TIENE SU CORAZONCITO
Jaime Bayly: “Un amor del tamaño del mar”
La señora
que viene los fines de semana a limpiar la casa se llama Lorenza Pastora. Es paraguaya. Habla como
paraguaya. Es una delicia escucharla. Tiene un acento musical. No ha cumplido
cuarenta años. Tiene apenas treinta y ocho. Lleva diez años viviendo en este
país.
Lorenza
Pastora dejó a sus dos hijos en Asunción antes de venir a los Estados Unidos.
Entonces tenían cinco y tres años. Ahora el muchacho, Isidro Daniel, tiene
quince años y la chica, Paula Edith, trece. Lorenza Pastora no los ha visto
crecer. Hace diez años que no los ve. No puede verlos porque si regresa a
Paraguay, pierde la posibilidad de entrar de nuevo a los Estados Unidos. Hablan
por teléfono todos los días. Se ven por Skype. Son chicos buenos, responsables.
Sacan buenas notas en el colegio. Su madre está orgullosa de ellos.
Con el dinero que ha podido ahorrar estos últimos diez años trabajando como limpiadora de casas, Lorenza Pastora se ha comprado una casa en el campo, en las afueras de Asunción, con muchos árboles de aguacates. Allí viven su madre y sus dos hijos. Ella todavía no ha conocido esa casa. Su sueño es retirarse en unos años, regresar a Asunción y vivir en esa casa en el campo con su mamá y sus hijos. No está lejos de lograrlo. Va por buen camino.
Cuando
le pregunto por sus hijos, se emociona, se le corta la voz, se le humedecen los
ojos. Diez años sin verlos es mucho tiempo, demasiado. Está loca por verlos. No
sabe qué hacer. Está tramitando su residencia. Mientras no se la concedan, no
puede salir de los Estados Unidos. Si viaja al extranjero, no la admitirán de
regreso. A veces se entristece, se llena de melancolía, decide que volverá a
Paraguay de una buena vez y para siempre. Pero luego hace acopio de valor y
perseverancia y se promete trabajar unos años más, hasta que tenga un dinero
ahorrado que le permita abrir un negocio allá. No quiere volver a su tierra a
pedir trabajo como empleada. Su sueño es abrir un negocio, ser la dueña, la
jefa, y no obedecer órdenes de nadie. Yo la animo a que no desmaye y cumpla su
sueño. Ella piensa en abrir un negocio simple, una tienda de abarrotes, una
bodega, una ferretería. Le pregunto si una peluquería sería una buena idea y me
dice que no. Le pregunto si una licorería sería rentable y me dice que
seguramente sí, pero ella es una mujer seria, honorable, de convicciones
religiosas y valores morales, y no quiere hacer dinero vendiendo cosas que
hacen daño, que intoxican, que sacan lo peor de la gente. Admiro su sabiduría.
No lee libros de alta literatura, pero me parece que sabe de la vida mucho más
que yo. Y su ética de trabajo es, en verdad, asombrosa. Nunca se queja, nunca
pide vacaciones, nunca se enferma o indispone, y cuando viene los fines de
semana, está siempre atareada, limpiando algo, inventándose un quehacer, una
faena, no descansando ni mirando la televisión. Yo no trabajo ni la décima
parte de lo que ella trabaja. Yo voy a la televisión, me pintan la cara y
hablo. Me pagan por hablar. Eso no es trabajar. También escribo cosas raras,
ficciones que no lo parecen. Eso tampoco califica como trabajar. No a mis ojos
ni a los de mi madre.
Le
digo a Lorenza Pastora que, si ella no puede viajar a Asunción a abrazarse con
sus hijos, hay que traerlos a Miami. Me dice que es imposible, que no les darán
la visa. Le digo que haré mi mejor esfuerzo y usaré mis contactos e influencias
para que les den la visa de turistas. Hablo con un amigo que trabaja en la Casa
Blanca. Me sugiere que mande cartas de invitación al consulado de los Estados
Unidos en Asunción. Me promete que le enviará un correo al embajador,
pidiéndole que nos ayude. Le agradezco de corazón. Escribo una carta, invitando
a los hijos de Lorenza Pastora, diciendo que Isidro Daniel y Paula Edith son
artistas, escriben música, cantan canciones muy lindas y quieren venir a
promocionar el disco que pronto lanzarán al mercado. Todo es mentira. Pero es
una mentira piadosa, necesaria para que les den la visa. Digo en la carta que
voy a entrevistarlos en mi programa, que voy a pagarles el pasaje aéreo y el
hotel, que me hago responsable de que, cumplida la entrevista, no se queden a
vivir en los Estados Unidos, excediendo el tiempo límite que les fijen como
visitantes. Unas semanas después, los jóvenes llaman a Lorenza Pastora y le
cuentan, eufóricos, que les han dado la visa. Lorenza Pastora está emocionada,
me abraza, llora, lloramos. Yo soy muy sentimental, muy fácil de llorar. Una
madre que no ve a sus hijos hace diez años porque se sacrifica trabajando como
una leona para que ellos tengan una mejor futuro, una casa propia, una
profesión, es a mis ojos una heroína, una santa, una persona que enriquece al
mundo con su contribución generosa, altruista. Necesitamos gente como Lorenza
Pastora. Estoy con ella hasta el final. Por eso, apenas nos confirman que les
han dado la visa a sus hijos, compro los pasajes. No hay vuelo directo entre
Asunción y Miami. Deberán hacer escala en Lima. Volarán en Avianca. Decido
comprar los boletos en clase ejecutiva, así los chicos tendrán un viaje de
ensueño. Se lo merecen. Lorenza Pastora se lo merece. Y yo tengo la plata para
darles ese pequeño gusto. Son los pobres, los desamparados, los desheredados de
este mundo quienes deberían viajar en primera clase. Los ricos llevan ya vidas
demasiado confortables, no estaría mal que viajasen de vez en cuando en clase
turista para recordar que otros viven más apretados e incómodos que ellos.
Le
digo a Lorenza Pastora que iremos juntos al aeropuerto de Miami a recibir a sus
hijos. Ella no ha dormido en la víspera, no puede creerlo, todo le parece un
sueño. El vuelo debe de llegar poco antes de las cuatro de la tarde. Lorenza
Pastora viene a mi casa, comemos algo ligero, pasamos por una florería y
compramos rosas y orquídeas, luego compro chocolates y vamos al aeropuerto.
Mientras los esperamos en el tercer piso, Lorenza Pastora me cuenta que el papá
de sus hijos la dejó embarazada dos veces y luego desapareció. No está en la
foto, nunca lo estuvo, no colaboró económica ni afectivamente en la crianza ni
en la educación de los chicos. Es una historia tantas veces repetida en
nuestros países. Le digo que ella es, a un tiempo, una madre y un padre, un
gran ejemplo para sus hijos, y que son personas de bien gracias a ella, a su
esfuerzo, su tenacidad, su espíritu de lucha. Cuando habla del papá de sus
hijos, no siento rencor en sus palabras ni en su mirada. Lorenza Pastora es una
mujer hecha de madera noble. No conoce el odio, el resentimiento, el rencor. No
piensa que hubiese merecido una vida mejor. Está agradecida por la vida que le
ha tocado. Se siente una mujer con suerte, y más aún ahora, a pocos minutos de
abrazar a sus hijos, tras diez años sin verlos.
Los
chicos aparecen a lo lejos, empujando unos carritos metálicos con maletas
abultadas. Isidro Daniel y Paula Edith corren extasiados a abrazar a su madre.
Lloran con ella. Le dicen cosas dictadas por el amor más profundo, un amor que
nace en esa zona del espíritu que no perecerá, que es inmortal. Se parecen
muchísimo a ella. Son gorditos y pecosos como ella. Son buenos, bonachones,
querendones, su mirada los delata. Ambos la han sobrepasado en altura, sobre
todo él, que es ya un hombre, un muchachón. Los abrazo, les doy las flores. Les
digo que su madre es una campeona, que tengo tanta suerte de haberla conocido,
que todos quienes la conocemos, la respetamos y admiramos profundamente.
Entramos en la camioneta, las grandes maletas apretujadas atrás. Comemos
chocolates. Ellos hablan en su lengua pintoresca, musical. Cuentan cómo fue el
viaje. Nunca habían viajado en avión. No se dieron cuenta de que iban en clase
ejecutiva. Lorenza Pastora y yo nos reímos.
Al
llegar a casa de Lorenza Pastora, nos despedimos con un gran abrazo y les dejo
a los chicos unos sobres con dólares para que puedan costear sus gastos y
comprar regalitos a su madre. Qué lindos chicos, qué humildes, qué tiernos, qué
agradecidos con la vida. Le digo a Lorenza Pastora que venga con ellos a la
casa el fin de semana. Quiero que mi hija los conozca, los escuche, aprenda a
quererlos. Les recuerdo que deben traer traje de baño para meternos en la
piscina.
El
fin de semana los chicos vienen con Lorenza Pastora a mi casa. Dormirán con su
madre, en el cuarto de huéspedes. Hemos puesto dos camas plegables, y es un
cuarto grande, de espacios generosos. Han traído ropa de baño. No saben nadar.
Por suerte la piscina no es tan honda y tienen piso en una parte de ella.
Lorenza Pastora y su hija Paula Edith no se animan a meterse en el agua. Solo
el joven Isidro Daniel se da un chapuzón rápido. Luego nos echamos en las
tumbonas y hablamos de fútbol, sobre todo de fútbol argentino, del partido
increíble que Lanús le volteó a River, mientras Lorenza Pastora y su hija
hablan con mi esposa y nuestra hija. Ellos, los visitantes paraguayos, son muy
comedidos y solo aceptan agua y helados, no toman vino ni cerveza. Mi mujer
toma cerveza, yo, vino helado canadiense.
Más tarde entramos en la casa y, cuando ven
el cuarto de música de nuestra hija, los hijos de Lorenza Pastora parecen
especialmente felices, sus ojos refulgen de ilusión. De pronto descubro que
sienten pasión por la música. Cuando dije que vendrían al programa a cantar y
hablar de su nuevo disco, pensé que estaba mintiendo en toda la línea. Pero
ahora los chicos me preguntan si pueden cantar dos o tres canciones. Les digo
que sí, por supuesto. Paula Edith toca el piano, Isidro Daniel, la guitarra,
ambos cantan y Lorenza Pastora, embriagada de amor y ternura y gratitud, me
mira y llora y lloramos, y en ese momento somos eternos, inmortales, y todo el
amor que ella siente por sus hijos es del tamaño del mar.
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