En efecto, si pudiéramos descubrir cuáles son los
designios de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los males
que sufrimos con tanta repugnancia.
¡Dios mío!, si tuviéramos un poco más de
fe, si supiéramos cuánto nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros
intereses, ¿cómo miraríamos las adversidades? Iríamos en busca de
ellas ansiosamente, bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.
“¿Qué bien puede proporcionarme esta
enfermedad que me obliga a interrumpir todos mis ejercicios de
piedad?”, dirá tal vez alguien.
“¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos
mis bienes que me sitúa en el desespero, de esta confusión que abate mi valor y
que lleva la turbación a mi espíritu?”.
Es cierto que estos golpes imprevistos, en
el momento en que hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y
les sitúan fuera del estado de aprovecharse inmediatamente de su
desgracia:
Pero esperad un momento y veréis que es por
allí por donde Dios os prepara para recibir sus favores más insignes.
Sin este accidente, es posible que no
hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais sido tan santo.
¿No es cierto que desde que os habéis dado a
Dios, no os habíais resuelto a despreciar cierta gloria fundada en alguna
gracia del cuerpo o en algún talento del espíritu, que os atraía la estima de
los hombres?
¿No es cierto que teníais aún cierto amor al
juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es cierto que nos os había abandonado el
deseo de adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los honores del
mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna amistad poco espiritual disputaba
aún vuestro corazón a Dios.
Sólo os faltaba este paso para entrar en una
libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no hubierais podido
hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿de cuántas gracias no os privaba este obstáculo? Era poco,
pero no hay nada que cueste tanto al alma cristiana como el romper este último
lazo que le liga al mundo o a ella misma; sólo en esta situación siente una parte de su enfermedad.
La conversión de San Agustín no fue concedida
a Santa Mónica hasta después de dieciséis años de lágrimas; pero también
fue una conversión incomparablemente más perfecta que la que había
pedido.
Es una verdad de fe que Dios dirige
todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y
aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean
muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para
discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos
atañen, otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos
las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que
nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el
efecto que cada causa debe producir?
Vosotros
sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas,
y que por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de
manera funesta.
También es una regla que Dios observa a
menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a los que la
prudencia humana acostumbra escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que
debe acaecernos posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por
la permisión de Dios?
¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a
error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de
su Providencia?
José es vendido, se le lleva como
esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus desgracias, se
afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que elevan
insensiblemente hasta el trono de Egipto.
Saúl ha perdido las asnas de su padre; es
necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente; mucha preocupación y tiempo
perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto
tan irracional, visto que todo esto estaba permitido para conducirle al profeta
que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra
confusión cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones que habrá
tenido de enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro!
He lamentado la muerte del hijo único en la
flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos
meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría
muerto en pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este
matrimonio:
Si Dios hubiera permitido que se hubiera
realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria. Debo treinta o
cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con tanta
impaciencia.
Debo mi salvación eterna a esta confusión que
me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder este
dinero. ¿De qué nos molestamos?...
¡Dios carga con nuestra conducta, y nos
preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos
entendido en su profesión; él manda que se os hagan las operaciones más
violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que os horade, que
os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el
corazón.
Se sufre todo esto, se queda agradecido y se
le recompensa libremente, porque se juzga que no lo haría si el
remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no
le concederemos el mismo honor a Dios!
Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y
que tenemos miedo de que nos descaminara.
¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre
que puede equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y
no podéis someteros a la dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos
infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las
mismas aflicciones que procuramos apartar por nuestros votos y nuestras
oraciones.
A todos nos dice lo que dijo a los hijos de
Zebedeo: Nescitis
quid petatis; hombres ciegos, tengo
piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir vuestros
intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que
necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a vuestros sentimientos
y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.
Cuando Dios prueba: Pero queréis estar
persuadidos que en todo lo que Dios permite, en todo lo que os sucede,
sólo se persigue vuestro verdadero interés, vuestra verdadera dicha eterna?
Reflexionad un poco en todo lo que ha hecho por vosotros.
Ahora estáis en la aflicción;
pensad que el autor de ella, es el mismo que ha querido pasar toda su vida en
dolores para ahorraros los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a
vuestro lado, velando bajo su mandato en todos vuestros caminos y aplicándose a
apartar todo lo que podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma; Pensad que el que os ata a esta pena es el
mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse mil
veces al día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la cólera de su
Padre a medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta bondad
en el sacramento de la Eucaristía, el que no tiene mayor placer, que el de
conversar con vosotros y el de unirse a vosotros.
Tras estas pruebas de amor, ¡qué
ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita para hacernos
bien o para perjudicarnos!
-¡Pero me hiere cruelmente, hace pesar su mano
sobre mí!-
¿Qué habéis de
temer de una mano que ha sido perforada, que se ha dejado clavar a la cruz por
vosotros?
-¡Me hace caminar por un camino espinoso!-
¡Si no hay otro
para ir al cielo, desgraciados seréis, si preferís perecer para siempre antes
que sufrir por un tiempo!
¿No es éste el
mismo camino que ha seguido antes que vosotros y por amor vuestro?
¿Habéis
encontrado alguna espina que no haya señalado, que no haya teñido con su
sangre?
¡Me presenta un
cáliz lleno de amargura! Sí, pero pensad que es vuestro divino Redentor quien
os lo presenta; amándoos tanto como lo hace, ¿podría trataros con rigor si
no tuviera una extraordinaria utilidad o una urgente necesidad?
Tal vez habéis oído hablar del príncipe que
prefirió exponerse a ser envenenado antes que rechazar el brebaje que su médico
le había ordenado beber, porque había reconocido siempre en este
médico muchas fidelidad y mucha afección a su persona. Y nosotros, cristianos,
¡Rechazaremos el cáliz que nos ha preparado
nuestro divino Maestro, osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os
suplico que no olvidéis esta reflexión; si no me equivoco, basta para hacernos
amar las disposiciones de la voluntad divina por molestas que nos parezcan.
Además, éste es el medio de asegurar infaliblemente nuestra dicha incluso desde
esta vida.
Arrojarse en los brazos de Dios: Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha
liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces
que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada
puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a
menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo
que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están
mezclados casi por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor,
que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para
triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en
lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad de Dios, que
no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto que
no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo
también que se arroja a los brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él,
por decirlo así, sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a
Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una palabra, de no querer
nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera;
Afirmo que desde este momento esta
dichosa criatura adquiere una libertad perfecta, que no puede ser
contrariada ni obligada, que no hay ninguna potencia que sea capaz de hacerle
violencia o de darle un momento de inquietud.
Pero, ¿no
es una quimera que a un hombre le impresionen tanto los males como los bienes?
No, no es ninguna quimera; conozco
personas que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la
riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia
y la enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo que os
voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia
tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete
únicamente a obedecerle, Él sólo
cuida de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras oraciones, sino que las
previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón estos mismos deseos que
intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad
sumisa a la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún
temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla.
Me lo represento como un hombre sentado sobre una
roca en medio del océano; ve
venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y
contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar esté calmo o
agitado; que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue
inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro
siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos
servidores de Dios.
Cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión. Un
camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta virtud.
Pero
como las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario
aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara enseguida
para soportar los mayores reveses, sin conmovernos.
No hay nadie a quien cien cosillas contrarias
a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra imprudencia o distracción, sea por la
inconsideración o malicia de otro, ya sean el fruto de un puro efecto del azar
o del concurso imprevisto de ciertas causas necesarias.
Toda nuestra vida está sembrada de esta clase
de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que
producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos involuntarios
de aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil enfados pasajeros, mil
ligeras inquietudes, mil turbaciones que alteran la paz de nuestra alma al
menos por un momento.
Se nos escapa por ejemplo una palabra que no
quisiéramos haber dicho o nos han dicho otra que nos ofende; un
criado sirve mal o con demasiada lentitud, un niño os molesta, un importuno os
detiene, un atolondrado tropieza con vosotros, un Carro os cubre de lodo, hace
un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no va como desearíais, se rompe un
mueble, se mancha un traje o se rompe.
Sé que en todo esto no hay que ejercitar una
virtud heroica, pero os digo que bastaría para adquirirla infaliblemente si
quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios todas estas contrariedades y aceptarlas como dadas
por su Providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión
muy íntima con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y
funestos accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y sin
embargo tan útil para nosotros y tan agradable a Dios que ni puedo decíroslo,
hemos de añadir también otro.
Pensad todos los días, por las mañanas, en
todo lo que pueda sucederos de molesto a lo largo del día. Podría suceder que
en este día os trajeran la nueva de un naufragio, de una bancarrota, de un
incendio; quizá antes de la noche recibiréis alguna gran afrenta, alguna
confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os arrebatará la persona más
querida de vosotros; tampoco sabéis si vais a morir vosotros mismos de una
manera trágica y súbitamente.
Aceptad todos estos males en caso de que
quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en este
sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a
querer o a no querer todo lo que Dios quiera o no quiera.
En fin, cuando una de estas desgracias se
deje en efecto sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de
los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de vuestro divino
Maestro, para pedirle la gracia de soportar este infortunio con constancia.
Un hombre que ha recibido una llaga mortal,
si es prudente no correrá detrás del que le ha herido,
sino ante todo irá al médico que puede curarle. Pero si en semejantes
encuentros, buscarais la causa de vuestros males, también entonces deberíais ir
a Dios pues no puede ser otro el causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto,
inmediatamente, que sea éste el primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por
así decirlo, el trato que os ha dado, el azote de que se ha servido para
probaros.
Besad mil veces la mano de vuestro Maestro
crucificado, esas manos que os han herido, que han hecho todo
el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a
su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad
y no la mía; Fiat voluntas tua.
Sí, mi Dios, en todo lo que queráis de mí hoy
y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se
haga en la tierra como se cumple en el cielo.
LAS ADVERSIDADES SON ÚTILES A LOS JUSTOS,
NECESARIAS A LOS PECADORES
Ved
a esta madre amante que con mil caricias mira de apaciguar los gritos de su
hijo, que le humedece con sus lágrimas mientras le aplican el hierro y el
fuego; desde el momento en que esta dolorosa operación se hace ante sus ojos y
por su mandato, ¿quién va a dudar de que este remedio violento debe ser muy
útil a este hijo que después encontrará una perfecta curación o al menos el
alivio de un dolor más vivo y duradero?
Hago el mismo razonamiento cuando os veo en
la adversidad. Os quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os denigren con
calumnias, que os despojen injustamente de vuestros bienes: Vuestro Redentor –este nombre es aún más tierno que el de
padre o madre–, vuestro Redentor es testigo de todo lo que sufrís, Él os
lleva en su seno, y ha declarado que cualquiera que os toque, le toca a Él
mismo en la niña del ojo; sin embargo Él mismo permite que seáis travesado,
aunque pudiera fácilmente impedirlo, ¡y dudáis que esta prueba pasajera no os
procure las más sólidas ventajas!
Aunque el Espíritu Santo no hubiera llamado
bienaventurados a los que sufren aquí abajo, aunque todas las páginas de la Escritura no
hablaran en favor de las adversidades, y no viéramos que son el pago más
corriente de los amigos de Dios, no dejaría de creer que nos son infinitamente
ventajosas.
Para persuadirme, basta saber que Dios ha
preferido sufrir todo lo que la rabia de los hombres ha podido inventar en las
torturas más horribles, antes de verme condenado a los menores
suplicios de la otra vida; basta, dije, que sepa que es Dios mismo quien me
prepara, quien me presenta el cáliz de amargura que debo beber en este mundo.
Un Dios que ha sufrido tanto para impedirme sufrir, no se dará el cruel e
inútil placer de hacerme sufrir ahora.
Hay que fiar en la
Providencia.
Para
mí, cuando veo a un cristiano abandonarse al dolor en las penas que Dios le
envía, digo en primer lugar: “He aquí un hombre que se aflige de su dicha; ruega a
Dios que le libre de la indigencia en que se encuentra y debería darle gracias
de haberle reducido a ella.
Estoy seguro que nada mejor podría acaecerle
que lo que hace el motivo de su desolación; para creerlo tengo mil razones sin
réplica.
Pero
si viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el porvenir las consecuencias
felices con las que coronará estas tristes aventuras, ¿cuánto más no me aseguraría en mi
pensamiento?
En efecto, si pudiéramos descubrir cuáles son
los designios de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los
males que sufrimos con tanta repugnancia.
¡Dios
mío!, si tuviéramos un poco más de fe, si supiéramos cuánto nos amáis, cómo
tenéis en cuenta nuestros intereses, ¿cómo miraríamos las adversidades? Iríamos
en busca de ellas ansiosamente, bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.
“¿Qué bien puede proporcionarme esta enfermedad que me obliga a
interrumpir todos mis ejercicios de piedad?”, dirá tal vez alguien.
“¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos mis
bienes que me sitúa en el desespero, de esta confusión que abate mi valor y que
lleva la turbación a mi espíritu?”.
Es cierto que estos golpes imprevistos, en
el momento en que hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y
les sitúan fuera del estado de aprovecharse inmediatamente de su
desgracia:
Pero esperad un momento y veréis que es por
allí por donde Dios os prepara para recibir sus favores más insignes. Sin
este accidente, es posible que no hubierais llegado a ser peor, pero no
hubierais sido tan santo.
¿No es cierto
que desde que os habéis dado a Dios, no os habíais resuelto a despreciar cierta
gloria fundada en alguna gracia del cuerpo o en algún talento del espíritu, que
os atraía la estima de los hombres?
¿No es cierto que teníais aún cierto amor al
juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es cierto que nos os había abandonado el
deseo de adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los honores del
mundo? Quizá incluso cierto afecto,
alguna amistad poco espiritual disputaba aún vuestro corazón a Dios.
Sólo os faltaba este paso para entrar en una
libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no hubierais podido
hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿de cuántas gracias no os
privaba este obstáculo?
Era
poco, pero no hay nada que cueste tanto al alma cristiana como el romper este
último lazo que le liga al mundo o a ella misma; sólo en esta situación siente
una parte de su enfermedad;
Pero le espanta el pensamiento de su remedio,
porque el mal está tan cerca del corazón que sin el socorro de una operación
violenta y dolorosa, no se le puede curar; por esto ha sido necesario
sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una mano hábil haya llevado
el hierro adelante en la carne viva, para horadar esta úlcera oculta en el
fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría aún vuestra
languidez.
Esta enfermedad que se detiene, esta
bancarrota que os arruina, esta afrenta que os cubre de vergüenza, la
muerte de esta persona que lloráis, todas estas desgracias harán en un instante
lo que no hubieran hecho todas vuestras meditaciones, lo que todos vuestros
directores hubieran intentado inútilmente.
Ventajas inesperadas de
las pruebas.
Y
si la aflicción en que estáis por voluntad de Dios, os hastía de todas
las criaturas, si os compromete a daros enteramente a vuestro Creador,
estoy seguro que le estaréis más agradecidos por lo que os ha afligido, que por
lo que le hubierais ofrecido en vuestros votos si os evitaba la aflicción; los
demás favores que habéis recibido de Él, comparados con esta desgracia, no
serán a vuestros ojos más que pequeños favores.
Siempre habéis mirado las bendiciones
temporales que ha derramado hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos de
su bondad hacia vosotros; pero entonces
veréis claramente que nunca os amó tanto como cuando trastornó todo lo que
había hecho para vuestra prosperidad, y que si había sido liberal al
daros las riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha sido pródigo al quitaros
todos estos bienes.
No hablo de los méritos que se adquieren por
la paciencia; por lo general, es cierto que se gana más para el cielo en un día de
adversidad que durante varios años pasados en la alegría, por santo que sea el
uso que se haga de ella.
Todo el mundo conoce que la prosperidad nos
debilita; y es mucho cuando un hombre dichoso, según el mundo, se toma la pena
de pensar en el Señor una o dos veces por día; las ideas de los bienes
sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su espíritu que olvida con
mucho todo lo demás.
Por el contrario la adversidad nos
lleva de un modo natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante esta
visión, suavizar la amarga impresión de nuestros males.
Sé que se puede glorificar a Dios en toda
clase de estados y que no deja de honrarle la vida de un cristiano que le sirve
en una alegre fortuna; pero ¡quién asegura que este cristiano le honra
tanto como el hombre que le bendice en los sufrimientos!
Se puede decir que el primero es semejante a
un cortesano asiduo y regular, que no abandona nunca a su príncipe,
que le sigue al consejo, que todo lo hace a gusto, que hace honor a sus
fiestas; pero que el segundo es como un valiente capitán, que toma las ciudades para su rey, que le gana batallas,
a través de mil peligros y a precio de su sangre, que lleva lejos la gloria de
las armas de su señor y los límites de su imperio.
Del mismo modo, un hombre que disfruta de una salud
robusta, que posee grandes riquezas, que vive en honor, que tiene la estima del
mundo, si este hombre usa como debe de todas estas ventajas, si las
refiere a Dios como a su divino Maestro por una conducta tan cristiana; pero si
la Providencia le despoja de todos estos bienes,
si le consume de dolores y de miserias y si en
medio de tantos males, persevera en los mismos sentimientos, en las mismas
acciones de gracias, si sigue al Señor con la misma
prontitud y la misma docilidad, por un camino
tan difícil, tan opuesto a sus inclinaciones, entonces es cuando publica
las grandezas de Dios y la eficacia de su gracia, del modo más generoso y
brillante.
Juzgad de ahí la gloria que deben esperar de
Jesucristo las personas que le habrán glorificado en un camino tan espinoso.
Entonces será cuando nosotros reconoceremos cuánto nos habrá amado Dios,
dándonos las ocasiones de merecer una recompensa tan abundante; entonces nos
reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería aumentar
nuestra felicidad; de haber dudado de la bondad de Dios, cuando nos daba las
señales más seguras.
Si un día han de ser así nuestros
sentimientos, ¿por qué no entrar desde
hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio
de los males de esta vida, si estoy seguro que en el cielo le daré gracias
eternas?
Todo esto nos hace ver que sea cual sea el
modo como vivamos deberíamos recibir siempre toda adversidad con alegría.
Si somos buenos, la adversidad nos purifica y nos vuelve mejores, nos llena de
virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos corrige y nos obliga a ser
virtuosos.
Es extraño que habiéndose comprometido
Jesucristo tan a menudo y tan solemnemente a atender todos nuestros votos, la
mayor parte de los cristianos se quejan todos los días de no ser escuchados.
Pues, no se puede atribuir la esterilidad de nuestras oraciones a la naturaleza
de los bienes que pedimos, ya que no ha exceptuado nada en sus promesas:
Omnia quacumque orantes petitis credite quia
accipietis. Tampoco se puede atribuir esta esterilidad a la indignidad de los que
piden, pues lo ha prometido a toda clase de personas sin excepción: Omnis qui petit accipit.
¿De dónde puede
venir que tantas oraciones nuestras sean rechazadas?
¿Quizás
no se deba a que como la mayor parte de los hombres son igualmente insaciables
e impacientes en sus deseos, hacen demandas tan excesivas o con tanta urgencia
que cansan, que desagradan al Señor o por su indiscreción o por su
importunidad?
No, no; la única razón por la que obtenemos
tan poco de Dios es porque le pedimos demasiado poco y con poca insistencia.
Es cierto que Jesucristo nos ha prometido de
parte de su Padre, concedernos todo, incluso las cosas más pequeñas;
pero nos ha prescrito observar un orden en todo lo que pedimos y, sin la
observancia de esta regla, en vano esperaremos obtener nada.
En San Mateo se nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su
justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura:
Quaerite
primum regnum Dei, et haec omnia adicientur vobis.
No se os prohíbe desear las riquezas, y
todo lo que es necesario para vivir, incluso para vivir bien; pero hay que
desear estos bienes en su rango, y si queréis que todos vuestros deseos a este
respecto se cumplan infaliblemente, pedid primero las cosas más importantes, a
fin de que se añadan las pequeñas al daros las mayores.
He aquí exactamente lo que le sucedió a
Salomón. Dios le había dado la libertad de pedir todo lo que quisiera, él le
suplicó de concederle la sabiduría, que necesitaba para cumplir santamente con
sus deberes de la realeza.
No
hizo ninguna mención de los tesoros ni de la gloria del mundo; creyó que
haciéndole Dios una oferta tan ventajosa tendría la ocasión de obtener bienes
considerables.
Su prudencia le mereció en seguida lo que pedía e incluso lo que
no pedía.
Quia postulasti verbum hoc, et non petisti
tibi dies multos nec divitas..., eccefeci tibi secundum sermones tuos:
Te concedo de gusto esta sabiduría porque me
la has pedido, pero no dejaré de colmarte de años, de honores y de riquezas, porque
no me has pedido nada de todo esto: Sed et haec quae non postulasti,
divitas scilicet et gloriam.
Si este es el orden que Dios observa en la
distribución de sus gracias, no nos debemos extrañar que hasta ahora hayamos
orado sin éxito. Os confieso que a menudo estoy lleno de compasión cuando veo la
diligencia de ciertas personas, que distribuyen limosnas, que hacen promesa de
peregrinaciones y ayunos, que interesan hasta a los ministros del altar para el
éxito de sus empresas temporales.
¡Hombres ciegos, temo que roguéis y que
hagáis rogar en vano! Hay que hacer estas ofrendas, estas promesas
de ayunos y peregrinaciones, para obtener de Dios una entera reforma de
vuestras costumbres, para obtener la paciencia cristiana, el desprecio del
mundo, el desapego de las creaturas; tras estos primeros pasos de un celo
regulado, hubierais podido hacer oraciones por el restablecimiento de vuestra
salud y por el progreso de vuestros negocios; Dios hubiera escuchado estas
oraciones, o mejor, las hubiera prevenido y se hubiera contentado de conocer
vuestros deseos para cumplirlos.
Sin estas gracias primeras, todo lo demás
podría ser perjudicial y de ordinario así es; he aquí por qué somos rechazados.
Murmuramos, acusamos al Cielo de dureza, de poca fidelidad en sus promesas.
Pero nuestro Dios es un padre lleno de bondad, que prefiere sufrir nuestras
quejas y nuestras murmuraciones, antes que apaciguarlas con presentes que nos
serían funestos.
Para apartar los
males
Lo que he dicho
de los bienes, lo digo también de los males de que deseamos vernos libres. Alguien
dirá que él no suspira por una gran fortuna, que se contentaría con salir de
esta extrema indigencia en la que sus desgracias lo han reducido; deja la
gloria y la alta reputación para los que la ansían, desearía tan sólo evitar el
oprobio en que le sumergen las calumnias de sus enemigos; en fin, puede pasarse
de los placeres, pero sufre dolores que no puede soportar; desde hace tiempo
está rogando, pide al Señor con insistencia a ver si quiere suavizarlos; pero
le encuentra inexorable.
No me sorprende; tenéis males secretos muchos
mayores que los males de que os quejáis, sin embargo son males de los que no pedís
ser librados; si para conseguirlo hubierais hecho la mitad de las oraciones que
habéis hecho para ser curados de los males exteriores, haría ya mucho tiempo
que hubierais sido librados de los unos y de los otros.
La pobreza os sirve para mantener en humildad
a vuestro espíritu, orgulloso por naturaleza; el apego extremo que tenéis por el mundo os
hace necesarias estas medicinas que os afligen; en vosotros las enfermedades
son como un dique contra la inclinación que tenéis por el placer, contra esta
pendiente que os arrastraría a mil desgracias.
El descargaros de estas cruces, no sería
amaros, sino odiaros cruelmente, a no ser que os concedan las virtudes que no
tenéis. Si el Señor os viera con cierto deseo de estas virtudes, os las
concedería sin dilación y no sería necesario pedir el resto.
Ved cómo por no pedir bastante, no recibimos
nada, porque Dios no podría limitar su liberalidad a pequeños objetos, sin
perjudicarnos a nosotros mismos.
Os ruego observéis que no digo que no se
puedan pedir prosperidades temporales sin ofenderle, y pedir ser liberados de
las cruces bajo las que gemimos; sé que para rectificar las oraciones por las
que se solicita este tipo de gracias basta con pedirlas con las condición de
que no sean contrarias ni a la gloria de Dios, ni a nuestra propia salvación;
pero como es difícil que sea glorioso a Dios el escucharos o útil para
vosotros, si no aspiráis a mayores dones, os digo que en tanto os contentéis
con poco, corréis el riesgo de no obtener nada.
¿Queréis que os dé un buen método para pedir
la felicidad incluso temporal, método capaz de forzar a Dios para que os
escuche?
Decidle de todo corazón: Dios mío, dadme
tantas riquezas que mi corazón sea satisfecho o inspiradme un desprecio tan
grande que no las desee más; libradme de la pobreza o hacédmela tan amable que
la prefiera a todos los tesoros de la tierra; que cesen estos dolores, o lo que
será aún más glorioso para Vos, haced que cambien en delicias para mí y que
lejos de afligirme y de turbar la paz de mi alma lleguen a ser, a su vez, la
fuente más dulce de alegría. Podéis descargarme de la cruz; podéis dejármela,
sin que sienta el peso.
Podéis extinguir el fuego que me quema;
podéis hacer, que en lugar de apagarlo para que no me queme, me sirva de refrigerio,
como lo fue para los jóvenes hebreos en el horno de Babilonia. Os pido lo uno o
lo otro.
¿Qué importa el modo como yo sea feliz? Si
lo soy por la posesión de los bienes terrestres, os daré eternas acciones de
gracias; si lo soy por la privación de estos mismos bienes, será un prodigio
que dará más gloria a vuestro nombre y yo estaré aún más reconocido.
He aquí una oración digna de ser ofrecida a
Dios por un verdadero cristiano. Cuando roguéis de este modo, ¿sabéis cuál es
el efecto de vuestros votos? En el primer lugar estaréis contento suceda lo que
suceda; ¿acaso desean otra cosa los que están deseosos de bienes temporales que
estar contentos?
En segundo lugar, no solamente no obtendréis
infaliblemente una de las dos cosas que habéis pedido,
sino que ordinariamente obtendréis las dos. Dios os concederá el disfrute de
las riquezas, y para que las poseáis sin apego y sin peligro, os inspirará a la
vez un desprecio saludable.
Pondrá fin a vuestros dolores, y además os
dejará una sed ardiente que os dará el mérito de la paciencia,
sin que sufráis. En una palabra, os hará felices en esta vida y temiendo que
vuestra dicha no os corrompa, os hará conocer y sentir la vanidad. ¿Se puede
desear algo más ventajoso?
Nada, sin duda.
Pero
como una ventaja tan preciosa es digna de ser pedida, acordaos también que
merece ser pedida con insistencia. Pues la razón por la que se obtiene tan
poco, no es solamente porque se pide poco, es también porque, se pida poco o
mucho, no se pide bastante.
¿Queréis que todas vuestras oraciones sean
eficaces infaliblemente? ¿Queréis forzar a Dios a satisfacer todos
vuestros deseos? En primer lugar os digo que no hay que cansarse de orar. Los
que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o
de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados.
Parece
como si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si
fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se
complace en los humildes?
¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir
que os hagan volver más de una vez para la misma cosa?
Es
tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar tan pronto, el
tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos.
Cuando
se concibe verdaderamente hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se cree
uno rechazado, jamás se podría creer que desee quitarnos toda esperanza.
Pienso, lo confieso, que cuando veo que más
me hace insistir Dios en pedir una misma gracia, más siento crecer en mí la
esperanza de obtenerla; nunca creo que mi oración haya sido
rechazada, hasta que me doy cuenta que he dejado de orar; cuando tras un año de
solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como tenía al principio, no dudo
del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder valor después de tan larga
espera, creo tener motivo para regocijarme, porque estoy persuadido que seré
tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me haya dejado rogar.
Si mis primeras instancias hubieran sido
totalmente inútiles, jamás hubiera reiterado los mismos votos,
mi esperanza no se hubiera sostenido; ya que mi asiduidad no ha cesado, es una
razón para mí el creer que seré pagado liberalmente.
En efecto, la conversión de San Agustín no
fue concedida a Santa Mónica hasta después de dieciséis años de lágrimas;
pero también fue una conversión incomparablemente más perfecta que la que había
pedido.
Todos sus deseos se limitaban a ver reducida
la incontinencia de este joven en los límites del matrimonio, y
tuvo el placer de verle abrazar los más elevados consejos de castidad
evangélica. Había deseado solamente que se bautizara, que fuera cristiano, y
ella le vio elevado al sacerdocio, a la dignidad episcopal.
En fin, ella sólo pedía a Dios verle salir de
la herejía e hizo Dios de él la columna de la Iglesia y el azote de los herejes
de su tiempo. Si después de un año o dos de oraciones, esta piadosa madre se hubiera
desanimado, si después de diez o doce años, viendo que el mal crecía cada día,
que este hijo desgraciado se comprometía cada día en nuevos errores, en nuevos
excesos, que a la impureza había añadido la avaricia y la ambición; si lo
hubiera abandonado todo entonces por desesperación, ¡cuál hubiera sido su
ilusión!
¿Qué agravio no hubiera hecho a su hijo? ¡De
qué consolación no se hubiera privado ella misma! ¡De qué tesoro no hubiera
frustrado a su siglo y a todos los siglos venideros!
Para terminar, me dirijo a aquellas personas
que veo inclinadas a los pies del altar, para obtener estas preciosas gracias
que Dios tiene tanta complacencia en vernos pedir.
Almas dichosas, a quienes Dios da a conocer la vanidad de las cosas mundanas,
almas que gemís bajo el yugo de vuestras pasiones y que rogáis para ser
librados de ellas, almas fervientes que estáis inflamadas del deseo de amar a
Dios y de servirle como los santos le han servido y usted que solicita la
conversión de este marido, de esta persona querida, no os canséis de rogar, sed
constantes, sed infatigables en vuestras peticiones; Si se os rechazan hoy, mañana lo obtendréis todo; si no obtenéis
nada este año, el año próximo os será más favorable; sin embargo, no penséis
que vuestros afanes sean inútiles: Se lleva la cuenta de todos vuestros
suspiros, recibiréis en proporción al tiempo que hayáis empleado en rogar; se
os está amasando un tesoro que os colmará de una sola vez, que excederá a todos
vuestros deseos.
Es necesario descubriros hasta el fin los
resortes secretos de la Providencia: La negativa que recibís ahora no es más que
un fingimiento del que Dios se sirve para inflamar más vuestro fervor. Ved cómo
obra respecto a la Cananea, cómo rehúsa verla y oírla, cómo la trata de
extranjera y más duramente aún.
¿No
diréis que la importunidad de esta mujer le irrita más y más? Sin
embargo, dentro de Él, la admira y está encantado de su confianza y de su
humildad; y por esto la rechaza. ¡Oh clemencia disfrazada, que toma la máscara
de la crueldad, con qué ternura rechazas a los que más quieres escuchar!
Guardaros de dejaros sorprender; al contrario, urgid tanto más cuanto más os
parezca que sois rechazados.
Haced como la Cananea, servíos contra Dios
mismo de las razones que pueda tener para rechazaros. Es
cierto debéis decir, que favorecerme sería dar a los perros el pan de los
hijos, no merezco la gracia que pido, pero tampoco pretendo que se me conceda
por mis méritos, es por los méritos de mi amable Redentor.
Sí, Señor, debéis temer que haya más
consideración a mi indignidad que a vuestra promesa, y
que queriendo hacerme justicia os engañéis a vos mismo. Si fuera más digno de
vuestros beneficios, os sería menos glorioso el hacerme partícipe de
ellos.
No
es justo hacer favores a un ingrato; ¡oh,
Señor!, no es vuestra justicia lo que yo imploro, sino vuestra
misericordia. ¡Mantén tu ánimo! Dichoso de ti que has comenzado a luchar tan
bien contra Dios; no le dejes tranquilo; le agrada la violencia que le hacéis,
quiere ser vencido.
Haceos notar por vuestra importunidad,
haced ver en vosotros un milagro de constancia; forzad a Dios a dejar el
disfraz y a deciros con admiración;
Magna est fides tua, fiat tibi sicut
vis:
Grande es tu fe; confieso que no puedo
resistirte más; vete, tendrás lo que deseas, tanto en esta vida como en la
otra.
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Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS
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