Las hazañas de los cazadores limeños las quisieron emular los huachanos.
Así fue
como un domingo de madrugada de Marzo, de La
Calamina, partimos en una vieja yegua a las lagunas de Végueta, con mi hermano Humberto, llevando como
armamento dos viejos rifles de la época del Mariscal Castilla. Y pólvora, que
nosotros mismos preparábamos con salitre, azufre y carbón para el pajareo de la
uva.
Aclarando
el día llegamos a la laguna Chilcal.
Cargamos los rifles convertidos en escopetas y nos internamos en los totorales
logrando sorprender a cuchareando las raíces de los de los juncos en busca de
comida, a dos patos zambullidores.
Como la
laguna era profunda desde lejos los encañonamos. Dos disparos simultáneos, las
municiones levantaron agua a centímetros de ellos, logrando escapar ilesos. Los
patos cercanos alarmados por los estampidos empezaron a volar en todas
direcciones. La caza en adelante tenía que ser al vuelo. Pero con estas
escopetas sería un sueño acertar un pato volando a cincuenta o setenta metros
de altura. Humberto con el ansia de cazar un pato, cargó temerariamente el arma
con doble carga de pólvora para que tuviera mayor alcance.
Al pasar
un pato negro a tiro le disparó. La fuerte explosión produjo tal culatazo
lanzándolo hacia atrás. Fue su salvación, porque la chimenea y el fulminante
del rifle volaron pasando por encima de su cabeza, quemándole los pelos. Con
una sola arma logramos cazar entre los juncos unos “gallitos”.
Entrada la mañana, emprendimos el regreso en la vieja yegua.
A todo
galope, montamos en pelo, veníamos eufóricos por la caza y la buena suerte,
guiando a la yegua con una larga soga que hacía las veces de rienda. De repente
el animal perdió piso y se hundió en un fango y nosotros salimos volando por
encima de su cabeza. Había caído en una “tembladera”
(arenas movedizas). Nosotros tuvimos la suerte de caer sobre las firmes
raíces de los juncos. Después de la sorpresa, afirmados en el piso y
posesionados de la rienda, veíamos con asombro como la yegua enloqueciendo
trataba de escapar de esa trampa mortal. Relinchando, muerta de miedo con los
ojos desorbitados de terror.
Se
empeñaba en salir elevándose sobre sus patas delanteras. Sólo conseguía
hundirse más. Resoplando se sacudía enérgicamente tratando de desprenderse del
ligoso barro que lo cubría, impulsándose hacia adelante, tratando de encontrar
punto de apoyo sobre las raíces de los juncos. Mientras nosotros la ayudábamos
tirando fuertemente de la rienda. Calmados sus primeros arrebatos, rendida de
cansancio en su ímpetu de salir y su impotencia, alentábamos a un nuevo
esfuerzo. Resoplando nuevamente, batiendo sus patas como remos avanzaba hacia
nosotros lentamente. Brillando sus ojos de esperanza, sólo lograba hundirse
más, hasta llegar al cuello. Desesperados, la alentábamos a gritos y como si
fuera un ser humano sus ojos imploraban salvación. Resignada a ser tragada por
el fango dejó de luchar. Mas luego respondió a nuestro aliento con nuevos
esfuerzos. El supremo. El último y supremo intento de salvación. El animal
parece lo comprendió. Tomando nuevo aliento resopló toda y levantándose,
relinchando se impulsó hacia adelante con todas sus fuerzas. Nosotros llorando
pero sincronizando nuestras energías con las de ella tiramos de la soga,
logrando al fin colocar sus patas delanteras sobre las raíces de los juncos.
Dios nos sonreía, mientras de alegría las lágrimas caían de nuestros ojos. Y
creo que la bestia también lloraba de felicidad.
De Alberto Bisso Sánchez
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