Los enfermos no son miembros
pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más preciosos. A los ojos
de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado con paciencia, puede
valer más que todas las actividades del mundo si se hacen sólo para uno mismo.
Job 7, 1-4. 6-7; 1 Corintios 9,
1619. 22-23; Marcos 1, 29-39)
El pasaje evangélico de este domingo nos ofrece el
informe fiel de una jornada-tipo de Jesús. Cuando salió de la sinagoga, Jesús
se acercó primero a casa de Pedro, donde curó a la suegra, quien estaba en cama
con fiebre; al llegar la tarde le llevaron a todos los enfermos y curó a
muchos, afectados de diversas enfermedades; por la mañana, se levantó cuando
aún estaba oscuro y se retiró a un lugar solitario a orar; después partió a
predicar el Reino a otros pueblos.
De este relato deducimos que la jornada de Jesús
consistía en un trenzado de curar a los enfermos, oración y predicación del
Reino. Dediquemos nuestra reflexión al amor de Jesús por los enfermos, también
porque en pocos días, en la memoria de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero,
se celebra la Jornada mundial del enfermo.
Las transformaciones sociales de nuestro siglo han
cambiado profundamente las condiciones del enfermo. En muchas situaciones la
ciencia da una esperanza razonable de curación, o al menos prolonga en mucho
los tiempos de evolución del mal, en caso de enfermedades incurables. Pero la
enfermedad, como la muerte, no está aún, y jamás lo estará, del todo derrotada.
Forma parte de la condición humana. La fe cristiana puede aliviar esta
condición y darle también un sentido y un valor.
Es necesario expresar dos planteamientos: uno para
los enfermos mismos, otro para quien debe atenderles. Antes de Cristo, la
enfermedad estaba considerada como estrechamente ligada al pecado. En otras
palabras, se estaba convencido de que la enfermedad era siempre consecuencia de
algún pecado personal que había que expiar.
Con Jesús cambió algo al respecto. Él «tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras
debilidades» (Mateo 8, 17). En la cruz dio un sentido nuevo al dolor
humano, incluida la enfermedad: ya no de castigo, sino de redención. La
enfermedad une a Él, santifica, afina el alma, prepara el día en que Dios
enjugará toda lágrima y ya no habrá enfermedad ni llanto ni dolor.
Después de la larga hospitalización que siguió al
atentado en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II escribió una carta
sobre el dolor, en la que, entre otras cosas, decía: «Sufrir
significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la
acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo» (Cf.
Salvifici doloris, n. 23). La enfermedad y el sufrimiento abren entre nosotros
y Jesús en la cruz un canal de comunicación del todo especial. Los enfermos no
son miembros pasivos en la Iglesia, sino los miembros más activos, más
preciosos. A los ojos de Dios, una hora del sufrimiento de aquéllos, soportado
con paciencia, puede valer más que todas las actividades del mundo si se hacen
sólo para uno mismo.
Ahora, una palabra para los que deben atender a los
enfermos, en el hogar o en estructuras sanitarias. El enfermo tiene ciertamente
necesidad de cuidados, de competencia científica, pero tiene aún más necesidad
de esperanza. Ninguna medicina alivia al enfermo tanto como oír decir al
médico: «Tengo buenas esperanzas para ti». Cuando
es posible hacerlo sin engañar, hay que dar esperanza. La esperanza es la mejor
«tienda de oxígeno» para un enfermo. No hay que dejar al enfermo en
soledad. Una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos, y Jesús
nos advirtió de que uno de los puntos del juicio final caerá precisamente sobre
esto: «Estaba enfermo y me visitasteis... Estaba
enfermo y no me visitasteis» (Mateo 25, 36-43).
Algo que podemos hacer todos por los enfermos es
orar. Casi todos los enfermos del Evangelio fueron curados porque alguien se
los presentó a Jesús y le rogó por ellos. La oración más sencilla, y que todos podemos
hacer nuestra, es la que las hermanas Marta y María dirigieron a Jesús en la
circunstancia de la enfermedad de su hermano Lázaro: «¡Señor,
aquel a quien amas está enfermo!» (Juan, 11, 3).
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