El sacramento por el que algunos de entre los
fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter
indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios
según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las
funciones de enseñar, santificar y regir.
7.1
NOCION
El orden es el sacramento por el
que "algunos de entre los fieles quedan
constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y
así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado
de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de
enseñar, santificar y regir" (CIC, c. 1008).
Del texto anterior se pueden
deducir algunas ideas básicas sobre este sacramento, que después serán
ampliadas:
a) De entre la totalidad de los fieles, algunos son constituidos ministros
sagrados.
Todo bautizado participa del
sacerdocio de Cristo y está por tanto, capacitado para colaborar en la misión
de la Iglesia. El orden, sin embargo, imprime una especial configuración
-carácter indeleble- que distingue esencialmente a quien lo recibe de los demás
fieles, capacitándolo también para funciones especiales. Por eso se afirma que
el sacerdote posee el sacerdocio ministerial, distinto del sacerdocio real o
sacerdocio común a todos los fieles.
En efecto, la Iglesia es una
comunidad sacerdotal, ya que todos los fieles participan de alguna manera del
sacerdocio de Cristo -de su oficio profético, sacerdotal y regio- y de la
misión única de la Iglesia; todos están llamados a la santidad; todos deben
buscar la gloria de Dios y trabajar en el apostolado, dando con su vida
testimonio de la fe que profesan.
Esta participación en el
sacerdocio de Cristo es doble y difiere esencialmente (ver Catecismo, nn. 1546
y 1547).
Hay un sacerdocio común a todos
los fieles, que confieren el bautismo y la confirmación, y un sacerdocio
ministerial que sólo tienen quienes reciben el sacramento del orden. Así lo
enseña el Concilio Vaticano II en el n. 10 de la Const. Lumen gentium: "A los fieles laicos, por tanto, les corresponde
actuar como ciudadanos corrientes en medio del mundo, tratando de dirigir a
Dios todos los asuntos temporales de acuerdo a sus propias circunstancias
personales, y cooperando así con Cristo en la renovación del mundo (cfr. Lumen
gentium, nn. 31-38). Lo propio de los sacerdotes, en cambio, es celebrar el
Santo Sacrificio de la Misa, predicar la palabra divina, administrar los
sacramentos y guiar a los hombres en orden a conseguir la salvación
eterna."
b) El sacerdote actúa ‘en la persona de Cristo
Cabeza’, es decir, actúa en el nombre y con el poder de Cristo.
La identidad del sacerdote no
puede ser otra que la de Cristo: Que los hombres nos consideren como ministros
de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (I Cor. 4, 1). Así lo
Recordaba Juan Pablo II a los sacerdotes en Czestochowa: Este servicio alto y
exigente no podrá ser prestado sin una clara y arraigada convicción acerca de
vuestra identidad como sacerdotes de Cristo, depositarios y administradores de
los misterios de Dios, instrumento de salvación para los hombres, testigos de
un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá
(Discurso, 6-VI-1979).
Todo esto significa que, si cada
fiel es otro Cristo, y Cristo mismo se identifica con los miembros de su Cuerpo
Místico (cfr. Hechos 9, 4-5) con mayor razón hay que afirmarlo del sacerdote,
cuya consagración y misión son una específica identificación con Jesucristo, a
quien representa.
c) Las funciones que desempeña se resumen en una triple potestad: enseñar,
santificar y regir.
De los sacerdotes -otros Cristos-
depende en gran parte la vida sobrenatural de los fieles, ya que solamente
ellos pueden hacer presente a Jesucristo sobre el altar y perdonar los pecados.
Aunque éstas son las dos funciones principales del ministerio sacerdotal, su
misión no se agota ahí: administra también los otros sacramentos, predica la
palabra divina, dirige espiritualmente, etc. Es decir,
participa del triple poder de Cristo:
1) Poder de santificar,
administrando los sacramentos, sobre todo el de la Penitencia y el de la
Eucaristía.
2) Poder de regir, dirigiendo a
las almas, orientando su vida hacia la santidad.
3) Poder de enseñar, anunciando a
los hombres el Evangelio.
d) Según el grado de cada uno
significa que el sacramento consta de diversos grados, y por eso se llama
orden. Esto lo estudiaremos después con detalle.
7.2
SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
Jesucristo es el verdadero y
supremo Sacerdote de la Nueva Ley, pues sólo El nos reconcilió con Dios por
medio de su Sangre derramada en la Cruz (cfr. Hebr. 8, 1; 9, 15). Sin embargo,
quiso Jesús que algunos hombres, escogidos por El, participaran de la dignidad
sacerdotal de modo que llevaran los frutos de la redención a todos los demás.
Con ese fin instituyó el sacerdocio de la Nueva Alianza (cfr. Lc. 22, 19). A su
vez los Apóstoles, inspirados por Dios, sabían que el encargo de Jesús no
acabaría con ellos, y por eso transmitían el ministerio mediante el sacramento
del orden, que administraban por la imposición de las manos y la oración (cfr.
Hechos 14, 23-24). De este modo, comunicaban a otros hombres el poder de regir,
santificar y enseñar que ellos habían recibido directamente del Señor.
Es dogma de fe explícitamente definido
(cfr. Dz. 949, 961, 963, 2049, 2050) que el sacramento del orden sacerdotal es
uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor
Jesucristo.
Los protestantes niegan este
sacramento: para ellos no hay distinción entre los sacerdotes
y los laicos; todos los fieles son sacerdotes, y para ejercitar el ministerio
sólo requieren un nombramiento o delegación de la comunidad.
a) Consta expresamente en la Sagrada Escritura que Cristo hizo de los
Apóstoles una elección especial: "Subió a un
monte y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que le
acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc. 3, 13-15); "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os
elegí a vosotros" (Jn. 15, 16).
b) Al elegirlos, les confió una misión y les dio unos poderes
particulares; en concreto: poder de perdonar los pecados: "A quienes perdonareis los pecados les serán
perdonados" (Jn. 20, 23; cfr. Mt. 16, 19; 18, 18); poder de
administrar los demás sacramentos y de predicar la palabra de Dios: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en
el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar
todo cuanto os he mandado" (Mt. 28, 19-20); "Como mi Padre me envió, así yo os envío a vosotros"
(Jn. 20, 21); poder sobre el Cuerpo real de Cristo, para renovar incruentamente
el sacrificio de la Cruz, hasta el fin de los siglos (cfr. Lc. 22, 19; I Cor.
11, 23-25). Este es el principal poder que reciben los presbíteros, pues el
sacerdocio se ordena primariamente al sacrificio.
c) Estos poderes fueron dados por el Señor a sus Apóstoles con una
finalidad: continuar su misión redentora hasta el fin de los siglos (cfr. Mt.
28, 20; Jn. 17, 18). Esta finalidad sería inalcanzable si los poderes
terminaran con la muerte de los doce Apóstoles, y por eso Cristo les mandó que
los transmitieran, y así lo entendieron y practicaron desde el principio: impusieron
las manos sobre algunos, elegidos específicamente (cfr. Hechos 6, 6; 13, 13); constituyeron
presbíteros y obispos para gobernar las iglesias locales (cfr. Hechos 14, 23;
20, 28), para administrar los sacramentos (cfr. I Cor. 4, 1), para fomentar las
buenas costumbres y vigilar la recta doctrina (cfr. I Tes. 3, 2).
Este sacramento se llama orden
sagrado porque, como veremos más adelante, consiste en grados ordenados,
jerárquicamente subordinados entre sí, de los que resulta la jerarquía
eclesiástica: "orden, si atendemos a su
etimología y concepto, es cierta disposición de cosas superiores e inferiores
que están entre sí tan ajustadas, que una se relaciona con otra. Por tanto,
habiendo en este ministerio muchos grados y cargos distintos, y estando todos
distribuidos y dispuestos por un sistema determinado, es claro que muy bien y
propiamente se le ha dado el nombre de orden" (Catecismo Romano, p.
2, cap. 7, n. 9).
7.3
EL SIGNO EXTERNO DEL SACRAMENTO
7.3.1
LA MATERIA
En 1947, después de una larga
controversia sobre el tema, Pío XII declaró que la materia del sacramento del
orden es la imposición de las manos (cfr. Dz. 2301; y también CIC, c. 1009
& 2).
La controversia tuvo su origen en
que, al conferir las sagradas órdenes, al rito de origen apostólico de la
imposición de las manos se añadió, en los siglos X, XI y XII, la traditio
instrumentorum, es decir, la entrega de los instrumentos de los que se sirve el
sacerdote en su ministerio (el cáliz y la patena, el libro de los Evangelios,
etc.). Esta entrega de instrumentos, tomada de las costumbres civiles romanas,
llegó a considerarse con cierta frecuencia como algo necesario para la validez
del sacramento, hasta que Pío XII dejó fuera de toda duda que no era algo
esencial.
En otros sacramentos la materia
es una res (cosa) -p. ej., el agua, aceite, etc.- porque el efecto del
sacramento no deriva de algo que tenga el ministro; en cambio en el sacramento
del orden se comunica una potestad espiritual que viene de Dios, pero que es
participada por quien lo confiere: por eso la fuerza de la materia está en el
ministro y no en un elemento material.
7.3.2 LA FORMA
La forma es la oración
consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado (cfr. CIC,
c. 1009 & 2).
En la ordenación de presbíteros
son las palabras de la oración que el obispo dice después de que el ordenado ha
recibido la imposición de las manos. Las esenciales son: Te pedimos, Padre
todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado;
renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio
de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida (Ritual de Ordenación
de Presbíteros, n. 22).
7.4
EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
Por la ordenación sagrada, el
sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de los tesoros divinos
(cfr. I Cor. 4, 1). Con este sacramento recibe una serie de efectos
sobrenaturales que le ayudan a cumplir su misión, siendo los principales: a) el carácter indeleble, b)
la potestad espiritual, c) el aumento de gracia
santificante y d) la concesión de la gracia sacramental.
7.4.1
EL CARÁCTER
Este sacramento imprime carácter
indeleble, distinto al del bautismo y al de la confirmación, que constituye al
sujeto en sacerdote para siempre: Tú eres sacerdote
para siempre, según el orden de Melquisedec (Ps. 109: cfr. Hebr. 5,
5-6).
En el caso de los tres
sacramentos que lo imprimen, el carácter es una cierta capacitación para el
culto, que en el sacramento del orden constituye la más plena participación en
el sacerdocio de Cristo:
- lleva a su
plenitud el sacerdotal (esse sacerdotale),
- perfecciona el
poder sacerdotal (posse sacerdotale),
- corona la
capacidad de ejercer fácilmente ese poder sacerdotal (bene posse sacerdotale)
que el fiel ya tiene por el bautismo y la confirmación.
El carácter realiza todo esto a
través de una configuración del que se ordena con Cristo, Cabeza del Cuerpo
Místico, que le faculta para participar de un modo muy especial en su
sacerdocio y en su triple función. Por eso el sacerdote se convierte en:
a) ministro autorizado de la palabra de Dios, participando del munus docendi (poder de enseñar);
b) ministro de los sacramentos, participando del munus
sanctificandi (poder de santificar); de modo especial se convierte en
ministro de la Eucaristía, por lo que su oficio principal es la celebración del
Santo Sacrificio del Altar, donde se renueva sacramentalmente la obra de
nuestra Redención y se aplican sus frutos, y donde el ministerio sacerdotal
encuentra su plenitud, su centro y su eficacia (cfr. Concilio Vaticano II,
Presbyterorum ordinis, n. 5);
c) ministro del pueblo de Dios, participando del munus
regendi (poder de gobernar); así, entra a formar parte de la jerarquía eclesiástica,
de modo distinto según su grado propio: adquiere una potestad espiritual para
conducir a los fieles a su fin sobrenatural eterno. Este efecto se explica por
separado a continuación.
7.4.2
LA POTESTAD ESPIRITUAL
En la jerarquía de la Iglesia, de
la que se forma parte en virtud del sacramento del orden, podemos distinguir
dos planos:
La jerarquía de
orden: está formada por los obispos,
presbíteros y diáconos, su finalidad es ofrecer el Santo Sacrificio y
administrar los sacramentos;
La jerarquía de
jurisdicción (que supone la anterior): está
formada por el Papa y los obispos en comunión con él (o quienes, en el derecho
canónico, se equiparan a los obispos); los presbíteros y di conos se insertan
en ella a través de su colaboración con el Ordinario respectivo.
7.4.3
LA GRACIA SANTIFICANTE Y LA SACRAMENTAL
Al igual que los demás
sacramentos de vivos, el sacramento del orden aumenta la gracia santificante
(cfr. Dz. 701).
Otorga, además, la gracia
sacramental; es decir, la ayuda sobrenatural necesaria para poder ejercer
debidamente las funciones correspondientes al grado recibido (cfr. Dz. 2301).
7.5
DIVERSIDAD DE GRADOS EN EL SACRAMENTO DEL ORDEN
El ministerio eclesiástico,
instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya desde antiguo
reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos.
La doctrina católica, expresada
en la liturgia, el magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconoce
que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo:
el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a
servirles. Por eso, el término ‘sacerdos’ designa,
en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos.
Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación
sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son
los tres conferidos por un acto sacramental llamado ‘ordenación’,
es decir, por eso sacramento del Orden (Catecismo, n. 1554).
No son, por tanto, sacramentos
diversos (cfr. Concilio Vaticano II: Christus Dominus, n. 15; Lumen gentium, n.
21; Presbyterorum ordinis, n. 2).
7.5.1
EL EPISCOPADO
"Entre los
diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el
ministerio de los obispos que, a través de una sucesión que se remota hasta el
principio, son los transmisores de la semilla apostólica" (LG 20) (Catecismo, n. 1555).
En orden a la consagración de la
Eucaristía su potestad no excede a la de los presbíteros, pero sí la excede en:
- conferir el
sacramento del orden (cfr. Dz. 967; CIC, c. 1012);
- terminar el ciclo
de la iniciación cristiana confiriendo el sacramento de la confirmación (cfr.
CIC c. 882);
- de ordinario, se
reserva también a los obispos la consagración de los santos óleos (cfr. CIC,
cc. 857 y 880);
- el derecho a
predicar en cualquier lugar (cfr. CIC, c. 763);
- el ser colocados
al frente de las diócesis o Iglesias locales y gobernarlas con potestad
ordinaria, bajo la autoridad del Romano Pontífice (cfr. CIC, cc. 375-376); pero
tiene al mismo tiempo con todos sus hermanos en el episcopado colegialmente, la
solicitud de todas las Iglesias (Catecismo, n. 1566).
- le corresponde,
en su diócesis, dictar normas sobre el seminario (cfr. CIC, c. 259), sobre la
predicación (c. 772), sobre la liturgia (c. 838), etc.
Además, son los obispos quienes
conceden a los presbíteros cualquier poder de régimen que puedan tener sobre
los demás fieles, y el encargo de predicar la palabra divina.
7.5.2
EL PRESBITERADO
Los presbíteros (del griego
presbyterós = anciano), aunque no tienen la plenitud del sacerdocio y dependen
de los obispos en el ejercicio de su potestad, tienen el poder de:
- consagrar el
Cuerpo y la Sangre de Cristo;
- perdonar los
pecados;
- ayudar a los
fieles con las obras y la doctrina;
- administrar
aquellos otros sacramentos que no requieran necesariamente el orden episcopal.
7.5.3
EL DIACONADO
El diácono (del griego diaconós = servidor) asiste al sacerdote en
determinados oficios; p. ej.:
- en las funciones
litúrgicas, en conformidad con los respectivos libros;
- administrando el
bautismo solemne;
- reservando y
distribuyendo la Eucaristía, llevando el Viático a los moribundos y dando la
bendición con el Santísimo;
- asistir al
Matrimonio donde no haya sacerdote, etc. (cfr. el Motu proprio Sacrum
diaconatus ordinem de Pablo VI, del 18-VI-1967).
El diaconado que fue y sigue
siendo un escalón previo al presbiterado, es también ahora un grado permanente
y propio de la jerarquía (cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 29; y
Motu proprio Ad pascendam de Paulo VI, del 15-VIII-1972).
7.6
MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
Se entiende por ministro del
orden sacerdotal aquel que tiene potestad para administrarlo.
Es ministro de la ordenación
sagrada en todos sus grados, el obispo consagrado (cfr. CIC, c. 1012); así
consta en el Concilio de Florencia (cfr. Dz. 701) y en el de Trento (cfr. Dz.
967).
"Dado que el
sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a
los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir el don
espiritual; la semilla apostólica" (Catecismo,
n. 1576).
Según la Sagrada Escritura, los
Apóstoles (cfr. Hechos 6, 6; 14, 22; II Tim. 1, 6) o los discípulos de los
Apóstoles consagrados por éstos como obispos (cfr. I Tim. 5, 22; Tit. 1, 25),
aparecen como los ministros de la ordenación.
7.6.1 CONDICIONES PARA
ADMINISTRARLO VÁLIDAMENTE
Para la validez basta que el
obispo tenga la intención requerida y observe el rito externo de ordenación
(cfr. Dz. 855, 860), aunque sea hereje, cismático, simoníaco, o se halle
excomulgado.
A los muchos datos que nos
proporciona en este sentido la historia de la Iglesia, hay que añadir
documentos papales muy antiguos que explícitamente afirman la validez de las
ordenaciones conferidas por verdaderos obispos, aunque fueran cismáticos o
herejes: p. ej., carta del Papa Anastasio II al emperador Anastasio I, del año
496 (cfr. Dz. 169), carta del Papa Gregorio I a los obispos de Georgia, del año
601 (cfr. Dz. 249), una decisión en el Concilo de Guastalla, celebrado en 1106
(cfr. Dz. 358).
Por otra parte, en 1896, el Papa
León XIII, siguiendo la opinión que ya habían mantenido sus predecesores desde
que se planteó el problema a mediados del siglo XVI, declaró explícitamente que
eran inválidas las ordenaciones conferidas por los anglicanos. Pero esto no se
debía a que el obispo fuera cismático o hereje, sino a que la forma que usaron
durante siglos era incapaz de significar lo que es el sacramento y, por tanto,
el mismo sacramento era inválido. A lo cual se añadía la duda sobre si el
ministro tenía la intención de hacer lo que hace la Iglesia, ya que se
rechazaba expresamente el carácter sacrificial de la Misa, fin propio de la
ordenación sacerdotal (cfr. Dz. 1963-1966).
7.6.2
CONDICIONES PARA ADMINISTRARLO LÍCITAMENTE
A. Para la consagración
de obispos.
Para ordenar obispos lícitamente
se requiere ser obispo y tener constancia del mandato (o nombramiento) del
Romano Pontífice (cfr. CIC, c. 1013). Además, en la ordenación deben estar
presentes al menos otros dos obispos (cfr. CIC, c. 1014).
En efecto, está reservada al
Romano Pontífice la facultad de autorizar, mediante una Bula, la consagración
episcopal. El canon 1382 prevé una excomunión reservada a la Santa Sede tanto
al obispo que sin esa autorización consagra a otro obispo, como al que permite
ser consagrado sin ese mandato del Papa.
B. Para la ordenación
de presbíteros y diáconos.
Respecto a la lícita ordenación
de los presbíteros y los diáconos, el ministro es el propio obispo, o bien
cualquier otro obispo con legítimas dimisorias es decir, autorización (cfr.
7.7.2.B.a) del Ordinario propio. El ministro, además, debe estar en estado de
gracia.
El obispo que ordena debe
cerciorarse debidamente de la idoneidad del candidato, de acuerdo a las normas
establecidas por el derecho (cfr. CIC, cc. 1050-1052), que vienen a ser una
concreción de aquella recomendación de San Pablo: No
seas precipitado en imponer las manos a nadie, no vengas a participar en los
pecados ajenos (I Tim. 5, 22).
Cuando el obispo ordena a un
súbdito propio él debe asegurarse de la idoneidad; si se trata de un súbdito
ajeno, ha de recibir esta información escrita del mismo que envía las letras
dimisorias. Estos certificados escritos reciben el nombre de cartas
testimoniales
7.7
SUJETO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
7.7.1
CONDICIONES PARA RECIBIRLO VÁLIDAMENTE
a) "Sólo el varón bautizado recibe
válidamente la ordenación" (CIC, c. 1024).
Queda claro, por tanto, que si no
ha habido válida recepción del bautismo, tampoco es válida la ordenación, ya
que el bautismo es ianua sacramentorum: puerta de
entrada a todos los demás sacramentos.
Sobre la cuestión de la admisión
de las mujeres al sacerdocio ministerial, la Iglesia siempre ha enseñado que
Jesucristo quiso que quienes habían de ejercer visiblemente el oficio
sacerdotal en su nombre, fueran varones: El eligió
a los Apóstoles sólo entre los discípulos varones aunque también las mujeres le
seguían en muchas ocasiones, e incluso se mostraron más fieles y más fuertes
que los hombres.
Ni los Apóstoles que al salir del
mundo hebreo para entrar al griego se encontraron con la existencia de
sacerdotisas en algunos cultos paganos, ni tampoco sus sucesores, administraron
el sacramento del orden a las mujeres.
En la Iglesia antigua se tomó
como inaceptable la costumbre introducida por algunas sectas, especialmente las
gnósticas, de ordenar mujeres; ya en la segunda mitad del siglo II lo atestigua
San Irineo (cfr. Adversus haerases PG 7, 580-581).
Puede, por tanto, tomarse como
una norma perpetua lo hecho por Cristo y por los Apóstoles, ya que la Iglesia
no tiene ninguna potestad sobre la esencia de los sacramentos, es decir, sobre
lo que Cristo mismo estableció (cfr. Dz. 2301).
El 22 de mayo de 1994 el Papa
Juan Pablo II declaró como definitiva la decisión de la Iglesia de no admitir a
las mujeres a la ordenación sacerdotal: Con el fin
de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la
misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de
confirmar en la fe a mis hermanos (cfr. Lucas 22, 32), declaro que la Iglesia
no tiene modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las
mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los
fieles de la Iglesia (Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la
Ordenación Sacerdotal reservada sólo a los hombres, 22-V-1994).
Como un argumento de conveniencia
de esta reserva del sacramento del orden al varón, se puede considerar que el
sacerdote tiene que representar a Cristo al celebrar el Sacrificio de la Misa y
confeccionar la Eucaristía. Por el simbolismo sacramental, tiene que darse una
semejanza natural entre Cristo y sus ministros, lo que sólo sucede si éstos son
varones, como lo es Cristo.
No se rebaja de ningún modo la
dignidad de la mujer por el hecho de que no pueda recibir este sacramento: la criatura más excelsa ha sido la Santísima Virgen,
Madre de Dios y Madre nuestra, que no recibió el sacerdocio ministerial; si se
exceptúa esta limitación, a la mujer han de reconocerse plenamente, en la
Iglesia, los mismos derechos y deberes que a los hombres.
En su primer viaje a Estados
Unidos, Juan Pablo II volvió a repetir estas ideas a un grupo de sacerdotes que
se reunieron con él en Filadelfia: El hecho de que
haya una llamada personal individual al sacerdocio por el Señor, a los hombres
‘a quienes Él ha decidido llamar’, está de acuerdo con la tradición profética. Esto
debería ayudarnos a comprender también que la decisión tradicional de la
Iglesia de no llamar a mujeres, no entraña ninguna afirmación acerca de los
derechos humanos, ni es exclusión de las mujeres de la santidad y misión de la
Iglesia. Esta decisión expresa bien la convicción de la Iglesia acerca de esta
dimensión particular del don del sacerdocio, por cuyo medio Dios ha elegido
pastorear a su grey (Homilías, 4-X-1979). Véanse, además, los escritos de Pablo
VI al Arzobispo de Canterbury de 30-XI-1975 y el 23-III-1975 (AAS 68, 599-600)
y la Declaración de la S.C. para la Doctrina de la Fe del 15-X-1976 (AAS 69,
89-116, Catecismo, n. 1577).
b) En cuanto a la intención, se requiere al menos habitual (la que se
tenía antes y no se retractó), aunque en la práctica ser intención actual (es
decir, en el momento de recibir el sacramento), por comportar el sacramento un
nuevo estado de vida y, por tanto, nuevas y graves obligaciones.
Si no hubo libertad, y por esto
se excluyó la intención de recibir el sacramento, la ordenación es nula y
consecuentemente no se tiene tampoco ninguna obligación (cfr. CIC, c. 1026).
Podría suceder que una coacción
por miedo grave no lleve a excluir la intención de recibir el orden sacerdotal,
en cuyo caso la ordenación es válida.
Antes de recibir la ordenación,
los candidatos deben entregar al superior legítimo una declaración escrita de
puño y letra, en la que hagan constar que reciben el orden espontánea y
libremente (cfr. CIC, c. 1036).
7.7.2
CONDICIONES PARA RECIBIRLO LÍCITAMENTE
A. Cualidades
requeridas por derecho divino.
Para la lícita ordenación se
requiere, por voluntad divina, vocación y estado de gracia.
a) Vocación o llamada de Dios (cfr. CIC, c. 1029)
Para llegar al sacerdocio es
necesaria una llamada específica de Dios: "¡Hemos
sido llamados! Esta es la verdad fundamental, que nos debe infundir aliento y
alegría! Jesús mismo dijo a los Apóstoles: “No me habéis elegido vosotros a mí,
sino que yo os he elegido a vosotros y os he puesto para que vayáis y dáis
fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15, 16). . . Ninguno,
efectivamente, se atrevería a llegar a ser ministro de Cristo, en contacto
permanente con el Altísimo. ¡Nadie tendría la
audacia de cargar sobre sí el peso de las conciencias, y de aceptar una soledad
sagrada y mística! La llamada nos da fuerza para ser, con constancia y
fidelidad, lo que somos: en los momentos de serenidad, pero sobre todo en los
momentos de crisis y de debilidad, digámonos a nosotros mismos: “¡Animo! He sido llamado! Heme aquí, envíame!”
(Is. 6, 8). (Juan Pablo II, Discurso a un grupo de sacerdotes milaneses,
21-IV-1979.)
Esa vocación comprende,
como signos, la recta intención y la probidad de vida:
- recta intención:
consiste en buscar de manera exclusiva, o al menos de modo principal, la gloria
de Dios, el bien de las almas y la propia santificación;
- virtud probada:
es decir, sólida vida de piedad y de mortificación, afán de servicio,
constancia de ánimo, porque el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres,
dispensador de los misterios divinos (cfr. I Cor. 4, 1. Ver Documento de
Puebla, nn. 862-891).
b) Estado de gracia
Es necesario para recibir
lícitamente el sacramento del orden, por la misma razón que lo es para recibir
los demás sacramentos de vivos.
B. Cualidades
requeridas por derecho eclesiástico
Por disposición de la Iglesia se
requiere en el ordenando los siguientes requisitos:
a) Letras dimisorias (cfr. CIC, c. 1018).
Dimisoria es el acto por el que
se autoriza la ordenación de alguien, realizado por quien tiene la facultad de
dar esa autorización. Como de ordinario ese acto se realiza por escrito, se
habla de ‘letras o cartas dimisorias’.
b) Ciencia suficiente (cfr. CIC, c. 1027), que incluye el debido
conocimiento de todo lo que se refiere al sacramento del orden, y a las
obligaciones que lleva consigo (cfr. CIC, c. 1028).
La Iglesia exige a los ordenandos
una declaración, reforzada por juramento, suscrita de puño y letra por el
interesado, de que se conocen las obligaciones del grado que se va a recibir.
Para quienes van a recibir el
diaconado, es necesario haber terminado el quinto año del ciclo de estudios
filosófico-teológicos (cfr. CIC, c. 1032 & 1). Nada se dice de los estudios
que han de haberse cursado para recibir el presbiterado, aunque parece
deducirse que hay que tenerlos todos (cfr. CIC, c. 1032 & 2). Para el
episcopado es necesario el Doctorado, o al menos la Licenciatura en Sagradas
Escrituras, Teología o Derecho Canónico; o, en su defecto, pericia en esas
materias (cfr. CIC, c. 378 & 1, 5o.).
c) Edad: 25 años para poder recibir el presbiterado (cfr. CIC, c. 1031
& l) y 35 para el episcopado (cfr. CIC, c. 378 & 1, 3o.).
En el caso del diaconado caben
dos posibilidades: si el diácono va a ser destinado
al presbiterado necesita tener al menos 23 años (cfr. CIC, c. 1031 &
1); si el diácono va a ser destinado permanentemente
y está casado, necesita al menos 35 años y el consentimiento de su mujer
(cfr. CIC, c. 1031 & 2).
d) Observar un intersticio de al menos seis meses entre el diaconado y el
presbiterado (cfr. CIC, c. 1031 & 1).
El intersticio es un espacio de
tiempo que debe existir entre los dos primeros grados del sacramento del orden,
con la finalidad de que se pueda ejercitar el orden recibido.
e) Haber recibido el sacramento de la confirmación (cfr. CIC, c. 1033).
f) Rito de admisión (cfr. CIC, c. 1034 & 1)
Antes de recibir el diaconado o
el presbiterado, los interesados han de ser admitidos como candidatos por la
autoridad competente con un rito litúrgico establecido, habiendo previamente
hecho la solicitud escrita y firmada de puño y letra.
g) Haber hecho ejercicios espirituales, al menos durante cinco días, antes
de recibir la ordenación (cfr. CIC, c. 1039).
h) Ausencia de irregularidades e impedimentos (cfr. CIC, c. 1040). La
irregularidad es una clase de impedimento que se caracteriza por la
perpetuidad, mientras que al impedimento que no es perpetuo se le clasifica de
simple impedimento.
Los impedimentos e
irregularidades han de interpretarse estrictamente (cfr. CIC, c. 18); su
numeración constituye un numerus clausus número
cerrado, por lo que no cabe apreciar la existencia de algunos más por analogía.
Las irregularidades, pues, son
impedimentos perpetuos que impiden recibir lícitamente el orden sagrado. Han
sido establecidas por la Iglesia en atención a la reverencia que se debe a los ministros
sagrados. Son las siguientes (cfr. CIC, c. 1041):
- padecer alguna
forma de amnesia u otra enfermedad psíquica;
- haber caído en
apostasía, herejía o cisma;
- haber atentado
(intentado) matrimonio, aun sólo civil, estando impedido por vínculo, orden
sacerdotal o voto público perpetuo de castidad;
- haber cometido
homicidio voluntario;
- haber procurado o
cooperado positivamente en un aborto, habiéndose éste verificado;
- mutilarse a sí
mismo o a otro, dolosa y gravemente;
- haber intentado
suicidarse;
- realizar un acto
de potestad de orden reservado a los obispos o a los presbíteros.
Los simples impedimentos son
(cfr. CIC, c. 1042):
- estar casado;
- desempeñar un
cargo o tarea de administración prohibido a los clérigos;
- haber sido
bautizado recientemente y, por tanto, no estar suficientemente probado.
7.8
LAS OBLIGACIONES DE LOS CLERIGOS
No trataremos aquí de la
obligación de celebrar la Santa Misa y de administrar los sacramentos que
tienen los sacerdotes, ya que eso se estudia en los tratados correspondientes
al hablar del ministro del sacramento.
7.8.1 EL CELIBATO
SACERDOTAL
Por razones convenientemente
fundadas en el misterio de Cristo y de su misión, el derecho impone el celibato
a todos los sacerdotes de la Iglesia latina (cfr. CIC, c. 277; Catecismo, n.
1579).
En 1965, dos documentos del
Concilio Vaticano II trataron el tema del celibato sacerdotal (cfr.
Presbyterorum ordinis, n. 16; Optatam totius, n. 10).
En 1967, en su Encíclica
Sacerdotalis coelibatus, Pablo VI vuelve a hablar del mismo tema. Junto a un
breve esquema de la historia de la institución del celibato y a otras
consideraciones de interés, expone una a una las posibles razones en pro y en
contra, basando íntegramente su Magisterio en la doctrina ya recogida en el
Concilio Vaticano II.
En 1971, en el II Sínodo de los
Obispos se preparó un nuevo documento en el mismo sentido, aprobado y
promulgado luego por Pablo VI: De sacerdocio ministeriali, 30-XI-1971.
En 1979 el celibato fue objeto de
una nueva reafirmación del Magisterio ordinario de Juan Pablo II: ¿Por qué es un tesoro? ¿Queremos tal vez con esto
disminuir el valor del matrimonio y la vocación a la vida familiar? ¿O bien
sucumbimos al desprecio maniqueo por el cuerpo humano y por sus funciones?
¿Queremos tal vez despreciar de algún modo el amor, que lleva al hombre y a la
mujer al matrimonio y a la unión conyugal del cuerpo, para formar así una sola
carne? ¿Cómo podremos pensar y razonar de tal manera, si sabemos, creemos y
proclamamos, siguiendo a San Pablo, que el matrimonio es un ‘sacramento magno’?
Ninguno, sin embargo, de los motivos con los que a veces se intenta ‘convencernos’ acerca de la inoportunidad del
celibato, corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y que trata de
realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se obligan los
sacerdotes antes de la ordenación sagrada. Al contrario, el motivo esencial,
propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de
la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, y que San Pablo
proclamaba, escribiendo que cada uno en la Iglesia tiene su propio don. El
celibato es precisamente un ‘don del Espíritu’.
Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero
y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio
del sacramento del matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para
construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta
comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, ser
necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro ‘don’, el don del celibato ‘por el Reino de los Cielos’ (Carta Novo incipiente, 8-IV-1979,
n. 63).
Esta insistencia es un signo claro,
tanto de los ataques a que se ve sometida esta institución, como de la decidida
voluntad de la Iglesia de mantener la praxis antiquísima, pues aunque el
celibato por el Reino de los Cielos no viene exigido por la naturaleza misma
del sacerdocio, le es muy conveniente.
Siguiendo el esquema de
la Encíclica Sacerdotalis coelibatus, podemos señalar algunas razones que
manifiestan esta especial conveniencia del celibato para los sacerdotes:
- Razones
cristológicas: con el celibato los sacerdotes se
entregan de modo m s excelente a Cristo, uniéndose a Él con corazón indiviso; el
contenido y la grandeza de su vocación, lleva al sacerdote a abrazar en su vida
esa perfecta continencia, de la que es prototipo y ejemplo la virginidad de
Cristo Sacerdote; si se considera que Cristo no quiso para sí otro vínculo
nupcial que el que contrajo con todos los hombres en la Iglesia, se ve en qué
medida el celibato sacerdotal significa y facilita esa participación del
ministro de Cristo en el amor universal de su Maestro.
- Razones
eclesiológicas: con el celibato, los sacerdotes
se dedican más libremente, en Cristo y por Cristo, al servicio de los demás
hombres; la persona y la vida del sacerdote son posesión de la Iglesia, que
hace las veces de Cristo su esposo; el celibato dispone al sacerdote para
recibir y ejercer con amplitud la paternidad de Cristo.
El celibato es, en verdad, un don
de Dios, dado por El gratuitamente y libremente por el hombre. La autoridad
eclesiástica no puede imponerlo a nadie, pero sí puede establecerlo como
condición para acceder al sacerdocio (cfr. Alvaro del Portillo, Escritos sobre
el sacerdocio, Ed. Palabra, pp. 83-101).
El celibato también se prescribe
para los diáconos que llegarán al sacerdocio. Y los diáconos casados, una vez
muerta su mujer, son inhábiles para contraer un nuevo matrimonio (cfr. Sacrum
diaconatus ordinem de Pablo VI).
7.8.2
SANTIDAD DE VIDA
En el Código de Derecho Canónico,
al hablarse de los derechos y deberes de los clérigos, se hace especial énfasis
en el deber que tienen de buscar la santidad, de modo especial por haberse
convertido en administradores de los misterios del Señor al servicio de su
pueblo (cfr. c. 276).
El mismo Código (cfr.
c. 246) se ocupa en señalar detalles concretos que son indispensables para
alcanzar esa santidad de vida que se pide al sacerdote:
- alimentar la vida
espiritual con la lectura de la Sagrada Escritura;
- hacer de la
celebración de la Misa el centro de toda su vida; la Iglesia invita
encarecidamente al sacerdote a celebrar cada día el Sacrificio de la
Eucaristía;
- rezar
cotidianamente la liturgia de las horas;
- hacer todos los
días un rato de oración mental;
- acudir con
frecuencia al sacramento de la penitencia, siendo recomendable que cada
sacerdote tenga un director espiritual;
- asistir a los
retiros espirituales prescritos por la autoridad legítima;
- tener peculiar
veneración a la Madre de Dios, fomentando el rezo del Santo Rosario, etc.
Es necesario, dice el Concilio
Vaticano II (cfr. Presbyterorum ordinis, n. 12) que el sacerdote luche por ser
santo, si desea cumplir adecuadamente sus deberes ministeriales.
"Yo pido a
Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar
santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las
maravillas de las grandezas del Señor" (Mons.
Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, Folletos
Minos-70).
7.8.3 OBEDIENCIA AL
ORDINARIO
Los clérigos tienen especial
obligación de mostrar respeto y obediencia al Sumo Pontífice y a su Ordinario
propio (cfr. CIC, c. 273).
Este deber de obediencia y de
disponibilidad para asumir responsablemente las tareas encomendadas por el
propio Ordinario, tiene su fundamento inmediato en la incardinación a una
diócesis, prelatura, instituto de vida consagrada o en la sociedad que goce de
esta facultad, y su fundamento mediato en la condición de clérigo.
En este sentido, establece el
Código de Derecho Canónico que, a no ser que haya un legítimo impedimento, los
clérigos deben aceptar y desempeñar fielmente la tarea que les encomiende su
Ordinario propio (cfr. CIC, 274 c. 2).
7.8.4
USO DEL TRAJE ECLESIÁSTICO
Los clérigos han de vestir un
traje eclesiástico, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal (cfr.
CIC, c. 284).
El valor de este signo distintivo
no está sólo en que contribuye al decoro del sacerdote en su comportamiento
externo, sino, sobre todo, en que es un signo que evidencia en el seno de la
comunidad el testamento público que cada sacerdote está llamado a dar de la
propia identidad y especial pertenencia a Dios (cfr. Carta de Juan Pablo II al
Cardenal Vicario de Roma, 8-IX-1982).
7.8.5
OTRAS OBLIGACIONES
Además, en razón de la misión y
dignidad de que está revestido el sacerdote, la Iglesia no permite que ejerza
ciertos trabajos o actividades que podrían desdecir de su ministerio, o al
menos obstaculizarlo (cfr. CIC, cc. 285-289):
- aceptar cargos
públicos que suponen una participación en el ejercicio de la potestad civil;
- administrar
bienes pertenecientes a laicos, o intervenir en tareas en las que sea necesario
rendir cuentas;
- ser fiadores o
firmar letras de cambio;
- ejercer la
negociación o el comercio;
- participar
activamente en partidos políticos o en organizaciones sindicales;
- presentarse
voluntarios al servicio militar.
7.8.6
LA FORMACIÓN DE LOS SACERDOTES
Por todo lo que hemos ido
diciendo, se ve la necesidad que tienen los sacerdotes de una formación
especial que les permita desempeñar adecuadamente las funciones que les son
propias.
Esta formación, con vertientes
culturales en el terreno religioso y en el profano, ha de estar centrada en lo
que es fundamental a su misión: enseñar el
Evangelio, administrar los sacramentos.
Así lo hizo el Señor con sus
Apóstoles, fomentando su piedad y su amor a Dios (cfr. Lc. 11, 1; Mc. 16, 23),
instruyéndolos en el contenido de la predicación (cfr. Mc. 4, 10; Mt. 10, 27),
e iniciándolos en el trabajo pastoral (cfr. Mc. 6, 3ss.).
La Iglesia, a lo largo de su
historia, ha sentido la urgencia de esta formación, que con frecuencia se hace
en instituciones especiales.
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