La Plaza de San Pedro albergó una Misa presidida
por el Papa Francisco con motivo del II Domingo de Pascua o también llamado
Domingo de la Divina Misericordia.
El Pontífice habló del pecado y señaló que “cuando
nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado,
que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con
él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas”.
A continuación, el texto completo de la homilía:
En el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»
(Jn 20,20); luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al
Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo
vieron; solo hace notar un detalle: «Les enseñó las
manos y el costado» (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los
discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo
sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus
manos la señal de los clavos» (v. 25) y después de haber visto creyó (v.
27).
A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se
conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con
verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas,
los signos de su amor. El Evangelio llama a Tomás «Dídimo»
(v. 24), es decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro
hermano mellizo. Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios
existe; no nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un
Dios distante, por más que sea justo y santo. No, tenemos también la necesidad
de “ver a Dios”, de palpar que él ha
resucitado por nosotros.
¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al
mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba,
a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó.
Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Es
entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros.
Queridos hermanos y hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y
hablar de los grandes valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos
ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos,
como los discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19- 20) que son más sólidas
que cualquier duda.
Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar
la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo
y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo
puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo
mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el
que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en
una historia de amor, le decimos: “Te hiciste
hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres
mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de
lo que jamás hubiera imaginado”.
Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque
el amor pide intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó
a dar los diez mandamientos ya decía: «Yo soy el
Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba: «Yo,
el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de
Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del
corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios
mío!». Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las llagas,
comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino
el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como
discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también
en verdaderos enamorados del Señor.
¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de
Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche
de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el
Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por
allí: dejarse perdonar. Pero ir a confesarse parece difícil, porque nos viene
la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio:
atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros
también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor
nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una
puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos
vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y
esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del
Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada.
No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón.
Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la
resignación. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban
amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en
Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía
terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado. También
nosotros podemos pensar: “Soy cristiano desde hace
mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada, cometo siempre los mismos
pecados”. Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el
Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia
es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en
pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además —quien conoce el sacramento
del perdón lo sabe—, no es cierto que todo siga como antes. En cada perdón
somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados. Y cuando
siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que
lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida
es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón.
Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a
veces blindada: nuestro pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda
honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin
embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es
infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con
las puertas cerradas”, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra
maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le
dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que
precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en
el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro
de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus
llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras
miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de
encontrar en su perdón nuestra alegría, en su misericordia nuestra esperanza.
Redacción ACI
Prensa
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