La pregunta puede
parecer rebuscada, pero los recientes pronunciamientos del magisterio hacen que
sea perfectamente válida.
Desde siempre
los abogados dedicados al derecho penal, los filósofos morales y de la
política, se han preguntado acerca de la competencia e idoneidad del Estado y
sus agentes para imponer penas a los ciudadanos. Naturalmente la pena de muerte
ha sido objeto de una particular reflexión en este sentido.
Sin intentar resumir un debate
que se extiende por siglos, digamos que el
argumento más fuerte a favor de eliminar la pena de muerte ha sido la
combinación de su carácter irreversible y la posibilidad de un error judicial.
La posibilidad de que se cometa una injusticia, que se ejecute por error a una
persona inocente, es un riesgo tan alto y terrible. Existiendo otras medidas
para detener al delincuente, no parece justificado mantener la pena de muerte
como una sanción común en el derecho penal.
El argumento contra la pena de
muerte es fuerte, pero hasta ahora no presentaba mayor problema para un abogado
católico. Ambas posiciones, a favor y
en contra, eran admisibles y sujetas a un juicio prudencial de las
circunstancias, pues la pena de muerte no era algo intrínsecamente malo.
La posición de los papas recientes, y lo que reflejaba el Catecismo en la
redacción que se modificó hace pocos días, era que en la circunstancia actual
sus riesgos superaban con mucho a sus beneficios, y por tanto se había vuelto
poco prudente.
Dentro de ese marco, la jerarquía católica orientó su acción a eliminar
la pena de muerte donde fuera posible. Así, con el apoyo explícito de san Juan
Pablo II, en Chile durante el año ’93 se derogó la pena de muerte para delitos
comunes y solo se mantiene para delitos cometidos por militares en tiempo de
guerra.
Como católico, preocupa ver
que ahora el Magisterio parezca contradecir su enseñanza previa, acercándose a
decir que la pena de muerte es intrínsecamente mala, y que jamás se
justificaría su imposición. Sin embargo, como abogado y penalista la cosa es
todavía más complicada.
En efecto, la redacción actual
del Catecismo introduce un nuevo argumento en el debate al decir que una pena
es ilegítima cuando atenta contra la dignidad de una persona. El problema es
que, si el motivo para abolir la pena
de muerte es que “atenta contra la inviolabilidad y
la dignidad de una persona” ¿qué se puede decir de otras penas?
Digámoslo directamente: las
condiciones en la abrumadora mayoría de las cárceles del mundo atentan contra
la dignidad de las personas. La regla
general es el hacinamiento, el abuso de poder y el peligro a la vida e integridad
física o sexual de los internos. Se podrá decir que esas situaciones no
son intrínsecas a la privación de libertad, ni están amparadas por el Estado, y
que se debe luchar por mejorarlas. Sin embargo y desde el punto de vista del
condenado, en muchos lugares esa distinción puede sonar a una ingenuidad.
Por otro lado, es evidente que
todo castigo impuesto por un tribunal atenta contra la dignidad de la persona.
Eso ocurre con la pena de muerte, que desde luego es más severa, pero también
lo hace una privación de libertad, que destruye los vínculos de una persona con
la sociedad. Incluso la mera declaración de culpabilidad, que convierte a un
ciudadano en un delincuente, se puede decir que atenta contra su dignidad.
Si el “no
atentar contra la dignidad” será el estándar para medir el sistema
penal, todas las penas impuestas por
tribunales serían contrarias al evangelio, y no sería legítimo que un católico
participara en ello. Si nos dicen que el evangelio siempre prefiere la
misericordia a la justicia, la única respuesta legítima al delito serían
medidas “reeducativas”, tomadas con la
debida autorización del propio afectado.
Sea por las circunstancias o
por su naturaleza, toda pena atenta contra la dignidad de la persona que la
sufre, en mayor o menor medida. No es un beneficio para el delincuente, ni una
muestra de misericordia. Cuando un abogado católico toma parte del proceso
penal lo hace en servicio de la justicia, convencido que el propio condenado se ha puesto voluntariamente en
situación de recibir un castigo por sus actos, con la esperanza de que
esa pena sirva como un medio para restituir la paz entre el delincuente y la
sociedad, y también de expiación personal.
Dios quiera que el Magisterio
no nos diga que eso ya no es posible.
Pato Acevedo
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