Ver al demonio por todas
partes no es menos desviador que no verle por ninguna.
Deuteronomio 18, 15-20; 1
Corintios 7, 32-35; Marcos 1, 21-28)
«Entonces un hombre poseído por un
espíritu inmundo se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de
Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”. Jesús,
entonces, le conminó diciendo: “Cállate y sal de él”. Y agitándose
violentamente el espíritu inmundo dio un fuerte grito y salió de él». ¿Qué pensar de este episodio narrado en
el evangelio de este domingo y de muchos otros sucesos análogos presentes en el
Evangelio? ¿Existen aún los «espíritus inmundos»? ¿Existe el demonio?
Cuando se habla de la creencia en el demonio,
debemos distinguir dos niveles: el nivel de las creencias populares y el nivel
intelectual (literatura, filosofía y teología). En el nivel popular, o de
costumbres, nuestra situación actual no es muy distinta de la de la Edad Media,
o de los siglos XIV-XVI, tristemente famosos por la importancia otorgada a los
fenómenos diabólicos. Ya no hay, es verdad, procesos de inquisición, hogueras
para endemoniados, caza de brujas y cosas por el estilo; pero las prácticas que
tienen en el centro al demonio están aún más difundidas que entonces, y no sólo
entre las clases pobres y populares. Se ha transformado en un fenómeno social
(¡y comercial!) de proporciones vastísimas. Es más, se diría que cuanto más se
procura expulsar al demonio por la puerta, tanto más vuelve a entrar por la
ventana; cuánto más es excluido por la fe, tanto más arrecia en la
superstición.
Muy diferentes están las cosas en el nivel
intelectual y cultural. Aquí reina ya el silencio más absoluto sobre el
demonio. El enemigo ya no existe. El autor de la desmitificación, R. Bultmann,
escribió: «No se puede usar la luz eléctrica y la
radio, no se puede recurrir en caso de enfermedad a medios médicos y clínicos y
a la vez creer en el mundo de los espíritus».
Creo que uno de los motivos por los que muchos
encuentran difícil creer en el demonio es porque se le busca en los libros,
mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las almas, y no se le
encuentra frecuentando los institutos universitarios, las bibliotecas y las
academias, sino, precisamente, a las almas. Pablo VI reafirmó con fuerza la
doctrina bíblica y tradicional en torno a este «agente
oscuro y enemigo que es el demonio». Escribió, entre otras cosas: «El mal ya no es sólo una deficiencia, sino una
eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible
realidad. Misteriosa y espantosa».
También en este campo, sin embargo, la crisis no ha
pasado en vano y sin traer incluso frutos positivos. En el pasado a menudo se
ha exagerado al hablar del demonio, se le ha visto donde no estaba, se han
cometido muchas ofensas e injusticias con el pretexto de combatirle; es
necesaria mucha discreción y prudencia para no caer precisamente en el juego
del enemigo. Ver al demonio por todas partes no es menos desviador que no verle
por ninguna. Decía Agustín: «Cuando es acusado, el
diablo se goza. Es más, quiere que le acuses, acepta gustosamente toda tu
recriminación, ¡si esto sirve para disuadirte de hacer tu confesión!».
Se entiende por lo tanto la prudencia de la Iglesia
al desalentar la práctica indiscriminada del exorcismo por parte de personas
que no han recibido ningún mandato para ejercer este ministerio. Nuestras
ciudades pululan de personas que hacen del exorcismo una de las muchas
prácticas de pago y se jactan de quitar «hechizos,
mal de ojo, mala suerte, negatividades malignas sobre personas, casas,
empresas, actividades comerciales». Sorprende que en una sociedad como
la nuestra, tan atenta a los fraudes comerciales y dispuesta a denunciar casos
de exaltado crédito y abusos en el ejercicio de la profesión, se encuentre a
muchas personas dispuestas a beber patrañas como éstas.
Antes aún de que Jesús dijera algo aquel día en la
sinagoga de Cafarnaúm, el espíritu inmundo se sintió desalojado y obligado a
salir al descubierto. Era la «santidad» de
Jesús que aparecía «insostenible» para el
espíritu inmundo. El cristiano que vive en gracia y es templo del Espíritu
Santo, lleva en sí un poco de esta santidad de Cristo, y es precisamente ésta
la que opera, en los ambientes donde vive, un silencioso y eficaz
exorcismo.
Raniero Cantalamessa
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