Jueves Santo. La Eucaristía, una presencia que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al Sagrario.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Siempre que uno reflexiona sobre el misterio de
la Eucaristía, podría dejar de lado que la Eucaristía es un misterio de
presencia de Cristo, un misterio de entrega de Cristo. Una entrega que se hace
presencia cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras sacramentales sobre
el pan; una presencia que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos
al sagrario.
Vamos a contemplar el misterio de la institución de la Eucaristía, pidiendo a
Jesús entregarnos con Él, que se entrega; hacerme don con Él, que se da; dejar
invadir mi corazón del corazón de Cristo entre los hombres. Un amor hecho
entrega y presencia en su Cuerpo y su Sangre Eucarísticos.
"Cuando llegó la hora, se puso a la mesa
con los apóstoles; y les dijo: con ansia he deseado comer esta Pascua con
vosotros[...] Tomó luego pan, y, dando gracias, lo partió y se los dio diciendo:
Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’.
De igual modo, después de cenar, tomó la copa diciendo: Esta copa es la Nueva
Alianza de mi sangre que es derramada por vosotros."
Un pan y un cáliz que yo sé, por la fe, que son su cuerpo y su sangre. Se ha
realizado un milagro, el milagro más grande. La pasión de Cristo se ha
realizado de una forma incruenta. Efectivamente su cuerpo y su sangre son su
sacrificio. Cristo ha realizado su sacrificio, incluso antes de morir. Como si
su amor fuese tan grande que fuese capaz de anticipar el misterio de la
redención para mí. Y este don, este sacrificio se me da a mí como cristiano; se
da a todos los hombres.
¿Qué es lo que hace Cristo? ¿Cómo se entrega Cristo? El
pan, que es partido, roto, por las manos de Cristo, ese pan ya no es una mezcla
de harina con levadura, sino que es su cuerpo. Se rompe Él mismo, se da Él
mismo; y, al mismo tiempo, ese pan roto y dado es el gesto del Padre que da al
Hijo, que entrega al Hijo como don a la humanidad.
Entre los judíos, la Pascua se celebraba en familia, y el que presidía la cena
pascual representaba al padre de familia. En el misterio de la Eucaristía, Cristo -el Hijo- está al mismo tiempo siendo Padre que da
al Hijo; el Padre -Dios-, que da al Hijo -Cristo— a los hombres, es el pan y el
vino. El Padre que da al Hijo, que entrega
al Hijo a la humanidad. La Eucaristía es así el pan roto y entregado, es
el amor del Padre hasta el extremo de entregar al Hijo en sacrificio por los
pecados.
El pan que Cristo me da es su cuerpo que se entrega por mí; la sangre que
Cristo derrama es derramada por mí. En ese cáliz, que el sacerdote tiene entre
sus manos, está la sangre de Cristo, la sangre del Cordero, para que se
produzca la conclusión de una Alianza Nueva, de un nuevo pacto puesto en favor
de los hombres.
Debemos contemplar todo esto y dejar que nuestro corazón discurra sobre los
gestos de Cristo, sobre las palabras de Cristo; sobre todo lo que está
contenido en este misterio. Misterio que nos da una Alianza ofrecida sobre una
persona. Una persona que no es simplemente una persona humana, es la persona
del Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de Luz, y al mismo tiempo cuerpo entregado
y sangre derramada.
¿Qué hay en el corazón de Cristo? ¿Cuál es el corazón
de Cristo ante el misterio de la Eucaristía? Intentemos contemplar el
corazón y el alma de Cristo; veamos su corazón que busca darse sin barreras. Un
corazón que anhela, que desea dar todo lo que Él es. Y para lograrlo no
encuentra otro camino mejor que darse en el pan y en el vino, como cuerpo y
sangre; alma y divinidad.
Cristo se da sin barreras de tiempo y espacio. Cada vez que comulgamos, cada
vez que recibimos la Eucaristía, se rompen todas las barreras físicas de la
eternidad en el tiempo, de una época con otra, y entramos en misteriosa
comunicación con Cristo. Y se cumple ese don, cuando misteriosamente,
sacramentalmente, Jesucristo penetra en mi persona y se me entrega sin ninguna
barrera. Cristo busca, además, manifestarme su amor, como dirá San Juan: “nos amó hasta el extremo”. Él me manifiesta su amor queriendo y pudiendo
entrar en mi persona. Si el amor es la comunión de aquellos que se aman, ¿qué mayor comunión que la del cuerpo y la sangre de
Cristo con mi espíritu, con mi alma, con mi persona? Cristo, en su
corazón, busca continuar cerca de mí.
Él sabe, Él es consciente de que vivimos muchas veces en soledad, aunque
estemos acompañados por mucha gente, aunque haya muchas personas a nuestro
alrededor. Una soledad que no solamente la sentimos nosotros, sino que es
muchas veces patrimonio de todos los hombres. Cristo quiere quebrar esa soledad
con la Eucaristía. Cristo no quiere que yo esté solo, y quiere darse Él como
acompañante para transmitirme su vida. “Quien me
come vivirá por mí; aquél que me come no morirá para siempre”.
El misterio de la Eucaristía es promesa de vida eterna. Cada vez que recibo a
Cristo en la Eucaristía, se me está entregando la promesa de la vida que no
acaba para siempre. Éste es el gesto supremo del amor que busca la
identificación de voluntades y de existencia. "¡Con
qué anhelo he deseado comer esta Pascua con vosotros!" Cristo
me busca más a mí, de lo que yo lo busco a Él. Cristo quiere estar más cerca de
mí, de lo que yo quisiera estar cerca de Él. En su interior está el deseo de
vivir esta Pascua, que es la antesala de la realización del Reino de Dios entre
los hombres. La Pascua con la que Él va a llevar a plenitud su obra, con la que
va a realizar el anhelo que le trajo al mundo.
En el corazón del Cristo, en la Última Cena, brilla radiante un deseo: comer la
Pascua, cumplir la Pascua en el Reino de Dios. El anhelo de realizar la
voluntad del Padre, el deseo ardiente de cumplir con lo que el Padre le pide.
Para Cristo, comer la Pascua, no es sólo repetir un rito que recordaba a los
hebreos su liberación de Egipto. Para Cristo, comer la Pascua, es realizarla en
su persona; es ofrecer su persona como precio de la liberación de su pueblo; es
partir en dos el pan del pecado con la sangre de sus venas, con el último latido
de su corazón.
¿Qué es lo que yo hago ante este Cristo de la
Eucaristía? Cuando el Hijo de Dios se hace pan y se hace vino entregado
por mí, derramado por mí, no puedo sino suscitar en mí sentimientos y
determinaciones de comunión, de identificación con mi misión redentora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso puedo llegar a captar
plenamente, con mi inteligencia pequeña, limitada, todo lo que sucede en la
Eucaristía? ¿No tendré más bien que determinarme a decir: “Señor, quiero
comulgar contigo, quiero empaparme de ese sentimiento, de ese anhelo de
realizar la Pascua, de tenerte cerca de mí, de estar tú y yo en comunión, en
identificación”? Al recibir a Cristo debo animarme a un compromiso total
ante el suyo, sin mediocridades, sin tibiezas, sin dudas. Tengo que saberme
fortalecido en todas mis soledades y acompañado en mis fracasos y triunfos.
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