Desde la pregunta
¿a qué Dios adoro? Si vamos descendiendo, pregunta a pregunta, podemos ir dando
respuestas menos acertadas. Las respuestas menos acertadas, poco a poco, van
dando lugar a verdaderos errores. Los pequeños errores, al final, nos llevan a
que los inquisidores cristianos recorran Europa.
Pero eso es el
final del camino. Sin llegar al final, alguien metido en el campo eclesiástico,
encontrará toda su vida, de vez en cuando, en colegas y a todos los niveles,
esos resabios de fanatismo en cualquier recodo del camino. Aquí y allá te
encuentras con trabajadores del Evangelio que por el Evangelio están dispuestos
a hacer no pocas cosas contra el espíritu del Evangelio.
Por supuesto que
esto no es lo general. Pero compadezco al que se encuentre con un pedazo de
materia oscura en medio del prado eclesial. Comprobará que la más pegajosa
oscuridad, la que más sarpullidos le provocará a la víctima, no es la maldad
pura –de esa hay poca-, sino la mediocridad. Esa mediocridad mezclada con el
bien es una combinación muy desagradable. Si fuera mal y sólo mal, sería más
fácil identificarla y anularla. El problema es la proporción adecuada de
mediocridad del sujeto y su convicción de estar haciendo lo correcto cuando
justamente está haciendo daño a alguien. Si a eso le unimos una cierta cantidad
de bien (virtudes, oraciones, fe), tenemos un espacio eclesial (personal o
grupal) que tiene toda la probabilidad de pasar desapercibido, de mimetizarse
con el ambiente.
Este post puede parecer muy abstracto, pero las
historias que hay detrás de él son muy concretas. Al final, en la Iglesia, en
la universidad, en una empresa, en el arte, en todas partes, las personas con
fe resisten, porque saben que hay una justicia final. Es más fácil vencer a
Hitler que al mediocre. El mediocre, como las pilistras, tiene una capacidad de
resistencia sencillamente épica.
P. FORTEA
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