Deberíamos darnos
cuenta de que la ola homosexual ha alcanzado niveles tan altos en el Vaticano
que están incluso influenciando el próximo Encuentro Mundial de las Familias.
El escándalo de los obispos
implicados en actividades homosexuales o responsables de abusos de niños y
adultos ha sacudido a la Iglesia. La extrema gravedad de los hechos que han
aparecido hasta el momento demanda una investigación meticulosa para comprender
la extensión y las causas de este fenómeno. Sobre todo, es obvio que la ola homosexual ha alcanzado niveles tan altos en el
Vaticano que está incluso influenciando el próximo Encuentro Mundial de las
Familias que tendrá lugar en Irlanda desde el 21 al 26 de agosto y que
culminará con un encuentro con el Papa Francisco durante los últimos dos días.
Si se tuvieran que tomar medidas drásticas, la primera debería centrarse
en el encuentro de Dublín: el programa debe ser revisado, así
como la posición del cardenal Kevin Farrell como presidente del
Dicasterio para los laicos, la familia y la vida, cuya mera presencia en un papel de tanta responsabilidad, es como mínimo
bochornosa.
Pero procedamos con cierto
orden. En primer lugar, lo que ha
salido a la luz de los casos en los Estados Unidos (el cardenal
McCarrick y otros), en Chile y en Honduras, que implican gravemente a
cardenales muy cercanos al Papa, debería
haber conducido ya a la convicción de que el problema real en el clero es la
homosexualidad. En la gran mayoría de los casos, incluyendo aquellos que
se han conocido ahora y que tuvieron lugar en décadas pasadas, el abuso sexual
de niños es una consecuencia, o una extensión de la actividad homosexual. Este
es el núcleo de la cuestión, tal como hemos estado diciendo durante años; simplemente hablar sobre la pedofilia es una
forma de distraer la atención del problema real: la homosexualidad.
Esto nos conduce al segundo
punto, que es el escenario que debemos tener presente para comprender no sólo
los casos que han salido a luz en los últimos años sino sobre todo lo que está
surgiendo de los casos más recientes y que ponen en tela de juicio a obispos y
cardenales. Debido a todo esto necesitamos una vez más recordar la «Carta a los obispos de la Iglesia
Católica sobre el cuidado pastoral de las personas homosexuales»
(1 de octubre de 1986) firmada por el entonces prefecto para la Congregación
para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger. Entre otras cosas, Ratzinger denunciaba, y lo hacía en 1986, la
existencia de un lobby gay en la Iglesia que en colaboración con organizaciones
gays ajenas a la Iglesia pretendían subvertir la enseñanza católica sobre la
homosexualidad. Nos llevaría mucho tiempo citar todo el documento, pero
los puntos 8 y 9 describen perfectamente lo que entonces podría parecer una
exageración pero que hoy es una realidad patente. Hay una red de clérigos homosexuales que no sólo no esconden sus
actividades inmorales, sino que durante estos años han llevado a cabo
una clara agenda para subvertir la
doctrina católica. Es lo que el sacerdote polaco Dariusz Oko llamó la «Omoeresía».
Hay dos formas diferentes en la que esto funciona: desde la teología que
se enseña en los seminarios y en las universidades pontificias que duda de «la verdad sobre el ser humano», como dice
Ratzinger, a la creciente presión para bendecir las uniones homosexuales; desde
el cuidado pastoral de las personas homosexuales que legitimiza su actividad
sexual, a las peticiones para que las uniones gay sean reconocidas civilmente.
Citemos sólo algunos de los casos más recientes: la multiplicación de vigilias contra la homofobia en diócesis
italianas el pasado mayo; el cuidado pastoral para las personas homosexuales
encomendado en gran parte a asociaciones y grupos que persiguen el
reconocimiento de un estilo de vida homosexual; el documento preparatorio para el Sínodo de la Juventud, que por primera vez
adopta una terminología LGTB; el
claro alineamiento de la Conferencia Episcopal Italiana en favor del
reconocimiento de las uniones civiles (aunque de forma más moderada que la que
la ley realmente aprueba); el papel importante que el periódico de los obispos
italianos Avvenire ha estado jugando
durante muchos años, tratando de cambiar la mentalidad de los católicos con
respecto a la homosexualidad; el nombramiento
del jesuita James Martin, un conocido activista que promueve la agenda LGTB, como consultor de la Secretaría de
Comunicación; y así podríamos seguir mucho más.
La historia del Padre Martin
nos conduce directamente al Encuentro Mundial de las Familias. De hecho, ha
sido invitado como portavoz oficial para la cita de Dublín en un claro intento
de conseguir que la actividad homosexual sea aceptada dentro del contexto
familiar. Es una sutil tentativa de atacar el verdadero significado de la
familia, una elección que ya ha creado controversia, pero no ha habido ningún
signo de arrepentimiento desde Roma. Lo que es más, hasta donde sabemos, ya se están llevando a cabo preparativos para
incluir una situación en la que diferentes «tipos» de familias tendrán su
espacio durante el encuentro con el Papa.
Obviamente, todo será llevado a cabo bajo el pretexto de
lo que significa «dar la bienvenida»
refiriéndose a situaciones difíciles, pero sólo una persona realmente ingenua
no se daría cuenta de que en realidad es
una estrategia para hacer pasar diferentes tipos de uniones como si fueran
normales y por lo tanto aceptables. En la práctica, esto es justamente lo opuesto a lo que San Juan
Pablo II tenía en mente cuando convocó el primer Encuentro Mundial de
las Familias en 1994.
Obviamente, los obispos irlandeses
comparten también la responsabilidad de las decisiones tomadas, pero lo que lo
hace todo más inquietante es la situación en la que el cardenal Kevin Farrell
se encuentra con la explosión del escándalo McCarrick. Durante seis años, Farrell fue el vicario general de McCarrick en
Washington y vivía con él cuando los seminaristas eran vigorosamente engañados
por el cardenal, además fue éste el que patrocinó personalmente la
carrera eclesiástica de Farrell. Hoy dice que nunca sospechó nada, ni que nadie
le hizo llegar quejas o comentarios sobre el arzobispo en ningún momento.
Dada la escala de las
fechorías de McCarrick y de los rumores que habían estado circulando durante
años, la versión del cardenal Farrell
es increíble. Hay sólo dos posibilidades: o está mintiendo descaradamente, convirtiéndose así en cómplice de
McCarrick o está tan desconectado de lo que pasa a su alrededor que no puede
ver lo que pasa más allá de sus propias narices. Ambas hipótesis son muy
serias y serían suficientes para que presentase su dimisión ante el Vaticano,
pero la coincidencia del escándalo con el Encuentro Mundial de las Familias
añadido al giro gay que quieren darle, hace que la posición de Farrell sea
prácticamente insostenible.
Es más, podemos apostar que se
tomarán medidas para mantener al cardenal Farrell en su lugar y para que el
programa del Encuentro Mundial de las Familias permanezca intacto, incluyendo
la presencia del padre Martin. La razón es desgraciadamente simple: el lobby gay nunca ha sido tan
poderoso en el Vaticano. Ya lo
era en los 90, considerando que McCarrick pudo llegar a ser arzobispo de
Washington y después cardenal a pesar de que las quejas sobre su conducta
habían llegado incluso a Roma. No podemos evitar darnos cuenta de que en los últimos años ha habido un gran
crecimiento del poder en las manos de prelados envueltos directa o
indirectamente en casos de homosexualidad y abusos sexuales o
ampliamente comentados.
Sin volver al caso de Monseñor Battista Ricca que inauguró
el papado de Francisco y fue el origen de la famosa frase «¿Quién soy yo para juzgar?», simplemente
consideremos que sólo en el C9 (el consejo de nueve cardenales nombrados por el
Papa Francisco para que le ayudasen a reformar la Curia) el cardenal chileno
Francisco Javier Errazuriz y el hondureño Oscar Rodríguez Maradiaga están ambos
seriamente implicados en escándalos de obispados de sus correspondientes
países, mientras que el cardenal australiano George Pell, aunque en una
situación muy diferente, ha tenido que volver a Australia para defenderse de
las acusaciones de encubrimiento de sacerdotes que a su vez estaban acusados de
pedofilia. El secretario del C9 en
aquel momento, Monseñor Marcello Semerano, ha acogido el encuentro nacional de
grupos cristianos LGTB durante muchos años
en su diócesis (Albano Laziale). Tampoco deberíamos olvidar la triste
historia que en 2017 protagonizó el secretario
personal del cardenal Francesco Coccopalmerio, Monseñor Luigi Capozzi,
implicado en un caso de fiestas gays y cocaína. Lo que hace la historia
más grave es el hecho de que fue el cardenal Coccopalmerio en colaboración con
el Papa el que permitió que Capozzi
tuviera un «discreto» apartamento en el
Vaticano, que de otra forma hubiera pertenecido a un oficial de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Es más, después de un período de
desintoxicación, Monseñor Capozzi volvió a tomar posesión de dicho apartamento.
Es quizás un caso pequeño, pero de cualquier forma es una revelación del
sistema en vigor en el Vaticano.
Incluso aunque fuera muy
injusto lanzarse a una caza de brujas basándose en rumores, también es cierto
que como nos enseña el caso McCarrick, los rumores y quejas que persisten
durante años, a menudo, tienen algún fundamento y al menos merecen una
investigación seria, aunque sólo fuera antes de citas importantes. Por el
contrario, estamos siendo testigos de
una sistemática elevación a cargos de responsabilidad en el Vaticano de
muchos personajes sobre los que hay
rumores persistentes de mantener actividades homosexuales.
Si no se desmantela esta red
de dentro del corazón de la Iglesia, cualquier intento de restaurar el orden no
tendrá credibilidad. El Encuentro Mundial de las Familias será la primera
prueba.
Riccardo Cascioli
Publicado
originalmente en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducido para
InfoCatólica por Ana María Rodríguez
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