El matrimonio implica ciertas exigencias
que son compatibles con la vida profesional. Sólo falta que quieras hacerlo.
Llamémosla Maricarmen. Tiene 32 años y es directora de una financiera
muy importante. En lo profesional es una mujer de éxito, pues avanza con paso
firme hacia la meta que se impuso recién graduada de la universidad. En lo
personal, acaba de cerrar un capítulo de su vida. Su primer divorcio.
Está convencida de que fue lo mejor para ella, pues su ex marido tenía
la “loca” idea de tener hijos pronto,
exigiéndole reducir sus horas de trabajo para así poder dedicarle más tiempo a
ellos cuando llegaran. Con mucha firmeza, Maricarmen dice que tuvo que tomar
una decisión drástica, pues dentro de sus planes los hijos no eran una
“prioridad”, especialmente hoy que estaba a punto de lograr la presidencia
ejecutiva en la corporación donde trabaja.
Maricarmen, es una mujer de éxito. Por lo menos ella cumple con el
perfil de la mujer que está triunfando hoy. Como ella, son miles las mujeres
que, por alcanzar el éxito y la gloria a nivel personal, se casan con la idea
de planificar los hijos para diez años después, si acaso llegan a tener uno
solo y luego, decepcionadas del amor deciden divorciarse.
Viven todo lo anterior con mucha fuerza, parecen ser un tipo de mujer
que no se detiene a pensar en su naturaleza, pues dice tener sus propios
valores y derecho a vivir la vida de una mujer de su tiempo.
¿Apuntará la vida de una mujer así a la trascendencia? ¿Puede una mujer,
que decide olvidarse de los valores más nobles, influir positivamente en la
generación de mujeres jóvenes que seguirán transmitiendo los valores?
Plantearse y responder estas preguntas es importante porque en el fondo
se descubre que las mujeres que viven de esta manera, se han distanciado u
olvidado de Dios, como muy bien lo señala Jutta Burgaff, “distanciarse de Dios, lleva a una
vida humanamente empobrecida”.
Ninguna mujer que haya atendido al llamado de la vocación al matrimonio
puede ser exitosa ni triunfadora, si el sentido específico de su existencia —de
esa vocación— no se realiza. Es decir, mucho antes de que se haya alcanzado el
éxito como profesional, empresaria, inclusive artista, deberá haberse triunfado
en su natural y específico rol: ser compañera, esposa y madre. Esto no es
negociable, pues su realización vendrá sólo y cuando, profundamente en su
interior, haya descubierto el misterio de su ser personal.
Como las demás, la vocación al matrimonio exige mucho y da mucho. La
mujer que ha sido llamada por Dios a ser compañera y madre debe responder a ese
llamado con alegría y visión sobrenatural.
Y es que, como señala el Catecismo de la Iglesia, “el amor conyugal comporta una totalidad
en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del
instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y
de la voluntad—; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la
unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige
la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se
abre a fecundidad” (CEC, 1643).
Cuando una mujer incursiona en el mundo empresarial o laboral, sin
perder de vista su vocación, puede llegar a tener tanto o más éxito que aquella
mujer que, dentro de su matrimonio, ha decidido dar la espalda a estos valores
específicos en esa vocación concreta que la definen como persona.
Me pregunto cuántas Maricarmen vivirán en el mundo, totalmente
ignorantes de su vocación digna y admirable, estrellando sin pensarlo o
cuestionar, el proyecto de vida que Dios tuvo para ellas, al momento de su
creación como mujeres. Si tú como mujer, que lees este artículo tienes amigas
que ignoran la grandeza de su misión, es hora que comiences a descubrírselas. ¿Te atreves?
Sheila Morataya-Fleishman
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