Recuerdo que mi
padre nos decía muchas veces: «por los hijos hay que sacrificarse». Pero me
temo que muchos padres de eso no se han enterado, y luego lamentan las
consecuencias.
El pasado 29 de Julio, ABC
publicaba en su portada la siguiente noticia: «La
muerte de cuatro jóvenes en un accidente en el que el conductor consumió
alcohol y drogas pone en cuestión el modelo de ocio nocturno: el 53 % de los
fallecimientos tienen lugar entre las seis y las nueve de la mañana».
Cuando uno lee una noticia de
este tipo, uno no puede por menos de pensar: algo no funciona
en la educación que estamos dando a nuestros niños, adolescentes y jóvenes. Pero ¿el qué?
Desgraciadamente hay muchos de
ellos que no logran tener una evolución adecuada y se convierten en personas
inmaduras. Suelen ser signos de esto el desfase entre la edad cronológica y la
edad mental, la falta de madurez intelectual, la inestabilidad emocional y
afectiva, la escasa responsabilidad con falta de fuerza de voluntad y ausencia
de claros criterios éticos, la mala percepción de la realidad, el rehuir el
enfrentarse consigo mismo y la ausencia de un proyecto de vida que les hace
vivir tan solo el momento presente sin visión del medio y largo plazo. Todo
esto les lleva a ser volubles, ligeros, inconstantes, superficiales y carentes
de espíritu crítico.
Además, a veces encontramos en
la adolescencia perturbaciones muy graves, como cuando en la escuela una
minoría de sujetos indisciplinados rechazan la educación en sí misma e intentan
imponer la violencia con sus actitudes agresivas que impiden la convivencia y
la buena marcha de la clase. Un conocido juez, don Emilio Calatayud, nos da
esta fórmula para formar delincuentes: «Comience dando
a su hijo todo lo que le pida, no le dé educación espiritual, ríase cuando diga
palabrotas, no le regañe nunca y póngase de su parte en los conflictos con sus
profesores». Esto se da con más frecuencia en hijos de familias
desestructuradas, especialmente si son de casi imposible reinserción social o
totalmente marginadas, pues los hijos necesitan no sólo que les quieran, sino
también que los padres se quieran entre sí. La despreocupación de los padres
por la educación de los hijos, el concebir la libertad como ausencia de
limitaciones y prohibiciones, una educación errónea que da todo a los hijos con
lo que pierden el sentido del esfuerzo y del trabajo, la ruptura de la vida
familiar, el mismo cuestionamiento de la institución familiar, pero sobre todo la
carencia de afecto y el vacío religioso y moral en que viven no pocos alumnos,
son elementos que originan estas conductas y dificultan la acción escolar, sin
olvidar las culpas propias de la escuela y de los planes de enseñanza.
Estos chavales
desmotivados, sin una conveniente educación, son también los más propicios a
buscar sensaciones fuertes como el transgredir normas y consumir drogas.
Pero a mí lo que me aterra no
es sólo que nuestros chavales muchas veces sean así, sino el cómo se ha llegado
a esto y lo nada que se hace para corregir esta situación, mientras en realidad
lo que se intenta es agravarla. Muchos se han olvidado que el fin de la
educación es enseñar a amar, mientras que lo que realmente se intenta es
simplemente disfrutar de nuestros instintos, destruir la familia y las
referencias educativas que ayuden a madurar a las personas.
Para empezar, nuestra Sociedad
se siente muy orgullosa de prescindir de Dios. Incluso en las fiestas de
Navidad, nuestra Sociedad procura que sean unas grandes fiestas, pero se desea
que Jesucristo esté totalmente ausente, y si en la vida pública haces mención
de Cristo o de los valores cristianos, te cae rápidamente el apodo de facha, y ante eso hay muchísima gente que,
en vez de no arrugarse y confesarse abiertamente como cristianos, se deja
intimidar y renuncia a sus valores, porque lo que verdaderamente le importa es
no meterse en líos y poder pedir otra de gambas. Y así vemos como nuestros
políticos, de los que a veces me pregunto si tienen hijos, votan por unanimidad
con gran frecuencia la diabólica ideología de género con sus consecuencias de
promiscuidad y hedonismo en grado sumo, lo que indudablemente no ayuda a tener
fuerza de voluntad. Pero para qué voy yo, padre de familia, a ir a la Iglesia
el domingo o rezar en casa, con lo aburrido que es el sacrificarse por los
hijos.
Para reaccionar ante esto es
necesario un renacimiento de la disciplina moral y espiritual y un esfuerzo
resuelto y diligente por parte de los cristianos por comprender y defender la
cultura cristiana. Recuerdo que mi padre nos decía muchas veces: «por los hijos hay que sacrificarse». Pero me temo
que muchos padres de eso no se han enterado, y luego lamentan las
consecuencias.
Pedro Trevijano. Sacerdote.
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