RECORDANDO EL DÍA
DEL ASESINATO DE MONS. ÓSCAR ARNULFO ROMERO
Mons. Óscar Arnulfo Romero fue
asesinado, como es sabido, el 24 de marzo de 1980. El día anterior, último
domingo de cuaresma, había celebrado la Misa como era su costumbre en la
basílica del Sagrado Corazón -que por aquel entonces hacía de catedral de San
Salvador - y su predicación duró casi dos horas, con el famoso llamamiento a
los soldados para que no obedecieran órdenes contrarias a la ley de Dios, para que
no asesinaran, para que pusieran fin a la represión. En la reunión preparatoria
de la homilía, el sábado, (costumbre que tenía Mons. Romero para consultar y
asesorarse sobre la prudencia de las palabras que después predicaría cada
domingo) el padre Fabián Amaya le había sugerido que dijera algo en ese
sentido pero no imaginaba que Romero se lanzaría a un llamamiento tan solemne,
que para los altos mandos militares era un grave acto subversivo. Si, hipotéticamente,
hubiera estado sujeto a los códigos militares, Mons. Romero habría podido ser
declarado culpable de incitación a la insubordinación y podría haber sido
condenado a ser fusilado. Probablemente dicho llamamiento precipitó el
asesinato del arzobispo, planificado desde hacía tiempo.
La mañana del lunes los
autores del crimen vieron en los principales periódicos de San Salvador el
aviso de la misa que Mons. Romero iba a celebrar por la tarde, a las 17:30, en
sufragio de Sara de Pinto, y decidieron pasar a la acción. Ese mismo lunes por
la mañana el prelado fue temprano, como siempre, a la iglesia del hospital de
la Divina Providencia, donde vivía, para rezar. Pasó brevemente por la curia
diocesana y luego fue al mar con algunos sacerdotes del Opus Dei. Se trata de
uno de los retiros mensuales de Mons. Romero con el Opus Dei que eran momentos
así mismo tiempo de reposo, de estudio y de familiaridad sacerdotal. Los
organizaba Fernando Sáenz Lacalle, sacerdote de la Prelatura, que además
asesoraba espiritualmente a Mons. Romero, aunque su confesor era el anciano P.
Azcue, Jesuita. Sáenz Lacalle fue hecho años después obispo con el tiempo y
llegó a suceder a Romero en la sede de San Salvador.
De entre las historias
amañadas que se han querido presentar sobre Mons. Romero una es que, si bien
como joven obispo estuvo espiritualmente cercano al Opus Dei, habría tenido una
“conversión” que le habría hecho alejarse
del Opus para buscar otras espiritualidades más progresistas. Nada más cercano
de la realidad, como demuestra este retiro de sacerdotes al que se mantuvo
fiel, siempre que sus obligaciones se lo permitían, hasta el mismo día de su
muerte. Sin embargo, es cierto que pastoralmente en los últimos años estuvo muy
cercano a los Jesuitas de la UCA, que le
asesoraban en sus homilías.
La meta del retiro era una
playa en el hermoso litoral de La Libertad, a media hora de camino de San
Salvador. Por un malentendido con el portero encontraron cerrada la casa con el
jardín de palmeras, frente al mar. Algunos, entre los que se encontraba Mons.
Romero, saltaron la cerca y abrieron a los demás. El lugar era encantador y
silencioso. Estudiaron un reciente documento de Juan Pablo II sobre el celibato
y la formación en los seminarios que trajo Mons. Romero y hablaron también de
ayudas materiales al seminario y de los ornamentos de la catedral. Romero
estaba preocupado por si las ocupaciones de la catedral provocaban daños o
incendios y pidió a Sáenz Lacalle que retirase provisionalmente en custodia
todo lo que encontrase de valor. Mons Romero no se bañó en las cálidas aguas
del Pacífico porque tenía una ligera infección en el oído. Comieron en la
hierba y por la tarde Romero volvió a la ciudad.
Por la tarde Mons. Romero fue al médico para que le mirasen la oreja y
de allí fue a Santa Tecla a confesarse brevemente con el padre Azcue. En el
automóvil fue hablando con el sacerdote que lo llevaba de un palco que habría
que instalar para la solemne liturgia de Ramos, el domingo siguiente. A las
17:30, estaba de vuelta al hospital para la Misa en sufragio de Sara de Pinto,
la madre de un periodista amigo suyo, Jorge Pinto hijo, dueño del periódico “El Independiente". La Misa comenzó con
retraso.
La homilía en memoria de Doña
Sarita, como la llamaba Romero, no tuvo un contenido extraordinario. Era una
Misa de tono familiar, en la iglesia del hospital de la Divina Providencia, a
la que asistieron también algunos enfermos terminales. Mons. Romero alabó a la
difunta por haber gastado su vida por el prójimo, por la justicia, por la
dignidad humana. Desarrolló el tema de la vida eterna en la que Doña Sarita,
como todos aquellos que habían vivido según la esperanza cristiana, habría recuperado
‘’purificado", “iluminado” y “transfigurado” todo el bien que había hecho en la
tierra. Los méritos adquiridos en la vida terrenal serían premiados en el reino
eterno de Cristo.
Aquel fue el Amén del prelado.
Había hablado ante el altar y se dio la vuelta para tomar el corporal para
empezar el ofertorio. En aquel momento se oyó un disparo proveniente de uno de
los accesos a la iglesia. Habían pasado poquísimos segundos desde el final de
la homilía y Mons. Romero cayó al lado del altar. Los fieles, asustados, se
tiraron al suelo unos segundos. Al ponerse de nuevo en pie, vieron que el
arzobispo estaba boca arriba y se acercaron para prestarle ayuda. Mons. Romero
perdía sangre, estaba inerte, parecía haber perdido el sentido. Un fotógrafo
presente en la iglesia tomó algunas instantáneas. Las hermanas del hospital
lloraban y el prelado fue cargado en un automóvil y llevado a la Policlínica
Salvadoreña, donde murió poco después de llegar por hemorragia interna, unos
veinte minutos después del disparo, después del cual ya no había recobrado el
conocimiento. Tenía 62 años.
Mons. Romero fue liquidado por
un asesino quien, desde el exterior de la capilla, ubicó un solo proyectil
calibre 22 causándole la muerte como consecuencia de una profusa hemorragia. La
bala era de fragmentación, no había alcanzado órganos vitales pero había
explotado en el pecho. Poco antes, el prelado había dicho: “Aquí está el centro de nuestra vida, en la
Eucaristía, y desde aquí Jesucristo nos hace real cada vez más la frase: ‘el
que da su vida… para poderla transmitir a ese mundo tan necesitado, tan frio“
Un biógrafo del arzobispo
escribió: “Son las seis y veinticinco de la
tarde.., Doce años atrás, meditando sobre la muerte, monseñor Romero había
escrito en sus apuntes espirituales una frase del Apocalipsis: ‘Y cenaré con
él’. Normalmente el cenaba a las dieciocho y treinta. La tarde del 24 de marzo
cenó con el Señor". Mons. Romero no poseía nada, como herencia
dejó apenas algunos libros.
Varios testigos cuentan el
momento del asesinato, algunos fueron testigos oculares. Uno de ellos explica: “Fue el 24 de marzo de 19Í50 en la Capilla del
hospital de la Divina Providencia mientras celebraba la Eucaristía. Lo mataron
de un disparo en el corazón con una bala explosiva, en el momento de iniciar el
ofertorio. Yo estuve presente en ese momento de su asesinato en la Capilla, a
unos cuatro metros de distancia del altar, cuando extendía e! corporal para
iniciar el ofertorio sonó el disparo y cuando sintió un impacto de la bala,
instintivamente quiso agarrarse del altar esparciendo las hostias sobre el
mismo, lo cual yo interpreté como que Dios le estaba diciendo: ‘Óscar ahora tú
eres la víctima’ y en ese momento cayó a los pies de Cristo Crucificado bañado
en su propia sangre por una hemorragia de nariz, boca y oído”.
Una religiosa que trabajaba en
el Hospital de la Divina Providencia, afirma: “Yo
no estaba en la misa cuando lo mataron, pero sí estaba en la casa a la par de
la Capilla. Ye llegué cuando ya estaba en el suelo y me incliné a él para ver
si me respondía algo pero ya no contestó. Cuando ocurrió este, estaban
presentes varias hermanas de la comunidad y otras personas”
Por último, un testigo
explica: “Allí en esa misma capilla fue donde
hacia las 6.25 de la tarde, un francotirador que era conducido presuntamente en
un automóvil Wolkswagen rojo, disparó una bala certera que iba dirigida al
corazón de Mons. Romero, el cual se desplomó en el momento en el que ofrecía el
vino y el pan ante la mirada atónita de la comunidad de religiosas, de los
enfermitos y familiares de la difunta. Todo esto ocurrió el lunes 24 de marzo
de 1980”.
Años después San Juan Pablo II
instituyó, para ser celebrada el 24 de marzo de cada año en memoria de Mons.
Romero -al que tanto había apreciado-, la jornada de oración y recuerdo de los
misioneros que mueren asesinados anualmente en el mundo entero. El mismo Papa,
en su visita a El Salvador en 1983, en el recorrido desde el aeropuerto de
Ilopango hasta Metrocentro, pidió que se modificara el itinerario del automóvil
que lo llevaba; así, en vez de ir hacia el templete lo llevaron por sorpresa a
la catedral metropolitana a visitar la cripta de mons. Romero, en contra de las
recomendaciones del gobierno salvadoreño, que había querido a toda costa evitar
tal posibilidad. Lo llevaron por calles desiertas pues tal itinerario no estaba
previsto, y cuando llegaron a la catedral, ésta estaba cerrada. Tuvo que
esperar el Papa unos minutos hasta que alguien trajo la llave y por fin pudo
entrar el Pontífice al templo donde oró en silencio la tumba del prelado
mártir.
Alberto Royo
Mejía
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