jueves, 10 de septiembre de 2015

PENITENCIA


El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.

La grandeza de la misericordia de Dios se pone particularmente de relieve ante la consideración de la negatividad insondable del pecado. En efecto, la malicia que supone el quebranto de la Voluntad divina por parte de la criatura, ofende a la Majestad de Dios y alcanza por ello gravedad infinita. Sin embargo, es Dios mismo quien ofrece su perdón, porque no desea la muerte del hombre sino que se convierta de su camino y viva (Ez. 33, 11). Su inagotable misericordia obra pacientemente con vosotros, no queriendo que algunos perezcan sino que todos vengan a penitencia (I Pe. 3, 9).

Al ofrecer su perdón, Dios pide a cambio una conversión en el interior del hombre, un cambio de vida un retornar de nuevo hacia El: y es precisamente este requerimiento divino lo que engloba el concepto de penitencia.

5.1 NOCIÓN DE PENITENCIA

Etimológicamente, penitencia viene del verbo latino poenitere = tener pena, dolerse, arrepentirse. En teología se usa indistintamente el término para designar tanto una virtud como un sacramento.

a) La penitencia, virtud moral (cfr. Catecismo, nn. 1430-2).

Como virtud, la penitencia lleva al pecador:

a) a arrepentirse de los pecados cometidos,
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
En el lenguaje común, al decir que alguien hace penitencia suele entenderse tan sólo la fase final de la virtud, es decir, el cumplimiento de las obras costosas impuestas como castigo. Esos sacrificios, sin embargo, no se entenderían al margen del motivo que los ocasiona: el arrepentimiento de acciones pecaminosas, que incluyen implícitamente la enmienda. Así, pues, la virtud de la penitencia en teología engloba causas y efectos, y no sólo las obras penitenciales.

Lo propio de esta virtud es el dolor del alma que se entristece por sus pecados, y que tiene como motivo saber que son ofensas a Dios, y no, p. ej., los males que el pecado suele acarrear (cfr. S. Th. III, q. 85, ad. 2, ad. 3). Por tanto, no sería virtud la del ladrón que se arrepiente del hurto porque lo encarcelaron, o porque fue golpeado, etc.

b) La penitencia como sacramento

Como sacramento, la penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.

Es ésta una verdad de fe definida por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 911).

De acuerdo a esta segunda acepción, el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación (Catecismo, n. 1486).

El sacramento de la penitencia se une íntimamente a la virtud de la penitencia, por dos razones:

lo. Porque el sacramento de la penitencia requiere, como condición necesaria para que sea válido, la virtud de la penitencia: no se daría el perdón de los pecados en la confesión, si el pecador no estuviera arrepentido de haberlos cometido.

2o. Porque el verdadero arrepentimiento de los pecados conlleva el deseo de confesarlos: se dudaría del dolor de haber ofendido a Dios si no se pusieran en práctica los medios fijados por Dios mismo para perdonar pecados.

5.2 LA PENITENCIA, SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY

La penitencia es un verdadero sacramento, pues en ella se dan los elementos esenciales de todo sacramento:

a) el signo sensible, que está constituido por los actos del penitente: contrición, confesión y satisfacción (cfr. Catecismo Romano, II, cap. V, n. 13; Concilio de Trento, sess. XIV, caps. 3-4), y las palabras de la absolución;

b) la institución por Cristo, de la que se habla con toda claridad en la Sagrada Escritura: Recibid al Espíritu Santo dijo Jesús a los Apóstoles; a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn. 20, 22);

c) la producción de la gracia, tanto la santificante que se infunde al ser remitidos los pecados, como la sacramental específica, que da la fuerza para no volver a cometer los pecados acusados.

5.2.1 Herejías opuestas

Para contrastar la riqueza de la doctrina católica sobre este sacramento, resulta útil detenerse en las interpretaciones equivocadas que se han suscitado en la historia de la Iglesia:

a) La herejía llamada de los montanistas (siglo II), limitaba el poder de la Iglesia para perdonar los pecados, diciendo que había algunos -la idolatría, el adulterio y el homicidio- que no podrían ser perdonados.
b) Los novacianos (siglo III) afirmaban que la Iglesia debía estar formada sólo por hombres puros, y negaban la reconciliación a todos aquellos que hubieran cometido pecado mortal. Lo mismo afirmaron los donatistas (siglo IV).

c) Abelardo (siglo XII) afirmó que Cristo confirió a sus Apóstoles la potestad de atar y de desatar, pero esa potestad no la concedió a los sucesores de ellos (cfr. Dz. 379).

d) Las sectas espiritualistas (valdenses y cátaros) así como los seguidores de Wicleff y de Hus, rechazaron la jerarquía eclesiástica y, en consecuencia, defendían la tesis de que todos los cristianos buenos y piadosos tienen sin distinción el poder de absolver los pecados.

e) Los reformadores protestantes negaron totalmente el poder de la Iglesia para perdonar los pecados. Aunque al principio admitieron la penitencia como sacramento (junto al bautismo y a la ‘cena’; cfr. Lutero), Apol. Conf. Aug., art. 13), su concepto de justificación les llevó necesariamente a negar todo poder real de perdonar los pecados.

En efecto, si la justificación no es, según ellos, verdadera y real extinción del pecado, sino una mera no imputación externa o cubrimiento de los pecados por la fe fiducial. entonces la absolución no es verdadera remisión del pecado, pues los pecados permanecen a pesar de todo.

Contra los protestantes, el Concilio de Trento declaró que Cristo comunica a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores, la potestad de perdonar realmente los pecados (cfr. Dz. 894 y 913).

f) En la ‚poca actual, el error consiste en la desacralización del sacramento, al grado de ser equiparado a técnicas puramente humanas o psicológicas, como si se tratara de relaciones interpersonales, perdiéndose de vista que la confesión es el medio para obtener la realidad sobrenatural de la gracia santificante.

5.2.2 Doctrina del Magisterio

Sobre los puntos atacados por los herejes, la Iglesia se ha visto obligada a predicar la doctrina católica.

A. Institución del sacramento por Jesucristo

La primera y radical conversión del hombre tiene lugar en el sacramento del bautismo: por él se nos perdona el pecado original, nos convertirnos en hijos de Dios, y entramos a formar parte de la Iglesia. Sin embargo, como el hombre a lo largo de su vida puede descaminarse no una, sino innumerables veces, quiso Dios darnos un camino por el que pudiéramos llegar a Él.

Como era tan sorprendente la divina misericordia dispuesta a perdonar, el Señor fue preparando a sus Apóstoles y a sus discípulos, perdonando El mismo los pecados al paralítico de Cafarnaúm (cfr. Lc. 5, 18-26), a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7, 37-50), etc., y prometiendo, además, a los Apóstoles, la potestad de perdonar o de retener los pecados: “En verdad os digo: todo cuanto atareis en la tierra ser atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra, será desatado en los cielos” (cfr. Mt. 18, 18).

Para que no hubiera duda de que los poderes que había prometido a San Pedro personalmente (cfr. Mt. 16, 19) y a los demás Apóstoles con él (cfr. Mt. 18, 18), incluían el de perdonar los pecados, en la tarde del primer día de la resurrección, apareciéndose Jesús a sus Apóstoles, los saluda y les muestra sus manos y su costado diciendo: recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quiénes se los retuviereis, les serán retenidos (Jn. 20, 21 ss.). De otra manera, si la Iglesia no tuviera esa potestad, no podría explicarse la voluntad salvífica de Dios.

B. Universalidad del poder de perdonar los pecados

La potestad de perdonar se extiende absolutamente a todos los pecados. Consta por la amplitud ilimitada de las palabras de Cristo a los Apóstoles: Todo lo que desatareis… (Mt. 18, 18), y por la práctica universal de la Iglesia que, aun en las épocas de máximo rigor disciplinar, absolvía los pecados más aborrecibles -llamados ad mortem- una vez en la vida, y siempre en el momento de la muerte; señal evidente de que la Iglesia tenía plena conciencia de su ilimitada potestad sobre toda clase de pecados (cfr. Dz. 43, 52a, 57 III, 430, 894, 903).

Por eso señalaba recientemente Juan Pablo II empleando una expresión de San Pablo (cfr. I Tim. 3, 15ss.) que a ese designio salvífico de Dios se le ha de llamar mysterium o sacramentum pietatis: es, en efecto, el misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros, que penetra hasta las raíces más profundas de nuestra iniquidad mysterium iniquitatis, llama también San Pablo al pecado (cfr. II Tes. 2, 7), para provocar en el alma la conversión y dirigirla a la reconciliación (cfr. Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia, nn. 19-20).

C. Potestad conferida a la Iglesia

Esa potestad fue conferida sólo a la Iglesia jerárquica, no a todos los fieles, ni sólo a los carismáticos. En la persona de los Apóstoles se contenía la estructura jerárquica de la Iglesia, que se había de continuar en todas las épocas (cfr. Dz. 902 y 920).

Unida íntimamente a la misión de Cristo está la misión de la Iglesia, pues a ella sólo otorgó su potestad y prometió su asistencia hasta el fin de los siglos.

D. La potestad de perdonar los pecados es judicial

La potestad de perdonar los pecados que tiene la Iglesia es judicial; es decir, el poder conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores implica un verdadero acto judicativo: hay un juez, un reo y una culpa. Se realiza un juicio, se pronuncia una sentencia y se impone un castigo.

Esto significa que, cuando el sacerdote imparte el perdón no lo hace como “si declarara que los pecados están perdonados. sino a modo de acto Judicial, en el que la sentencia es pronunciada por él mismo como juez” (Concilio de Trento: cfr. Dz. 902 ). Por esta razón, la forma se dice con carácter indicativo y en primera persona: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

El sacerdote, sin embargo, dicta la sentencia en nombre y con la autoridad de Cristo, y por tanto, es el mismo Jesucristo -representado por el sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si el penitente está bien dispuesto. Sirviéndose del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien absuelve.

Como señala Juan Pablo II, la confesión es siempre un encuentro personal con Cristo: La Iglesia, observando la praxis plurisecular del sacramento de la penitencia -la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción-, defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro personal del hombre con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: `Tus pecados te son perdonados” (Mc. 2, 5) (Enc. Redemptor hominis, n. 20).

Precisamente por estas razones la Iglesia ordena la práctica de este sacramento como personal y auricular, tolerando sólo por graves motivos -como señalaremos más adelante-, la práctica de la absolución general, que no reúne las características de verdadero juicio.

5.3 EL SIGNO SACRAMENTAL DE LA PENITENCIA

De acuerdo a la explicación que da Santo Tomás (cfr. S. Th. III, q. 84, a. 2), reafirmada por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 699, 896, 914, ver también Catecismo, n. 1448), el signo sensible lo componen la absolución del sacerdote y los actos del penitente:

la actuación del ministro que imparte el perdón en nombre de Cristo se resume en las palabras de la absolución, que constituyen la forma del sacramento; la actuación del penitente se concreta en las disposiciones con que se prepara para recibir la absolución, y constituyen la materia del sacramento: esas disposiciones son la contrición o dolor de los pecados, la confesión o manifestación de los mismos, y la satisfacción para compensarlos de algún modo.

5.3.1 Los actos del penitente

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda en el n. 1450 que la penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción.

De los tres actos del penitente el más importante es la contrición es decir, el rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo. Esta contrición es el principio de la conversión, de la metanoia que devuelve al hombre a Dios, y que tiene su signo visible en el sacramento de la penitencia.

Por voluntad de Dios, forma parte del signo sacramental la acusación de los pecados, que tiene tal realce que de hecho el nombre usual de este sacramento es el de confesión. Acusar los propios pecados es una exigencia de la necesidad de que el pecador sea conocido por quien en el sacramento es a la vez juez -que debe valorar la gravedad de los pecados y el arrepentimiento del pecador-, y médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo.

La satisfacción es el acto final del signo sacramental, que en muchos sitios se llama precisamente penitencia. No es, obviamente, un precio que se paga por el perdón recibido, porque nada puede pagar lo que es fruto de la Sangre de Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de comenzar una nueva vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las heridas que el pecado ha dejado en las facultades del alma.

A. Contrición

El primer acto del penitente, la contrición, “es el dolor del alma y detestación del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar” (Concilio de Trento, Dz. 897: ‘animi dolor ac detestatio de peccato comisso, cum propósito non pecandi de cetero’) (Catecismo, n. 1451).

Constituye la parte más importante del sacramento de la penitencia. Etimológicamente viene del verbo contere, que significa destrozar, triturar: con el dolor y la detestación, el alma busca destruir los pecados cometidos.

Lo propiamente específico de la contrición es el dolor del alma por el pecado cometido, lo cual necesariamente implica el propósito de no volver a cometer pecados. Este propósito, además de ser propósito de no pecar más, incluye también el propósito de confesar los pecados cometidos, y de satisfacer por ellos, de modo que no se puede hablar de verdadera contrición, si no hay al menos implícitamente este doble propósito.

No es necesario, ni siempre ser posible, que el dolor de contrición se manifieste con sentimientos sensibles de dolor -lágrimas, angustia, etc.-: es un acto de la voluntad, que no procede del sentimiento sino de la razón, iluminada por la gracia.

a) Características

La contrición requerida para el perdón de los pecados ha de ser: interna, sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.

a.1) La contrición es interna si proviene de la inteligencia y de la voluntad libre del penitente, y no tan sólo fingida exteriormente. La Sagrada Escritura lo afirma, por ejemplo cuando dice: “Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras”.
Por otra parte, al ser la contrición parte del signo externo del sacramento, ha de manifestarse también al exterior, acusando los propios pecados.

a.2) La contrición ha de ser sobrenatural, tanto en su principio Dios que mueve al pecador al arrepentimiento, como por los motivos o razones que la provocan: la ofensa a Dios, la contemplación de Jesús crucificado, la pérdida del cielo, etc.

No puede originarse por un motivo meramente natural, como sería el temor a las consecuencias naturales del pecado: la enfermedad, la cárcel, el menosprecio, etc.

a.3) Es universal la verdadera contrición, pues se extiende a todos los pecados graves cometidos. No es posible que se perdone un pecado mortal desligado de los demás, ya que no sería verdadero el arrepentimiento de uno pero no de otro, pues la causa formal de la contrición es la ofensa a Dios, sin que importe la razón de que provenga.

a.4) Es, además, máxima en cuanto a la valoración (la fórmula tradicional se refiere a esta condición con el término appreciative summa), lo que significa que el pecador aborrece el pecado como el mayor mal, y está dispuesto a sufrir cualquier inconveniente antes de ofender de nuevo a Dios con una culpa grave.

En otras palabras, no apreciaría el pecado como el mayor mal quien no estuviera dispuesto a sufrir cualquier otra contrariedad -pobreza, pérdida del empleo, humillación e incluso la misma vida- antes de cometer un pecado grave.

Sin embargo, no se requiere, como ya señalamos, que el dolor sea sumo en cuanto a la sensibilidad, sino en la apreciación de la mente y la firmeza de la voluntad.

b) El propósito

Por último, y como se desprende de la definición de contrición, para que ésta sea verdadera ha de incluir el propósito de no pecar en adelante.

El propósito puede ser:

Explícito y formal, cuando es en sí mismo un acto del penitente distinto de la contrición o arrepentimiento;

Implícito y virtual, cuando se contiene en toda sincera contrición.
Para la validez de la confesión, se requiere el propósito al menos implícito. Sus cualidades son tres:

b.1) Firme, porque en el momento de hacerlo el penitente se propone, con voluntariedad actual, no volver a ofender a Dios. Esta firmeza no ha de confundirse con la constancia, que hace más bien relación al futuro; en otras palabras, la sinceridad del propósito es compatible con la duda sobre el cumplimiento posterior, dada la propia debilidad.

b.2) Eficaz, porque debe llevar a poner los medios necesarios para evitar el pecado, a evitar las ocasiones de pecado en la medida de las propias posibilidades, y a reparar el daño que pueda haberse hecho a los demás por el pecado cometido.

Si el propósito no es eficaz el sujeto carecería de las disposiciones mínimas para recibir la absolución sacramental. Sería el caso de quien no evitara la ocasión próxima voluntaria de pecar, por ejemplo, no alejándose de las amistades que le llevan a ofender a Dios.

b.3) Universal, es decir, se ha de extender a todo pecado mortal porque, al igual que la contrición, el propósito verdadero rechaza el pecado en cuanto tal.

c) Contrición perfecta e imperfecta

Enseña la Iglesia (cfr. Catecismo, nn. 1452 y 1453) que hay dos clases de dolor y detestación de los pecados: contrición perfecta es aquella fruto del amor -dolor de amor- a Dios ofendido, y tan grata que nos reconcilia con El. La contrición imperfecta o atrición, no da la gracia si no va acompañada de la recepción del sacramento, pero basta como disposición para recibirlo.

Se llama imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino de algún otro motivo sobrenatural como el temor al infierno.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el penitente de atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del sacramento. De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza del perdón, como enseña la Iglesia.

Por tanto, estas dos clases de contrición difieren por razón de su motivo y de sus efectos:

Por razón de su motivo, porque la perfecta es fruto de una ardiente caridad hacia Dios ofendido, y la imperfecta viene determinada por un motivo distinto del amor.

Por razón de sus efectos, porque la perfecta justifica al pecador antes de la confesión, con tal de que se tenga el deseo de hacer lo que Dios ha ordenado y, por tanto, también el deseo de confesarse. La imperfecta, en cambio, basta para obtener el perdón en el sacramento, pero no fuera de él.

Ante esta verdad, alguien podría preguntarse: ‘Si con la contrición perfecta se perdonan los pecados, ¿cuál es la razón de confesarlos?’. La razón es que ese tipo de contrición presupone el deseo de confesarlos: sería contradictorio un dolor perfecto de los pecados unido al rechazo del precepto divino de confesarlos al sacerdote. Además, su efectiva confesión también es necesaria porque nadie puede estar completamente seguro de que su contrición es absolutamente perfecta.

Con todo lo dicho, se entiende que quien muriese en pecado grave, habiendo hecho un acto de contrición imperfecta pero sin haber recibido la absolución, no puede salvarse. En cambio, la contrición perfecta, unida al deseo de confesarse en cuanto sea posible, es suficiente para obtener el perdón. Quien ama a Dios de modo que detesta profundamente el pecado, no puede condenarse. Si alguno muriese sin haber podido recibir ningún sacramento, pero teniendo contrición perfecta, obtendría el cielo.

Es por ello de gran utilidad dolerse con frecuencia de los pecados; la conciencia se hace más sensible de las ofensas a Dios, y se esforzar por repararlos, preparando mejor la confesión, viviendo con más confianza en Dios y luchando por evitarlos.

B. Confesión

La acusación de los propios pecados constituye el segundo acto que debe realizar el penitente. Este deber viene implícito en las palabras de Cristo: “…A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos” (Jn. 20, 22-23). Para poder emitir un juicio acertado -perdonar o retener-, el sacerdote debe conocer el estado del penitente, lo cual no es posible si éste no declara sus pecados y sus disposiciones, a través de la confesión.

La confesión de todos los pecados cometidos después del bautismo, con objeto de obtener de Dios el perdón, a través de la absolución del sacerdote, no se puede reducir a un intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, que es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que perdona (Juan Pablo II, Exhor. Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31).

Es, en efecto, un requisito establecido por el mismo Dios la manifestación o confesión de los pecados por parte del penitente, para que el ministro conozca la causa y pueda dictar sentencia.
El difundido error de considerar que basta la contrición para obtener el perdón de los pecados, nos lleva a estudiar más detenidamente la necesidad de acusar ante el sacerdote todos los pecados mortales.

Es usual oír expresiones como éstas: ‘Si ya estoy arrepentido, ¿para qué me confieso?’; o bien, ‘yo me confieso sólo ante Dios’, etc., que manifiestan confusión de ideas y profunda ignorancia.

El Magisterio de la Iglesia declaró solemnemente en el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales, sea anatema” (Dz. 917).

La claridad de esta formulación viene dada por la misma institución divina: Jesucristo confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados (cfr. Jn. 20, 21-23); como esa potestad no pueden ejercitarla sus ministros de forma arbitraria, es evidente que necesitan conocer las causas sobre las que debe emitirse el juicio que eso es la confesión, y esto no de modo general sino con detalle y precisión (cfr. S. Th. III, q. 6).
La acusación de los pecados debe reunir dos características: ha de ser sincera e íntegra.

a) Sinceridad

La confesión es sincera cuando se manifiestan los pecados como la conciencia los muestra sin omitirlos, disminuirlos, aumentarlos o variarlos.

Omitir a sabiendas un pecado grave todavía no confesado, hace inválida la confesión (es decir, no quedan perdonados los pecados ahí confesados), y se comete, además, un grave sacrilegio. Esto mismo se aplica al hecho de omitir voluntariamente circunstancias que mudan la especie del pecado.

Los pecados no confesados por olvido o por ignorancia invencible no invalidan la confesión, y quedan implícitamente perdonados, pero han de ser acusados en la siguiente confesión si el penitente es consciente de ellos posteriormente.

Enseña el Magisterio de la Iglesia (cfr. Instrucción de la Sagrada Penitenciaría del 25-III-1944, nn. 4-5) que no debe admitirse ninguna inquietud si, después de la confesión y de haber hecho el conveniente examen de conciencia, se reparase en el olvido de algún pecado grave. Sin embargo, estos pecados recordados más tarde, deben manifestarse en la siguiente confesión que se realice.
Para lograr que la confesión sea sincera, ya desde el momento mismo de su preparación a través del examen, ha de tenerse en cuenta que la acusación de los pecados debe ser natural, sencilla, clara y completa, como recomienda el Catecismo Romano (cfr. II, V, 50):

Natural: conviene emplear pocas palabras, las justas, a fin de decir con humildad lo que culpablemente hemos hecho y omitido;

Sencilla: no divagar, ni perderse en generalidades y detalles superfluos, señalando dónde radicó nuestra voluntad de pecar;

Clara: sin manifestar circunstancias innecesarias, guardando la oportuna modestia en el modo de hablar, pero permitiendo que el sacerdote entienda bien el pecado cometido;

Completa: abarcando todos y cada uno de los pecados mortales cometidos desde la última confesión bien hecha.

b) Integridad

Como ya dijimos, el sacramento de la penitencia tiene la estructura de un juicio, y el confesor -en su función de juez- necesita conocer todos los datos pertinentes para emitir la sentencia y determinar la pena. Por eso, la confesión de los pecados ha de ser integra: esto es, debe abarcar todos los pecados mortales no confesados desde la última confesión bien hecha, con su número y con las circunstancias que modifican la especie. Veremos ahora con más detenimiento cada uno de los elementos necesarios para la integridad de la confesión.

b.1) Se deben confesar todos los pecados mortales, y el número de veces que se cometieron. Por tanto, la acusación abarca necesariamente todos y cada uno de los pecados mortales cometidos después del bautismo que no han sido perdonados anteriormente; de ahí que se hable de materia necesaria, porque su omisión culpable haría inválido el sacramento.

Quedan, pues, exceptuados de la obligación de confesarlos, los pecados veniales, y se exceptúan igualmente los pecados dudosos. En el caso de los pecados dudosos la actitud más aconsejable, no tratándose de escrupulosos, es la de confesarlos como dudosos: al someter su conciencia al juicio del confesor, manifiestan eficazmente su deseo de cumplir con la voluntad de Cristo al instituir, como imprescindible, la integridad de la confesión.
Es importante que la integridad de la confesión quede asegurada a través del examen de conciencia hecho con una diligencia proporcionada al número y gravedad de las culpas, y al tiempo transcurrido desde la última confesión.

b.2) Se deben confesar los pecados mortales según su especie moral ínfima. Como se estudió en el ‘Curso de Teología Moral’ (cfr. 5.1.2), los pecados se distinguen por su especie o naturaleza. Para la integridad de la confesión, ha de declararse la ‘especie moral ínfima’, es decir, el pecado ha de ser expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en especies distintas.
No basta, por tanto, acusarse de modo genérico de un pecado contra alguna virtud, p. ej., contra la justicia o contra la caridad, ya que contra la justicia puede pecarse por calumnia o por hurto, y contra la caridad por escándalo, por envidia, por juicio temerario, por odio, etc.

La confesión, pues, debe hacerse con claridad y exactitud, explicando la especie o clase de pecado, su número y, como veremos enseguida, las circunstancias que puedan modificar su gravedad, como el lugar, el fin, etc.

b.3) Se deben confesar los pecados mortales y las circunstancias que cambian la especie del pecado o su gravedad. Este tema quedó ya explicado al estudiar que la moralidad de los actos humanos viene dada por el objeto, el fin y las circunstancias (cfr. ‘Curso de Teología Moral’, cap. 2).

Cabe aclarar que los pecados han de ser indicados, no descritos: señalar qué se hizo, no cómo, a menos de que el modo de hacerlo añada alguna consideración moral (p. ej., si al robar se empleó la violencia, porque entonces el hurto se transforma en rapiña, y se añade nueva gravedad).

La confesión numérica y específica de los pecados mortales y de las circunstancias que pueden haber cambiado su calificación moral, es un medio prácticamente insustituible, para que la conciencia de un cristiano se forme cada vez mejor. Se evitan los escrúpulos, pues el alma cuenta con la ayuda del sacerdote pata distinguir lo que es pecado de lo que no lo es, y se reciben las orientaciones y los consejos oportunos de acuerdo con la situación y condiciones personales.

No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor: es Dios mismo quien escucha, aconseja o perdona.

b.4) La integridad de la confesión puede disculparse en caso de imposibilidad física (p. ej., si el penitente está privado de los sentidos, en caso de mudez, en peligro de muerte y por falta de tiempo, por desconocimiento del idioma e imposibilidad de encontrar un confesor que hable la misma lengua, etc.) o de imposibilidad moral (p. ej., si el penitente está gravemente enfermo y no puede confesarse íntegramente sin daño para su salud, en caso de escrúpulos, etc.).

b.5) Es materia suficiente de la confesión la que permite recibir válidamente la absolución: cualquier pecado ciertamente cometido, mortal o venial, aunque ya haya sido perdonado: siempre es posible actualizar la contrición y, ordinariamente, queda parte de la pena temporal, que puede disminuirse a través del nuevo acto de dolor expresado en la confesión.

b.6) La materia libre de la confesión es decir, no obligatoria la constituyen todos los pecados mortales ya perdonados anteriormente, y los pecados veniales, confesados o no. Cuando una persona no encuentra pecados mortales, hace muy bien en no diferir la confesión: además de los defectos e imperfecciones que tiene, conviene acusarse de algún pecado mortal de la vida pasada, ya perdonado, o de faltas cometidas contra una determinada virtud o precepto del decálogo.

C. Satisfacción

La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas del purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el débito de pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la atenuación de esa pena.

Por tanto, la confesión oral de los pecados no termina el acto sacramental en lo que al penitente se refiere. Pertenece a la sustancia de sus disposiciones el aceptar la satisfacción impuesta por el confesor para resarcir a la justicia divina; esas obras satisfactorias adquieren valor sobrenatural porque se insertan en la eficacia del sacramento.

Es éste el tercero de los actos del penitente, y su efectivo cumplimiento -cuanto antes, mejor- tiene eficacia reparadora en virtud del sacramento mismo, aunque mayor o menor según las disposiciones personales. Antiguamente las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy benignas. Podrían ser proporcionadas a la gravedad de los pecados, pero en la práctica el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.

La satisfacción puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar (Catecismo, n. 1460).

c.1) Normalmente, el confesor deberá imponer la penitencia antes de la absolución. El objeto y la cuantía de la penitencia deberán acomodarse a las circunstancias del penitente, de modo que repare el daño causado y sea curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.

Conviene, por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio oportuno al pecado cometido, y que ayude, de alguna manera, a la renovación de la vida.

Sobre la cuantía de la pena impuesta no hay reglas fijas. La práctica pastoral y el derecho de la Iglesia determinan que guarde cierta proporción en relación con número y el tipo de pecados cometidos. En consecuencia, los pecados graves requieren una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un Rosario completo, ayunar un día, etc..-

Sin embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su habitual alejamiento de la vida cristiana o la intensa contrición de los pecados, aconseja que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el confesor puede cumplir él mismo la parte de la penitencia que debería imponer al penitente.

c.2) El penitente ha de aceptar la penitencia que razonablemente le impone el confesor, y después cumplirla. Si considera que es difícil de cumplir, debe manifestarlo antes de recibir la absolución, para que el confesor, si lo juzga prudente, la conmute.

El cumplimiento de la satisfacción impuesta obliga gravemente al penitente:

si se trata de una penitencia por los pecados mortales no perdonados en anteriores confesiones;

si la materia de la penitencia es grave en sí misma: p. ej., oír Misa un día de precepto;

si el confesor obliga gravemente al penitente con la satisfacción que le impuso.

Cuando el sacerdote no determina con exactitud el tiempo del cumplimiento de la penitencia, se aconseja cumplirla cuanto antes, para evitar que se olvide.

5.3.2 La forma

La forma del sacramento de la penitencia son las palabras de la absolución (verdad de fe definida por el Concilio de Trento: cfr. Dz. 896), que el sacerdote pronuncia luego de la confesión de los pecados y de haber impuesto la penitencia. Esas palabras son: Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Como los sacramentos producen lo que significan, estas palabras manifiestan que el penitente queda libre de los pecados.

Estudiaremos a continuación dos incisos relacionados con la forma sacramental: el rito y las absoluciones colectivas.

A. El rito sacramental

El rito del sacramento incluye también otras oraciones que, sin formar parte esencialmente de la forma, muestran el profundo sentido de la penitencia y facilitan la contrición y el propósito de enmienda; por eso pueden ser objeto de algunas modificaciones, a diferencia de las palabras esenciales de la forma, que no las admite.

Hay tres ritos de celebración de este sacramento:

rito para reconciliar a un solo penitente, con confesión y absolución individual;

rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual;

rito pata reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución colectiva (trataremos con detalle este rito en el inciso B).

En cualquiera de estos tres ritos, debe recordarse que la confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia (Catecismo, n. 1484).

B. La absolución colectiva

La Iglesia enseña al respecto que:

“En caso de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general” (Catecismo, n. 1483).

Aclara a continuación que semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados en el debido tiempo. Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la obsolución general. Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave (Id.).

El abuso sobre esta materia atenta contra el precepto divino de la confesión individual, y es preciso valorarlo bien en cada caso; p. ej.:

si realmente existen las circunstancias excepcionales de imposibilidad física o moral de confesarse individualmente, y si hay grave necesidad de recibir la absolución, pero el sacerdote no cuenta con el permiso del Obispo del lugar y, pudiendo hacerlo, no lo consulta, el sacerdote absolvería ilícitamente, pero la absolución sería válida porque los penitentes ignoran que el sacerdote no tiene autorización; si no existieran las circunstancias de imposibilidad y de grave necesidad, el ministro actúa ilícitamente y la absolución sería inválida, pues en los penitentes falta la materia necesaria para el sacramento (cfr. Normas pastorales sobre la absolución sacramental general, 16-VI-1972, de la S. C. de la Fe, n. XIII).

Cuando se dan las condiciones para perdonar los pecados de esta manera, al desaparecer la imposibilidad física o moral para confesarse de modo auricular y secreto, los pecados perdonados de este modo han de ser confesados individualmente. Por eso la Iglesia siempre insiste en que la acusación o confesión personal, y la absolución individual es, por ley divina, el único modo ordinario.

Los recordaba recientemente Juan Pablo II, al afirmar que la enseñanza inalterada que la Iglesia ha recibido de la m s antigua Tradición, y la ley con la que ella ha codificado la antigua praxis penitencial…, es que la confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia (Exhor. apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 33).

A través de la lícita absolución general, el penitente obtiene el perdón de los pecados que no ha confesado personalmente al sacerdote, sólo si:

– tiene arrepentimiento y propósito de no pecar,

– de reparar los daños y el escándalo causados,

– y está dispuesto a hacer la confesión individual de los pecados así absueltos a su debido tiempo; es decir, en la primera confesión que haga.

Además, ha de tener también en cuenta que mientras no se confiese individualmente, no puede recibir otra absolución colectiva, y que hay obligación de confesarse privadamente al menos una vez al año.

5.4 EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

“Si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que ha cometido, y observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia, tendrá vida verdadera, y no morir eternamente; de todas las maldades que haya cometido, yo no me acordar‚ más” (Ez. 18, 21).

Es muy triste la condición del alma después del pecado mortal: poseía la gracia sobrenatural y la amistad de Dios; se encaminaba al cielo y tenía el tesoro de los méritos obtenidos por sus obras buenas: todo eso lo ha perdido por el pecado mortal. Sin embargo, mediante la virtud y el sacramento de la penitencia, el alma consigue la absolución de sus pecados, y todo lo que había perdido le es restituido.

La reconciliación trae al alma un maravilloso caudal de bienes:

1. Infunde en el alma la gracia santificante (o la aumenta, si ya se poseía), devolviendo la amistad con Dios.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.

Consideremos ahora en particular cada uno de estos efectos.

5.4.1 Infusión de la gracia santificante

La penitencia infunde en el alma la gracia santificante que se había perdido con el pecado. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Catecismo, n. 1468).

Se trata, por tanto, de una verdadera reconciliación interior con Dios, y no de una mera imputación externa de los pecados por parte del Señor, como erróneamente afirmaba Lutero. Este proceso se llama justificación.

A través del sacramento de la penitencia, el hombre deja de ser injusto y enemigo, y es hecho justo y amigo de Dios. Lutero se apartó de la fe de la Iglesia, que enseñó en el Concilio de Trento que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y de los dones; de donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna. (Dz. 799).

5.4.2 Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal, en todo o en parte

Al infundirse la gracia desaparece el pecado mortal, pues no es posible el consorcio de ambas realidades: la una excluye necesariamente la otra. Se perdonan, asimismo, los pecados veniales confesados.

Señala Santo Tomás de Aquino que, “cuando se perdona la culpa a través de la gracia, desaparece la aversión del alma a Dios y consecuentemente, el reato de pena eterna; aunque puede quedar algún reato de pena temporal” (S. Th. III, q. 86, a. 4).

En todo pecado se puede distinguir:

la culpa, que es la mancha que queda en el alma después del pecado;

la pena, que es el castigo que se merece al haber pecado.

A través de la confesión se perdona la culpa, borrándose eficazmente todo pecado, mortal o venial, pero no sucede lo mismo con la pena:

la pena que es eterna a causa del pecado mortal, se cambia en pena temporal;

la pena que es temporal por ser el castigo del pecado venial, se perdona sólo en parte, a la medida del dolor del penitente, es decir, de sus personales disposiciones (actuación ex opere operantis).

Por tanto, al que había cometido pecado mortal, se le abren de nuevo las puertas del cielo, conmutándose la pena eterna en temporal. Se disminuye también la pena temporal debida por los pecados veniales y por los pecados mortales ya perdonados, más o menos según las disposiciones del alma.

5.4.3 Restituye las virtudes y los méritos

Como una consecuencia de la reconciliación del alma con Dios a través de la gracia, le son restituidas por este sacramento las virtudes infusas perdidas -teologales y morales-, y los méritos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado mortal; o bien se le aumentan, si no había cometido pecado mortal, sino solamente pecados veniales.

5.4.4 Confiere la gracia sacramental específica

La confesión produce la gracia santificante y borra los pecados, como ya hemos dicho, aunque no borra del todo las huellas que el pecado deja en el alma: el apegamiento desordenado a las criaturas. Sin embargo, la gracia fortalece la voluntad, haciéndola más firme y decidida en su lucha contra las tentaciones.

La gracia sacramental es precisamente esta fortaleza que recibe el cristiano para la lucha interior, a fin de evitar los pecados en lo sucesivo, especialmente aquellos de los que se acusa, ya que con la recepción frecuente de este sacramento se robustece toda la vida espiritual.

La gracia sacramental específica es precisamente una gracia para no recaer en los pecados acusados. El penitente recibe de Dios como remedios preventivos, contra las sucesivas recaídas en esas faltas.

Por el contrario, cuando no se acude a este remedio saludable de la penitencia, resulta más fácil que las dificultades en que se debate el alma lleguen a apagar o debilitar extraordinariamente incluso la luz de la fe. El alma que no procura salir del pecado con facilidad acaba por negar los fundamentos mismos de la ley moral, tratando así de justificar, más o menos conscientemente, su actuación.

5.4.5 Reconcilia con la Iglesia

El pecado, siendo esencialmente personal, daña también a la Iglesia, por lo que el pecador tiene una responsabilidad ante ella: El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (Catecismo, n. 1469).

En este sentido se puede hablar de pecado social, ya que el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta señala Juan Pablo II la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que ‘toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero (Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 16).

5.5 NECESIDAD DE LA CONFESIÓN

Para los que han caído en pecado mortal después del bautismo, el sacramento de la penitencia es tan necesaria como lo es el bautismo para los no regenerados.

¿No bastaría -“se preguntan algunos”- una oración al Señor que le manifestara nuestro arrepentimiento? Habría que responder que no es suficiente, porque el Señor entregó a los Apóstoles -y a sus sucesores- el poder y la responsabilidad de discernir sobre la sinceridad del arrepentimiento; sin duda que esa disposición interna de dolor que se manifiesta en la oración es la más importante: pero es a la Iglesia, comunidad visible, a quien Cristo entregó la potestad de perdonar los pecados, en la persona de sus Pastores: “Cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo” (Mt. 18, 18).

Es una verdad de fe definida que, para lograr la salvación, tienen necesidad de este sacramento todos los que hubieren caído en pecado mortal después de recibido el bautismo (Concilio de Trento, cfr. Dz. 895).

Resulta, pues, condición imprescindible para salvarse, hecha la única excepción quien muere luego de un acto de contrición perfecta sin haber podido recibir el sacramento (cfr. 5.3.1, A, c).
Precisamente para facilitar a los fieles el precepto divino de confesar los pecados en orden a obtener el perdón, la Iglesia establece la ley que obliga a confesarse al menos una vez al año a partir de la edad en que se comienza a tener uso de razón (cfr. CIC, c. 989; vid también Dz. 437, 918 y 2137).

Este mandamiento de la Iglesia se refiere sólo a los pecados mortales. El precepto no se cumple con una confesión sacrílega o voluntariamente mala (ver ‘Curso de Teología Moral’, cap. 18).

A. Para el perdón de los pecados mortales

Los bautizados que han cometido algún pecado mortal -como hemos dicho ya- necesitan confesarse para obtener el perdón divino. Es una necesidad de derecho divino impuesta por Dios mismo, que ha querido vincular el perdón de esos pecados a este sacramento: A quienes perdonareis los pecados les ser n perdonados (Jn. 20, 23).

Si no es posible acercarse al sacramento, puede alcanzarse el perdón de los pecados con un acto de contrición perfecta que incluye el deseo de confesarse cuanto antes. Sin el deseo de confesarse sería imposible que el pecador tuviera contrición perfecta, porque éste es el camino expresamente querido por Jesucristo para conceder el perdón.

Esta confesión debe abarcar todos y cada uno de los pecados mortales no confesados, que se recuerden después de haber hecho un diligente examen (cfr. 5.3.1, B.b), y es necesaria hacerla antes de acercarse a recibir la Comunión.

El Concilio de Trento declara que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental (Dz. 880).

Juan Pablo II lo decía recientemente: Es necesario recordar que la Iglesia, guiada por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de haber obtenido el perdón de Dios (Exhort. apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 27).

El Código de Derecho Canónico lo prescribe explícitamente: Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (c. 196).

En este sentido, y sin prejuzgar, la Iglesia aconseja que los niños en edad de razón reciban el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera comunión (S. C. para la Disciplina de los Sacramentos, Decl. de praemittendo sacramento Paenitentiae primae puerorum Communionis, 24-V-1973).

Sería un error pensar que, al comienzo del uso de razón no se pueden cometer pecados mortales y que no hace falta la confesión. Como también lo sería pensar que, estando en pecado mortal y en circunstancias normales, basta un acto de contrición para acercarse a comulgar: hacerlo así, es sacrilegio, es decir, el pecado de hacer mal uso de una cosa sagrada.

B. Perdón de los pecados veniales

Los pecados veniales se pueden perdonar de muchas maneras, y no es necesario confesarlos, aunque puede hacerse y de hecho es muy útil.

Son tan grandes los efectos saludables de la confesión (ver 5.7.2), que la Iglesia exhorta vivamente a todos a acudir a ella con frecuencia: la práctica de acudir al sacramento de la Reconciliación no puede reducirse a la sola hipótesis de pecado grave: aparte de las consideraciones de orden dogmático que se podrían hacer a este respecto, recordemos que la confesión renovada periódicamente, llamada de devoción, siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad (Juan Pablo II, A las S. P. Ap. y a los penitenciarios de las Basílicas Patriarcales romanas, 30-I-1981, m, n).

Este tema se trata con m s amplitud en el inciso 5.7.2.

5.6 EL MINISTRO DEL SACRAMENTO

Un día, en Cafarnaúm, se agolpaba la gente en la casa donde estaba Jesús: Vinieron unos trayéndole un paralítico que llevaban entre cuatro. No pudiendo presentárselo a causa de la muchedumbre, descubrieron la terraza por donde El estaba, y hecha una abertura, descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús su fe, dijo al paralítico: tus pecados te son perdonados (Mc. 2, 3-6). Los escribas se asombraron ante esta afirmación: ¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? (Ib. 2, 7-8). Y como dando la razón a aquellos hombres, Jesús manifestó su divinidad curando inmediatamente a aquel paralítico.

La Iglesia enseña que la potestad de perdonar los pecados -propia de Dios: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”- fue entregada por Cristo a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores en el sacerdocio; de tal manera que, sin la intervención de los sacerdotes, no es posible obtener el perdón en el sacramento de la penitencia.

“Sólo el sacerdote es ministro del sacramento de la penitencia” (CIC, c. 965). Es una verdad de fe definida en el Concilio de Trento contra Lutero, que afirmaba en todo bautizado la capacidad de absolver pecados (cfr. Dz. 920, 670, 753).

Cristo prometió sólo a los Apóstoles el poder de perdonar (cfr. Mt. 18, 18), y tan sólo a ellos confirió tal potestad (cfr. Jn. 20, 23). De los Apóstoles pasó este poder a sus sucesores en el sacerdocio, continuándose así la obra salvadora.

La esencia misma de la institución jerárquica de la Iglesia, exige que no todos los fieles sin distinción posean el poder judicial de absolver, sino que únicamente lo tengan los miembros de la jerarquía.

Muy importante es, pues, el papel del sacerdote, aunque él dicta la sentencia en nombre y con la autoridad de Cristo. De hecho es el mismo Jesucristo -representado por el sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si el penitente está bien dispuesto.

Sirviéndose del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien absuelve, para garantizar que la gracia, cuyo cauce ordinario son los sacramentos, llegue con seguridad a las almas, con tal de que están bien dispuestas y exista verdaderamente el sacramento.

5.6.1 Requisitos para administrar el sacramento de la penitencia

El Concilio de Trento calificó de falsas y totalmente ajenas a la verdad del Evangelio, las doctrinas que afirmaban que los obispos y los sacerdotes no son los ministros exclusivos del sacramento de la penitencia (cfr. Dz. 1684 y 1710).

Sin embargo, para absolver válidamente los pecados se requiere que el ministro, además de la potestad de orden es decir, haber sido ordenado válidamente, tenga facultad de ejercerla sobre los fieles a quienes da la absolución (CIC, c. 966).

Por tanto, el carácter sacerdotal es necesario pero no suficiente para administrar este sacramento. Esa facultad de ejercer la potestad recibida en la Ordenación para la absolución de los pecados que también es necesaria, la recibe el sacerdote:

ipso iure, es decir, en virtud del oficio: p. ej., el Papa, los Cardenales y los Obispos, los canónigos penitenciarios y los párrocos;

por concesión de la autoridad competente. Son competentes para otorgar al sacerdote esa facultad el Ordinario, y los superiores de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica (cfr. CIC, c. 969).

La potestad de orden es necesaria porque Cristo, Autor de todos los sacramentos, quiso que la penitencia sólo pudieran administrarla los sacerdotes. Se requiere, además, la facultad de ejercerla, porque este sacramento es a la vez un juicio, también por institución divina; y en todo juicio se requiere que el juez tenga facultad de juzgar al acusado o, en otras palabras, que el acusado sea por algún motivo súbdito del juez.

En peligro de muerte todo sacerdote puede absolver válida y lícitamente a cualquier penitente de cualquier pecado y censura (cfr. CIC, c. 976). Incluso a un sacerdote excomulgado, al que está prohibido celebrar sacramentos, se le suspende la prohibición en este caso (cfr. CIC, c. 1335).

5.6.2 Lugar y sede para oír las confesiones

El lugar propio para administrar el sacramento de la penitencia es la iglesia o el oratorio (cfr. CIC, c. 964 & 1); la razón de este precepto está en el carácter sacro que tiene la confesión que, al ser también una acción eclesial, aconseja para su administración un lugar sagrado.

Respecto a la sede confesional, el CIC confiere la facultad de dar las normas oportunas a las Conferencias Episcopales. Esta facultad, sin embargo, está unida al precepto según el cual debe haber, en un lugar patente, un confesionario provisto de rejilla fija (cfr. CIC, c. 964 & 2).

Esta rejilla sirve para salvaguardar la necesaria discreción, y para garantizar el derecho de todos los fieles a confesar sus pecados sin que tengan que revelar necesariamente su identidad personal.

Si no hay una causa justa, no se deben oír confesiones fuera del confesionario (cfr. CIC, c. 964 & 3).

Quizá alguna persona pueda manifestar extrañeza ante esta práctica de la Iglesia; sin embargo, hay profundas razones para actuar de esa manera, como lo confirma la experiencia multisecular: la principal de ellas es ver el confesionario como una prolongación del sigilo sacramental que permite la custodia de la intimidad de los penitentes; pero también hay otras razones de prudencia. El confesionario es, en efecto, un medio necesario para mantener el carácter sobrenatural de la confesión: un encuentro personal con Dios en el que el sacerdote es sólo un instrumento, que debe evitar convertirse en un obstáculo para las almas.

5.6.3 Obligaciones del confesor

A. Preparación necesaria

a) Ciencia

El confesor debe tener la ciencia suficiente para resolver los casos más corrientes, y para dudar prudentemente de los casos m s difíciles y complicados.

Por eso, ha de continuar sus estudios, repasar con frecuencia las disposiciones de la Iglesia y consultar a salvo siempre el sigilo sacramental a sacerdotes más doctos y con mayor experiencia, cuando el caso lo requiera.

b) Prudencia

La prudencia del confesor se manifiesta, sobre todo, en el modo de interrogar, al emitir juicios sobre algunas situaciones o circunstancias del penitente, al sugerir remedios, al aconsejar y al imponer la necesaria satisfacción.

La naturaleza judicial de este sacramento implica la obligación del confesor de interrogar al penitente -cuando y en la medida en que lo considere necesario-, para asegurar la integridad de la confesión (cfr. 5.3.1, B.b).

Cuando es necesario interrogar, sobre todo tratándose de determinadas materias, la Iglesia aconseja al sacerdote especial discreción (cfr. CIC, c. 979).

c) Santidad

Lógicamente para que el sacerdote sea juez y médico, ministro de justicia y a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la salud de las almas (cfr. CIC, c. 978), debe tener una profunda vida interior, celo apostólico, paciencia, gran fortaleza y guarda del corazón.

B. Obligación de oír confesiones

“Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera razonable” (cfr. CIC, c. 986; Catecismo, n. 1464).

El don de la salvación y del perdón ofrecidos en este sacramento es un acto gratuito de la misericordia divina, y en este sentido no se puede hablar de un derecho de los fieles a recibirlo. Pero Cristo ha confiado este don salvífico a la jerarquía, convirtiéndola en su dispensadora, y es aquí donde surge el derecho del fiel y el correlativo deber de los obispos y sacerdotes de hacerlo posible.
Por eso, en caso de necesidad todo confesor est obligado a confesar a quien lo requiera (cfr. CIC, c. 968 & 2).

El Concilio Vaticano II recuerda que los sacerdotes han de estar dispuestos siempre y absolutamente -sin condiciones- a oír las confesiones de los fieles (cfr. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 13).
C. Actitudes al administrar el sacramento (cfr. Catecismo, no. 1465 y 1466)

En la confesión los sacerdotes han de:

a) Enseñar, no sólo las verdades necesarias para recibir dignamente el sacramento, sino también todas aquellas que pertenecen a la contrición, propósito, confesión y satisfacción. Muchas veces deberán también instruir sobre los deberes del propio estado y aclarar, en los casos en que sea necesario, los verdaderos preceptos de la ley de Dios.

b) Amonestar, es decir, animar a la rectificación de la vida y, siempre que sea preciso, a la restitución y a evitar las ocasiones graves de pecado.

c) Como también es médico, debe curar las enfermedades del alma, sugiriendo los remedios oportunos para cada situación.

d) En algunos casos, podría verse en la necesidad de denegar la absolución a quienes no tienen las debidas disposiciones (p. ej., por no querer evitar las ocasiones graves de pecado, o por no querer restituir) o no son capaces (p. ej., por no estar bautizados o estar ya muertos). O bien de diferirla por un breve tiempo para fomentar las debidas disposiciones en el penitente.

No hay que olvidar, sin embargo, que no debe negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser absuelto (CIC, c. 980).

D. El sigilo sacramental

“Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas” (cfr. CIC, c. 1388).

Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo sacramental, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda sellado por el sacramento (Catecismo, n. 1467).

No hay motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor a confesarse, ya que el sacerdote guarda fidelísimamente esa grave obligación. Son materia del sigilio sacramental: los pecados confesados y todo cuanto a ellos se refiere, con las circunstancias que se hayan declarado al confesarlos.

5.6.4 Modo de actuar en algunos casos concretos

A. Los ocasionarios

Se les llama así a quienes se encuentran habitualmente en ocasión de pecar, entendiendo la ocasión como algo extrínseco que incita al pecado o lo facilita. Como regla general, se pueden establecer tres principios en relación a los ocasionarios:

1. No se les debe negar la absolución si se trata de una ocasión remota, es decir, de leve peligro de pecar.
2. No se les debe negar la absolución si se encuentran en una ocasión próxima necesaria, siempre que están realmente arrepentidos y dispuestos a poner los medios que el confesor les aconseje.

3. Habría que negarles la absolución cuando se resisten a alejar la ocasión voluntaria, próxima y contra de pecado grave, porque en ese caso no habría un sincero propósito de enmienda.

B. Los habituados y los reincidentes

Se llama habituados a quienes han contraído un determinado hábito de pecar, por lo que resulta lógico pensar que ese hábito les llevará a recaer en el mismo pecado poco después de confesarse. Son reincidentes quienes se han confesado una o m s veces del mismo pecado, y sin embargo vuelven a caer en él. La diferencia, en realidad, es que el habituado se acusa por primera vez de su vicio.

Los habituados, en general, pueden y deben ser absueltos si están arrepentidos y con sinceros propósitos de poner los medios para desarraigar el mal hábito contraído.

Los reincidentes pueden ser absueltos cuando dan signos de verdadera contrición: p. ej., diligencia en huir de las ocasiones, continuo recurso a los medios sobrenaturales, voluntad firme de evitar los pecados, etc.

5.7 SUJETO DEL SACRAMENTO

El sujeto de este sacramento es todo bautizado que haya cometido algún pecado, mortal o venial (De fe definida en el Concilio de Trento: cfr. Dz. 911 y 917). Basta, por tanto, cualquier acción que tenga realidad de pecado, y no bastan, en cambio, otras acciones que no fueran al menos pecado venial, porque en ese caso propiamente no habría materia en el sacramento (p. ej., imperfecciones, descuidos, etc.).

Debe ser una persona bautizada porque el bautismo es la puerta de entrada a la Iglesia; si no lo hubiera recibido, esa persona no es apta para los otros sacramentos.

Y como, además, es necesario haber cometido algún pecado, mortal o venial, un fiel cristiano puede ser sujeto de este sacramento desde el uso de razón, cuando ya es capaz de responder de sus propios actos libres.

5.7.1 Condiciones para una buena confesión

Son cinco: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.

a) Examen de conciencia

Primero, recordar y reconocer los propios pecados: es la tarea del examen de conciencia en la que, con la misma diligencia que pone un hombre en un negocio importante, se ha de revisar el comportamiento personal con valentía y sinceridad, de frente a las grandes exigencias del amor de Dios y del prójimo.

El examen es, pues, la diligente inquisición que el sujeto realiza acerca de los pecados que cometió desde la última confesión bien hecha. Su necesidad se explica por la naturaleza misma del sacramento: han de ser presentadas ante el tribunal de Dios todas las faltas en que se ha incurrido, pues se trata de emitir un juicio. Esta necesidad está declarara expresamente en el Concilio de Trento (cfr. Dz. 900 y 917).

La diligencia en el examen ha de ser proporcionada al tiempo transcurrido del de la última confesión, y a las circunstancias de vida del sujeto. El confesor no sólo puede, sino que debe ayudar al penitente, en caso de que el examen realizado sea defectuoso.

Para que el examen est‚ bien hecho, se ha de inquirir:

sobre el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia;

sobre las obligaciones del propio estado: de hijo, de padre, de esposo, de estudiante, de empleado, de profesionista, etc.;
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.

Cuando se ha de hacer una confesión general (cfr. 5.7.3), ayuda mucho tener a la vista un ‘elenco’ o ‘catálogo’ de pecados que suelen encontrarse en los devocionarios.

También es necesario averiguar -y después confesar- el número de los pecados mortales cometidos, y las circunstancias que mudan la especie del pecado (cfr. CIC, c. 988).

b) Dolor de los pecados y propósito de enmienda

En segundo lugar, hemos de dolernos de nuestras faltas: es el arrepentimiento o, mejor aún, la contrición. Este dolor del alma por haber ofendido a Dios es lo más importante para la reconciliación sacramental.

No es necesario que sea sensible, pero sí se ha de procurar que la contrición tenga como motivo el haber ofendido a Dios, Bondad infinita, digno de ser amado sobre todas las cosas.

Luego, hay que tomar la decisión de ‘levantarse’, como el hijo pródigo: es el propósito de enmienda que, de hecho, está ya incluido en el dolor de contrición, pero conviene hacerlo explícito. Es decir, hace falta la firme resolución de no volver a cometer nuestras faltas, aunque la debilidad de la naturaleza humana no nos permita tener la certeza de no reincidir en ellas (cfr. 5.3.1.A).

c) Acusarse de los pecados y cumplir la penitencia

Ya hablamos también de estos actos del penitente (cfr. 5.3.1. B y C), por lo que no es necesario detenernos nuevamente en ellos.

5.7.2 La confesión frecuente

Respecto a la llamada confesión de devoción, importa recordar que el sacramento de la penitencia no sólo es instrumento directo para destruir el pecado -aspecto negativo-, sino ejercicio precioso de virtud, expiación por el pecado, labor profunda de regeneración de las almas.

Precisamente por esto la práctica de acudir a la confesión no puede reducirse sólo a los pecados mortales. Si un alma lucha por evitar las faltas graves y comete sólo pecados leves, no por eso queda privada de los beneficios del sacramento, que le comunica las gracias específicas para vencer también los pecados veniales y las malas inclinaciones.

La Iglesia siempre ha recomendado la práctica de la confesión frecuente, como queda de manifiesto en las siguientes palabras del Papa Pío XII: Cierto que, como bien sabéis, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y loables maneras, pero para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido en la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo, con el que:

– aumenta el justo conocimiento propio,
– crece la humildad cristiana,
– se desarraigan las malas costumbres,
– se hace frente a la tibieza espiritual,
– se purifica la conciencia,
– se robustece la voluntad,
– se consigue una sana dirección de las conciencias,
– se aumenta la gracia sacrificante.

Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio a la confesión frecuente, que cometen una empresa extraña al espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo Místico de Nuestro Salvador (Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943).

En este sentido merece ser destacada la conveniencia de acudir ordinariamente al mismo confesor, porque aunque los fieles tienen plena libertad para confesarse con cualquier sacerdote que tenga la debida facultad (cfr. 5.6.1), redundar en bien del alma acudir a un sacerdote determinado que pueda proporcionar con solicitud los remedios más oportunos para un penitente concreto.

Cabe aclarar que los actos penitenciales colectivos, y también el reto del Yo confieso o Confiteor al inicio de la Misa, sirven sólo para fomentar la contrición, perdonar los pecados veniales y disponer al alma para asistir con más fruto al sacrificio eucarístico, pero no tienen ninguna eficacia en lo que se refiere a la remisión de los pecados mortales.

En relación a la confesión de los niños, San Pío X reprobó cualquier costumbre de no admitir a la confesión o de no absolver a los niños que hayan llegado al uso de razón (cfr. Decreto Quam singulari, 8-VIII-1910). Posteriormente, una declaración de las Sagradas Congregaciones para la disciplina de los Sacramentos y para el Clero (24-V-1973), volvió a recordar que hay que someterse a lo preceptuado por San Pío X.

5.7.3 La confesión general

Es aquella que se extiende a todos los pecados de la vida, o al menos a un periodo grande de tiempo.

En algunos casos es necesaria, porque conste que un penitente ha hecho anteriormente confesiones sacrílegas, al no haber acusado voluntariamente algún pecado mortal, o no haber tenido contrición.

Puede también aprovechar a quienes han decidido emprender con nuevos bríos el camino de la santidad, y desean renovar el dolor por los pecados pasados que quizá no valoraban suficientemente. Al proceder así pueden evitarse posibles complicaciones posteriores, o enredos del demonio sobre la sinceridad de esa decisión.

En general, por tanto, una confesión general será útil sólo si por medio de ella se busca una mayor contrición y un mejor conocimiento propio; pero si de ahí pueden originarse escrúpulos o ansiedad para el alma, la confesión general será nociva y, por tanto, desaconsejable.

5.8 LAS INDULGENCIAS

Leemos en el Evangelio que, en muchas ocasiones, Jesucristo perdonó a algunas personas las penas temporales, en atención a determinadas buenas obras (al buen ladrón, p. ej., le perdonó toda la pena: cfr. Lc. 23, 43). Este poder lo quiso dejar también a la Iglesia (cfr. Mt. 18, 18) que, en virtud de esa autoridad puede conceder indulgencias a los fieles que se encuentran bien dispuestos y cumplen determinadas condiciones.

Se trata, por tanto, de algo muy sobrenatural, que nos manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores, y est en consonancia con la fe católica sobre la importancia de las obras meritorias.

La indulgencia es la remisión de la pena temporal debida por los pecados, que la Iglesia concede, bajo ciertas condiciones, a quienes están en gracia (cfr. Paulo VI, Indulgentiarum doctrina, n. 1).

La doctrina de las indulgencias se fundamentan en la existencia del llamado Tesoro de la Iglesia, que está formado por las satisfacciones sobreabundantes de Jesucristo, de María Santísima y de los Santos (cfr. Cat. Mayor de S. Pío X, n. 798). Los m‚ritos sobrenaturales conseguidos por Cristo, junto con los de la Santísima Virgen y todos los santos, constituyen un tesoro que la Iglesia administra. Por medio de la indulgencias, la Iglesia distribuye ese tesoro a los fieles que todavía peregrinan en la tierra para que, en su propia utilidad o en favor de las ánimas del Purgatorio, se complete la satisfacción que debe pagarse por los pecados (cfr. Catecismo, nn. 1474 a 77).

Según la disciplina vigente de la Iglesia, hay dos tipos de indulgencia (cfr. CIC, c. 993):

1. Plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por los pecados;
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
La indulgencia se concede sólo a los fieles debidamente dispuestos. Estas disposiciones personales consisten, para la indulgencia plenaria, en:

1. El estado de gracia y exclusión de todo afecto al pecado, aun venial;

2. Realizar la obra prescrita con intención de lucrar la indulgencia;

3. Confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del Papa.

Este último requisito puede cumplirse varios días antes o después de la obra prescrita; conviene, sin embargo, que la comunión y la oración por el Sumo Pontífice se hagan el mismo día en que se práctica la obra (Indulgentiarum doctrina, Norma 8).

Para lucrar la indulgencia parcial se requiere:

1. El estado de gracia y el arrepentimiento.

2. La realización de la obra prescrita.

La indulgencia plenaria se convierte en parcial cuando falta la plena disposición o no se cumplen las tres condiciones establecidas.

Se indican algunas indulgencias para la Iglesia universal que los fieles pueden lucrar del modo establecido (cfr. Enchiridium indulgentiarum, Typis Polyglottis Vaticanis, 1968):

– rezo del Angelus o el Regina coeli: parcial;

– bendición papal Urbi et Orbi aun la recibida por el radio o por televisión: plenaria;

– una comunión espiritual: parcial;

– al menos tres días completos de retiro espiritual: plenaria;

– retiro mensual: parcial;

– rezo de las Letanías completas: parcial;

– rezo del Acordaos: parcial;

– uso de un objeto piadoso (p. ej., crucifijo, medalla, escapulario, rosario, etc.) bendecido por un sacerdote: parcial;

– oración mental: parcial;

– rezo del Santo Rosario en una iglesia, u oratorio o en familia: plenaria; en otro caso: parcial;

– lectura de la Sagrada Escritura; parcial, etc.

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