído un mundo nuevo.
Escrito por: Pablo Perazzo
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