DE LA VIRGEN APRENDIÓ A
CONVERTIR SU VIDA EN LA MÁS BELLA CANCIÓN
Ninguna aparición en la
historia de la Iglesia ha sido reconocida tan rápidamente como la de Lourdes.
La Virgen María se apareció a Bernadette Soubirous la primera vez el 11 de
febrero de 1858 y el obispo de Tarbes, monseñor Laurence, se pronunció sobre la
veracidad de los hechos cuatro años después. Pero la figura de Bernadette sigue
siendo poco conocida. Su personalidad se nos presenta sólo a la luz de las
apariciones en las que fue protagonista y testigo. Luego retrocede, desaparece,
se confunde en la sombra del convento en el que decide pasar la vida hasta su
muerte, ocurrida el 16 de abril de 1879, a la edad de 35 años, consumida por la
tuberculosis.
Pío XI la canonizó en el Año
santo extraordinario de 1933. En el de 1925 había abierto el pontificado
elevando a los altares a la pequeña Teresa de Lisieux, que con Bernadette tiene
rasgos comunes: las dos viven en la Francia del siglo XIX, las dos mueren
jóvenes, de tisis. Pero Teresa, crecida en una familia burguesa y profundamente
católica, ha vivido desde niña en un contexto de cariño, protección, ejemplos
de vida cristiana que la preparan para la decisión del claustro. La infancia de
Bernadette es diferente. A los catorce años, cuando se le aparece la Virgen, no
ha podido todavía ir a la doctrina, porque la pobreza extrema la ha obligado a
trabajar siempre, desde niña, para ayudar a su familia. Y si prefiere los
prados de la montaña al “calabozo” húmedo y
malsano donde los Soubirous, endeudados, tienen que vivir, no saca de este
trabajo más que techo y comida. En los periodos en los que Bernadette no se
ocupaba del rebaño de su nodriza, Marie Lagües, su padre François se ve
obligado a mandarla a buscar leña para vender.
«LO QUE HE VISTO Y OÍDO»
El abad Pomian, vicario de
Lourdes, se asombrará luego de que esta chica no conozca «ni siquiera el misterio de la Trinidad». A pesar
de ello, Bernadette vive en una sociedad donde aún no han desaparecido las
formas de la piedad popular, lleva consigo un rosario barato que reza mientras
las ovejas pastorean. Y cuando la “Señora” se
le aparece la primera vez, su gesto instintivo, dictado por el miedo, es echar
mano al rosario. La respuesta de María es una sonrisa y una ternura que
Bernadette no olvidará nunca. Pero no le ha preguntado el nombre a esa Señora.
No sabe quién es, la llamará, en su dialecto, «Aquero»,
“Aquello”. Sólo más tarde le dirá su nombre, en la aparición del 25 de
marzo: «Yo soy la Inmaculada Concepción», usando
las palabras del dogma que Pío IX había definido cuatro años antes, en 1854,
hace exactamente 150 años. Una expresión que, por lo demás, Bernadette no
comprende. Lo que sabe es que, tras el primer momento de espanto, “Aquello” le atrae y la llena de una paz que nunca
había conocido. La verá 18 veces hasta la última aparición del 16 de julio.
María le confía tres secretos, la invita a decir a todos que recen por la
conversión de los pecadores, pide a los sacerdotes, por medio de Bernadette,
que construyan una capilla al lado de la gruta. Hace exactamente lo que se le
pide.
Bernadette está acostumbrada a
ver las cosas por lo que son. Al abad de Fonteneau, que la interroga con
insistencia y desconfía, responde: «No le obligo a
creerme, pero debo responder diciendo lo que he visto y oído». Dos años
después. Los miembros de la comisión eclesiástica presidida por monseñor
Laurence le dicen: «No parece una idea digna de la
Santa Virgen hacerte comer hierba». «Y, sin embargo, comemos la ensalada»,
les responde.
Bernadette no se exalta por la
imprevista curiosidad que ha suscitado primero en su pueblo, luego entre las
autoridades civiles y religiosas y por último en toda Francia. En 1861 el abad
Bernadou quiso sacarle unas fotos en la postura que tenía durante las
apariciones. Y le dice enfadado: «No, así no. No
ponías esa cara cuando estaba la Virgen». Y ella le responde: «Pero ahora no está». A pesar suyo, durante ocho
años, de 1858 a 1866, Bernadette será un personaje público: tendrá que contar
mil veces la historia de las apariciones, y lo hará a su manera, con palabras
escuetas, esenciales, directas.
«ME CONFORMO CON LO QUE ME
MANDA»
En este periodo, las Hermanas
de la Caridad de Nevers la acogen en su hospicio de Lourdes, para que viva con
más decoro y protegerla del asalto de los curiosos. Y a la hora de elegir qué
camino tomar en la vida, Bernadette decide hacerse religiosa en su instituto
con el nombre de sor Marie-Bernard. No ha recibido una instrucción regular, no “vale para nada” como le dirá a su obispo. Pero
antes de salir para Nevers, cuando le preguntan si no siente dejar Lourdes,
responde: «El poco tiempo que estamos en el mundo,
hay que emplearlo bien». Sabe que la gracia especial que ha recibido no
la exime de vivir como una buena cristiana. Y cuando llega al convento de
Nevers, después de repetir a las hermanas, por última vez, la narración de las
apariciones, la superiora les prohíbe a las religiosas que le hagan más
preguntas sobre los hechos de Lourdes.
Comienza así, con el
noviciado, la última fase de la vida de Bernadette, desde los 22 a los 35 años.
Una vida escondida, lejos de los clamores de la notoriedad. No tiene ningún
proyecto especial. Desea seguir la invitación de la Virgen y rezar por la
conversión de los pecadores. Sabe también, según la misteriosa promesa de
María, que no será feliz «en este mundo, sino en el
otro». Su vida transcurre normalmente, según los ritmos y tiempos del
convento. Tiene a su disposición los recursos de la vida cristiana de todo el
mundo: la oración, los sacramentos, el deber cotidiano. Y no se echa atrás.
Acepta también sin acentos de misticismo el sufrimiento que le acompañará
durante casi todo el tiempo de su permanencia en Nevers. «En Lourdes había una congregada» recordará sor
Vincent Garros, amiga de infancia de Bernadette, «conocida
con el nombre de señorita Claire, muy piadosa y que sufría desde hacía tiempo. Cuando
llegué a la casa madre, Bernadette me preguntó por ella, y yo le dije: “No sólo
sufre pacientemente, sino que dice incluso estas palabras, que me sorprenden
realmente: ‘Sufro mucho, pero si no es suficiente, ¡que el Señor añada más
sufrimiento!”. Sor Marie-Bernard hizo esta reflexión: “Es muy generosa; yo no
haría lo mismo. Me conformo con lo que me manda”».
«SÓLO TEMO A LOS MALOS CATÓLICOS»
La gente seguía buscándola,
llamando a las puertas del convento para hablar con ella. A algunos, obispos y
sacerdotes, no les puede decir que no. Pero prefiere estar, por ejemplo, con su
compañera Bernard Dalias, que al tercer día de noviciado, cuando le indicaron a
Bernadette dijo: «¿Esto es todo?». Con ella
puede sentirse a gusto, sin las miradas de quien la ve, según su expresión, «como un bicho raro». «He podido», contó sor
Brigitte Hostin, «admirar en ella una piedad
grande, un humor siempre igual –algo raro–, una sencillez de niña, y sobre todo
una gran humildad; esto –en el caso en que estuviera obligada a responder a las
cartas que le escribían algunos grandes personajes respecto a los favores que
la Virgen le había concedido– le hacía decir: “Si no fuera por obediencia, no
respondería”».
El conde Lafond cuenta este
episodio ocurrido durante la guerra franco-prusiana, en 1870: «El caballero Gougenot des Mousseaux, que vio a
Bernadette, le hizo algunas preguntas: “¿Tuvo usted en la gruta de Lourdes o
posteriormente revelaciones relativas al futuro y al destino de Francia? ¿No le
ha encargado la Virgen que transmita advertencias o amenazas para Francia?”.
“No”. “Los prusianos están a las puertas, ¿no le da miedo?”. “No”. “¿No hay,
pues, nada que temer?”. “Temo sólo a los malos católicos”. “¿No teme nada
más?”. “No, nada”».
DEVOCIÓN A SAN JOSÉ
A Bernadette la destinan a la
enfermería. Durante muchos años, hasta que su estado de salud se lo permite,
realiza este trabajo con exactitud y caridad, sonriente, dispuesta, amable.
Luego, en los últimos tiempos, la tisis, que la había minado durante mucho
tiempo, le impide trabajar activamente. A Bernadette le gusta ese trabajo, pero
no le queda más remedio. Cuenta sor Casimir Callery, que la cuidó durante las
últimas fases de la enfermedad: «Sor Hélène me
había dado unos huevos de Pascua para que los adornara. Yo pintaba. Sor
Marie-Bernard rascaba, creando así lo modelos. Un día me quejaba porque este
trabajo me ponía nerviosa. Me dijo: “¡Qué importancia tendrá ganarse el cielo
rallando huevos o haciendo cualquier otra cosa!”».
Bernadette no dejó escrito
casi nada, pero los episodios, las respuestas, los gestos que los testimonios
de sus hermanas de hábito refieren revelan su espíritu humilde y gozoso, aunque
agotado por el sufrimiento. En sus palabras trasluce una alegría tranquila, un
sentimiento irónico frente a las dificultades que la vida del convento
presentaba, un amor profundo por Jesús y la Virgen, y una predilección por san
José: «Sé que, entre los santos, Bernadette tenía
una devoción especial por san José», contó sor Madeleine Bounaix: «Repetía
estas invocaciones: “Hazme la gracia de amar a Jesús y María como quieren ser
amados. San José, reza por mí. Enséñame a rezar”. Y a mí me decía: “Cuando no
se consigue rezar, se dirige una a san José”».
«¿POR QUÉ CERRAR LOS OJOS?»
«Sor
Marie-Bernard tenía una piedad dulce, sencilla», recuerda otra religiosa, «sin nada de particular. Era muy exacta, no faltaba al
silencio, pero durante el recreo atraía por su brío. No le gustaba la piedad
recargada. Un día me decía riendo, indicando a una novicia que cerraba siempre
los ojos: “¿Ve a sor X? Si no tuviera una compañera que la guía, tendría un
accidente, ¿Por qué cerrar los ojos, cuando hay que tenerlos bien abiertos?”».
Su oración está marcada por la atención amorosa a los gestos más sencillos: «Un día Bernadette me hizo notar que hacía mal la señal
de la cruz», cuenta sor Emilienne Duboé, «le
dije que por supuesto no lo hacía tan bien como ella que lo había aprendido de
la Virgen. “Hay que poner atención”, me dijo, “porque significa mucho hacerse
bien la señal de la cruz”». Y sor Charles Ramillon afirma: «El modo en que se hacía la señal de la cruz me llamaba
la atención profundamente; hemos tratado muchas veces de reproducirlo,.. pero
sin éxito. Entonces decíamos: “Se ve que se lo ha enseñado la Virgen misma”. En
el Avemaría de Lourdes los fieles cantan una estrofa que parece resumir toda la
vida de Bernadette: “A los pies de su Madre, / la niña que la ve /la señal de
la cruz / aprende a hacer bien” (Au pied de sa Mère, /l’enfant qui la voit/
apprend à bien faire / le signe de la croix)».
A quien le preguntaba si no
sentía estar lejos de Lourdes, respondía: «No me
deben compadecer, he visto algo mucho más hermoso». Desde luego, no
podía haberse olvidado «los ojos a Dios santos y gratos»
(Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 40) que tuvo el privilegio de admirar
tantas veces, aunque fuera por un breve periodo. Y durante toda su vida llevó
consigo, mientras se alejaba en el tiempo, el deseo apasionado de volver a ver
esos ojos.
«TOMABA EL CRUCIFIJO, LO
MIRABA, Y BASTA»
«Si tú supieras
lo que he visto allí de hermoso», le dijo una vez a sor Emilienne Duboé. «Cuando
la has visto no puedes seguir apegada a la tierra». Quizá por eso la
Virgen le había dicho que no sería feliz en este mundo, pero Bernadette no
alegó nunca derechos especiales en vistas del cielo. Una superiora le
preguntaba un día si no había sentido nunca un sentimiento de satisfacción por
los favores que la Virgen le había hecho. «¿Qué
piensa de mí? ¿Quiere que no sepa que si la Virgen me ha elegido es porque yo
era la más ignorante? Si hubiera encontrado otra más ignorante que yo, la
habría elegido a ella».
También durante la enfermedad,
cada vez más grave en los últimos tiempos, conservó una sobriedad que sus
hermanas de hábito no dejaron de notar: «La he
visto sufrir moral y físicamente» cuenta sor Joseph Ducout: «Nunca pronunció durante su sufrimiento una palabra que
expresara su dolor. Tomaba el crucifijo, lo miraba, y basta». El último
testimonio que tenemos es el de sor Nathalie Portat, que estuvo a su lado en
los últimos momentos. Mientras sus hermanas de hábito rezaban el rosario a su
alrededor, «a las palabras del Avemaría: Santa
María, Madre de Dios…”, Bernadette se reanimó y con un acento especial… repitió
dos veces: “Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora”»
Este artículo
apareció por primera vez en la revista
30giorni, basado en un antología de testimonios preparada por
Giovanni Ricciardi
Alberto Royo
Mejía
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