Hay un
problema que reviste bastante gravedad entre los católicos que asisten a Misa: la recepción colectiva e indiscriminada de la Sagrada
Comunión, incluso por parte de quienes no están preparados ni con las debidas
disposiciones.
Se trata de un problema importante que reconocieron sin
rodeos los dos pontífices anteriores:
Algunas veces, incluso en casos muy numerosos, todos los participantes
en la asamblea eucarística se acercan a la comunión, pero entonces, como
confirman pastores expertos, no ha habido la debida preocupación por acercarse
al sacramento de la Penitencia para purificar la propia conciencia (Juan
Pablo II, Dominicae Cenae, 11)
Se podría
decir que este pasaje se lleva la palma en cuanto a quedarse corto, pero su
sentido está clarísimo. Purificar frecuentemente la conciencia mediante la
Confesión sacramental –y desde luego cada vez que se haya cometido un pecado
mortal– es la única manera de manifestar sin falta la debida reverencia a
Nuestro Señor Jesucristo, el Santo de Israel, verdaderamente presente en el
Santísimo Sacramento como alimento de nuestra peregrinación al Cielo.
Como
enseña la Iglesia, la Eucaristía no es un remedio para las almas muertas, sino
para quienes, estando vivos, necesitan fortalecerse con miras a la vida de
caridad. Aunque se pase uno el día intentando darle de comer a un cadáver, no
servirá de nada. Y en la vida espiritual es peor: cuando
alguien que espiritualmente está muerto consume el Pan de vida, se vuelve más
culpable. Servir tal alimento a pecadores públicos impenitentes (por
ejemplo, sacerdotes u obispos que den de comulgar a políticos partidarios del
aborto) acumula carbones encendidos sobre la cabeza del comulgante y del
sacerdote. No hay más vueltas que darle; tal es la enseñanza unánime de todos
los Padres, Doctores y sacerdotes que tienen la Fe católica.
Su
Santidad Benedicto XVI señaló en una entrevista el desagrado que le causaba ver
a las multitudes que acudían a comulgar en actos solemnes celebrados en el
Vaticano, cuando saltaba a la vista que muchos eran turistas o visitantes, o
bien personas que por otros motivos no reunían las debidas disposiciones (por
ejemplo, por no estar en ayunas). Por consiguiente, mandó que se volvieran a
instalar reclinatorios y que los fieles recibiesen la Comunión de rodillas y en
la lengua, para que tuvieran presente que se trata de un rito sagrado en que se
recibe nada menos que al Santísimo:
En actos masivos, como los que tenemos en la basílica y en la plaza de
San Pedro, el peligro de banalización es grande. (…) En este contexto, en
que se piensa que recibir la comunión forma parte simplemente del acto –todos
se dirigen hacia delante, por tanto, también voy yo–, he querido establecer un
signo claro (…) No es meramente un rito social cualquiera del que todos podemos
participar o no (Luz del mundo)
El motivo
de esta preocupación es bastante simple, y el Concilio de Trento lo expresó con
insuperable concisión y claridad:
Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino
santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la
santidad y divinidad de este celestial Sacramento, con tanta más diligencia
debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad,
señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al
no discernir el Cuerpo del Señor (1
Cor. 11,28). Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria
el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el
hombre (1 Cor. 11, 28)
(Sesión XIII, cap. 7).
En vista
de todo lo anterior, es importante que los católicos sepan lo que
significa «debe evitar acercarse a recibirlo
sin grande reverencia y santidad». ¿Cuáles son las condiciones para recibir
fructífera y frecuentemente el Santísimo Sacramento?
La respuesta la dio el decreto Sacra
Tridentina Synodus en 1905, con la autoridad de la Sagrada
Congregación del Concilio, reflejando el sentir y la voluntad de San Pío X.
Este pontífice, en reacción a rezagos jansenistas que disuadían a los fieles de
acercarse al altar, rebajó la edad para recibir la Sagrada Comunión y animó a
recibir al Señor con frecuencia.
Las condiciones son las siguientes:
Primero:
quien desee participar en el sagrado banquete debe
estar en estado de gracia, es decir, no tener ningún pecado mortal sin
confesar.
Segundo, debe tener «recta y piadosa
intención». El decreto la define de la siguiente manera: «que el que comulga no lo haga por rutina, vanidad o
respetos humanos, sino por agradar a Dios, unirse más y más con El por el amor
y aplicar esta medicina divina a sus debilidades y defectos». O sea, que
el comulgante tiene que ser consciente de lo que hace y de a Quién se acerca
(es decir, que no lo haga por rutina) y que lo haga para agradar al Señor y
santificar su alma mediante una unión más estrecha con Él, no por el qué dirán
(o sea, por vanagloria ni respeto humano).
Tercero, aunque
convenga que esté libre de pecados veniales y de afecto a ellos, basta con que
esté limpio de pecado mortal y tenga propósito de nunca más pecar mortalmente.
Esto último es importantísimo en la actualidad, en vista del desastre originado
por Amoris laetitia. En tanto que el católico tenga intención de
seguir viviendo en pecado, es decir, cooperando a una situación objetiva de
pecado, como por ejemplo en un matrimonio civil con un nuevo cónyuge mientras
aún viva el anterior, no puede en modo alguno recibir la Sagrada Comunión, dado
que no tiene la intención de no volver a pecar.
Y
cuarto, aunque no es imprescindible que el comulgante
haya dedicado tiempo a una preparación cuidadosa y a una posterior acción de
gracias, tanto la preparación como la acción de gracias son esenciales para
alcanzar la plenitud de los efectos de la Sagrada Comunión. Dice el
decreto: «Más abundante [es el efecto de los
Sacramentos] cuanto mejores son las disposiciones de los que los reciben». Aparte
de las intenciones ocultas de Dios, que desea elevar a algunas almas más que a
otras, la diferencia entre aquellos a quienes la Comunión frecuente transforma
en santos y los que siguen prácticamente inalterados por el trato diario con el
Señor depende, por lo que a nosotros se refiere, de que tengamos una fe viva y
enfervoricemos nuestra devoción al acercarnos al altar y recibirlo.
En
resumen, las cuatro condiciones para frecuentemente y con fruto la Sagrada
Comunión son: (1) estar en gracia de Dios, (2) tener recta y piadosa intención, (3) estar libre de afecto al pecado, o sea, no querer
volver a pecar, y (4) prepararse debidamente y
dar gracias después.
¿Cuál será el fruto de observar adecuadamente estos sabios consejos de
la Santa Madre Iglesia? El mismo decreto lo expresa a las
mil maravillas: «Por la frecuente o diaria
Comunión se estrecha la unión con Cristo, resulta una vida espiritual más
exuberante, se enriquece el alma con más efusión de virtudes y se le da una
prenda muchísimo más segura de felicidad».
Todo un
privilegio, y a la vez un gran desafío que nos interpela para vivir de forma
que crezcamos en gracia, pureza, fe y devoción.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
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