El aristotelismo era un modelo sólido,
explica el astrofísico Marco Bersanelli
Es el 12
de abril de 1615. Paolo Antonio
Foscarini, sacerdote y científico, está teniendo problemas con el Santo
Oficio por sostener la compatibilidad entre el sistema copernicano y la Biblia.
Recibe
ese día una carta del cardenal Roberto
Belarmino, inquisidor a la sazón, quien le expresa sus
inquietudes: “Si hubiese una verdadera
demostración de que el sol está en el centro del mundo y la tierra en el tercer
cielo, de que el sol no rodea a la tierra sino la tierra al sol, entonces sería
necesario andar con mucho cuidado al explicar las Escrituras, que parecen
contrarias. Habría que decir que no las
entendemos, más que decir que sea falso lo que está demostrado. Mas yo
no creeré que exista tal demostración, mientras no me la muestren”.
San Roberto Belarmino (1542-1621) no llegó a ver la condena de Galileo.
Fue beatificado, canonizado y declarado Doctor de la Iglesia por Pío XI.
Este
párrafo de San Roberto Belarmino expresa a la perfección la doctrina de la
Iglesia sobre la unidad de la verdad: entre
una verdad de fe y una verdad científica nunca ha habido ni podrá haber
contradicción. Si la hay, una de las dos pretendidas verdades no es
tal. Aquí no había una verdad de fe concernida, sino un problema de interpretación
de las Sagradas Escrituras no sobre un punto teológico, sino sobre una cuestión
física. El cardenal se muestra dispuesto a ponerla entre paréntesis en cuanto
aquello que se presentaba como hipótesis científica, en pugna con las verdades
-también científicas- comúnmente aceptadas, recibiese una comprobación
palmaria.
Y eso
tardó en llegar. Cuando el santo inquisidor escribe a Foscarini, han pasado
seis años desde que Johannes Kepler
publicara su Astronomia Nova (1609) y Galileo Galilei descubriese primero los montes lunares mediante la
sombra del Sol, y después las lunas de Júpiter, deshaciendo así las objeciones
más potentes al sistema que Nicolás
Copérnico, un clérigo, había publicado en De
revolutionibus orbium (1543).
Por cierto que, si bien Copérnico “sabía que
sus ideas también serían comprometidas por sus implicaciones teológicas... no
se sentía especialmente intimidado en ese sentido, ya que justamente exponentes del mundo eclesiástico le habían
apoyado y animado en su trabajo”, entre ellos el cardenal Nikolaus von Schönberg, quien “le animó muchas veces a completar y divulgar su obra”.
El caso
es que ni Copérnico ni Kepler ni Galileo habían conseguido demostrar la
hipótesis heliocéntrica. En rigor, y aunque el modelo de Kepler se
ajustaba tanto a las observaciones que las "pegas"
se fueron esfumando, la demostración que pedía Belarmino no llegó hasta
que Isaac Newton formuló la teoría de la gravitación universal en
1687. O, incluso, hasta que, en 1838, Friedrich
Bessel pudo medir con éxito y precisión la paralaje estelar, un sueño perseguido y nunca logrado por
varias generaciones de astrónomos, aunque para entonces ya nadie dudaba del
fenómeno.
Galileo
fue condenado en 1633. Un
error que la Iglesia empezó a pagar caro en cuanto los filósofos de la
Ilustración anticatólica repararon en su potencial propagandístico. Hoy sigue
contaminando la mentalidad corriente con la idea de que la Iglesia ha
perseguido la ciencia porque teme que acabe con la religión.
EL
DESMORONAMIENTO DE UNA VISIÓN DEL UNIVERSO
Un
reciente libro evidencia que no es así, aunque no sea ése su objeto. El gran espectáculo del cielo, de Marco Bersanelli
(Encuentro), presenta ocho visiones del
Universo desde la Antigüedad a nuestros días, en un extraordinario trabajo de
divulgación.
Bersanelli
ha trabajado en varias universidades norteamericanas y participó en dos
expediciones científicas a la Antártida para captar la radiación cósmica de fondo, ese espectro de microondas procedente
de los límites del universo en expansión en cuyo estudio se ha especializado.
En 2009 fue uno de los responsables del lanzamiento de la Misión Espacial Planck, sofisticado
satélite de la Agencia Espacial Europea diseñado para penetrar en los grandes
misterios del Big Bang.
En vez de
asumir cómodamente lo que hoy sabemos y con ello ir analizando el pasado, el
autor de El gran espectáculo del cielo nos sitúa
en la piel de las personas que, a lo largo de cada periodo histórico, elevaron
sus ojos al cielo. Veían lo mismo que vemos nosotros y tantearon unas
explicaciones que concordasen con aquello que veían. Bersanelli nos hace así
recorrer el doble camino que sigue el conocimiento científico: la formulación de un modelo y su verificación
con los datos empíricos.
LA
RESISTENCIA AL HELIOCENTRISMO
De esta
forma, cuando llegamos al momento de examinar la aportación de Galileo, estamos
en disposición de situarnos también en la piel del sabio pisano y de sus
contemporáneos, y de entender cómo reaccionaron. Este libro no trata sobre el
Caso Galileo. Dedica solo media página a describir el hecho en sí de su condena
y de su revocación en 1820, con el Imprimatur a sus obras completas. Sin embargo, si queremos
pensar el Caso Galileo a la luz de lo que Bersanelli nos ha ido relatando, lo
veremos con unos matices que desmienten
completamente la leyenda negra anticatólica.
PRIMERO. La visión del universo que tenían los hombres
de Iglesia entre mediados del siglo XVI y mediados del siglo XVII (el arco que
va de Copérnico a Galileo) no era
específicamente cristiana, ni siquiera específicamente bíblica, sino griega.
Provenía del triunfo del modelo de Aristóteles (completado siglos después por
Ptolomeo) sobre el modelo pitagórico de Filolao y Aristarco.
"La posición central de la Tierra y su absoluta inmovilidad estaban
sostenidas por los filósofos más influyentes. Se había afirmado una visión del
mundo alternativa a la pitagórica, destinada a dominar la imagen del cosmos
durante los siglos siguientes: la de la escuela de Aristóteles”, explica Bersanelli. De las antiguas intuiciones de
los pitagóricos solo sobrevivió la creencia en que el único movimiento posible
para los cuerpos es el circular y uniforme: "Con
este principio el sistema ptolemaico
atravesaría toda la Edad Media, siendo el modelo cosmológico estándar hasta el
umbral del siglo XVII”.
El Universo de Ptolomeo (c. 100- c. 170). Aunque incluía algunos
prejuicios, no respondía a criterios apriorísticos, sino a la observación, y
explicaba bastante satisfactoriamente los datos empíricos... hasta que dejó de
hacerlo.
Podríamos
preguntarnos por qué nadie retomó durante siglos el camino de los pitagóricos.
La causa fue el "desinterés
casi embarazoso por las ciencias naturales" del Imperio romano, unido al desconocimiento generalizado de la
lengua griega en el mundo latino. En ese contexto de ausencia de una imagen del
universo a la que se prestase la atención debida, la cultura cristiana
emergente reintrodujo "elementos arcaicos
recogidos de una interpretación semiliteral de los textos bíblicos”.
Sin
embargo, cuando a partir del siglo XI empezaron a traducirse al latín los
autores griegos (que sí habían conservado árabes y
hebreos), “la Edad Media cristiana acogió con entusiasmo la ciencia griega y
adoptó la visión ptolemaica del universo como modelo de referencia”.
SEGUNDO. El
auténtico quebradero de cabeza de los astrónomos desde la Antigüedad era encajar el movimiento de los planetas.
Pues bien: el modelo planteado por Ptolomeo en su Almagesto, principal
víctima de la revolución copernicana, resolvía los principales problemas que
planteaba ese movimiento “con una precisión muy superior a la requerida para cualquier objetivo
práctico, desde el agrícola hasta la navegación, desde el calendario hasta
la astrología”.
Existe la
tendencia de pensar que la imagen antigua del Universo es un mero constructo
filosófico o teológico. Nada más lejos de la realidad, y en ese sentido los
primeros capítulos de El gran espectáculo del
cielo exponen muy bien cómo se
fue ajustando ese modelo a las mediciones astronómicas. El modelo ptolemaico “seguía concordando
con las observaciones” más de mil años después de formularse.
TERCERO. La propaganda anticatólica, al explicar el
conflicto entre geocentrismo y heliocentrismo, atribuye a la Iglesia una
reticencia a que la Tierra abandonase su lugar central, porque ello implicaría
degradarla. A Bersanelli le sorprende que “casi
todos los libros de texto y de divulgación científica, e incluso científicos de
un valor irrefutable”, repitan una
idea que es exactamente contraria a la realidad de la cosmovisión medieval:
“Según la física aristotélica, los cuerpos pesados
caen porque tienen a su lugar natural, que en este caso es el fondo del
universo“, de modo que no es que la Tierra tuviese, por ser central, una
“posición privilegiada”, sino que “estaba colocada
en el peor sitio del universo”.
“En la concepción medieval”, añade, “el punto medio del universo era el lugar más bajo y
mezquino de toda la creación. Al quitar la Tierra del centro y hacerla correr
por el cielo, Copérnico la estaba
elevando a un rango de nobleza mayor. Nuestro planeta pasaba de ser como
un desprendimiento que ha caído al fondo del valle cósmico a ascender a las
altas cumbres del cielo”. De hecho, no solo Copérnico, sino también
Galileo y Kepler destacaban “el sentido de
elevación, no de degradación, que traía la nueva concepción”, al alzar
la Tierra a la condición de cuerpo celeste.
CUARTO. No solo los genios de la revolución copernicana
sabían que su modelo no estaba demostrado (aunque se adecuaba a los resultados
experimentales que cuestionaban el modelo ptolemaico), sino que ellos mismos tenían sus dudas. No en
vano, explica Bersanelli, "el escenario
heliocéntrico chocaba con una física muy consolidada, que se enseñaba en
las universidades más prestigiosas”. El mismo Copérnico “estaba convencido de la validez de las doctrinas
aristotélicas”, por lo que se sentía inseguro en sus proposiciones, “un malestar que no le abandonaría en toda su vida”.
También Tycho Brahe, cuyos descubrimientos de
estrellas y cometas cuestionaban la inmutabilidad del cielo y con ello la
doctrina aristotélica, y que admiraba el sistema de Copérnico por su solidez
matemática, “como casi todas las personas de aquel
tiempo no conseguía creer, ver y
concebir que la Tierra estuviera en movimiento”. Había intentado
infructuosamente medir la paralaje. Y por eso rechazó el heliocentrismo,
buscando un camino intermedio entre el geocentrismo y el sistema copernicano.
Por su
parte, Galileo recibió con escepticismo
la Astronomia Nova de Kepler y desdeñó su sugerencia de que las
órbitas fuesen elípticas y no circulares, como propugnaba el sistema
ptolemaico.
QUINTO. La reacción contra la revolución copernicana, que
encuentra en la condena de Galileo su momento más significativo, no nace de
miembros de la Iglesia en cuanto tales, sino en su papel de partícipes activos
(en la investigación y en la enseñanza) de una concepción del Universo que se estaba viniendo abajo. Las
objeciones venían así tanto de los
filósofos aristotélicos -católicos o no, pues en el ámbito protestante
la reacción no faltó-, “que veían que su reputación académica se ponía en riesgo”, como de “algunas
autoridades eclesiásticas que apelaban a algunos de los pasajes de las
Escrituras que, interpretados de forma literal, parecían indicar la movilidad
de la Tierra”.
Pero “no eran más que pretextos”, explica Bersanelli: “El verdadero problema, tanto para unos como para otros,
era el derrumbamiento de un orden
milenario, de un imaginario cósmico consolidado, apoyado plenamente por
la ciencia oficial, incorporado desde hacía siglos a la visión religiosa y
filosófica de toda una época y profundamente enraizado en la mentalidad
común”.
Y, sin
embargo, durante décadas el debate
permaneció abierto.
Esa
reacción universitaria y eclesiástica no era generalizada, y otros profesores y otros eclesiásticos
apoyaron a Copérnico primero y a Galileo después.
Incluso
el arte más vinculado al Papa iba asumiendo los nuevos hallazgos sin mayor
problema. En 1610, Ludovico Cardi, El
Cigoli, pintó en Santa María la Mayor una Asunción a cuyos pies se ve
claramente una luna rocosa, de superficie irregular, que respondía exactamente
a la descripción de su amigo Galileo, quien, frente a la idea de una superficie
lunar "lisa y pulida", pudo
detectar sus rugosidades interpretándolas como sombras causadas por el
Sol. Si una de las cuatro basílicas mayores de Roma asumía sin problema una de
las imágenes características del nuevo paradigma heliocéntrico, ¿qué podía temer de la Iglesia esa hipótesis?
Y, sin
embargo, la Iglesia se equivocó. Eso es indudable. El 22 de junio de 1633,
Galileo fue condenado por sostener “la falsa opinión de que el sol está en el
centro del mundo y que no se mueve y de que la tierra no esté en el centro del
mundo y que se mueva”, porque “dicha
doctrina es contraria a la Sagrada
Escritura”.
Los
detalles del proceso no se abordan en El gran
espectáculo del cielo. Tampoco hace falta. En este punto, como en
todo el panorama histórico que traza Bersanelli desde el hombre prehistórico
hasta las ultimísimas discusiones sobre la materia oscura que estamos empezando
a conocer, lo que sí consigue el lector es un perfecto cuadro de lo que los
hombres de las edades respectivas veían e interpretaban. En esa perspectiva, el
error cometido al condenar a Galileo es claro, pero no significa absolutamente nada respecto a la actitud de la Iglesia ante
la ciencia.
Carmelo López-Arias / ReL
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