El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.
La
grandeza de la misericordia de Dios se pone particularmente de relieve ante la
consideración de la negatividad insondable del pecado. En efecto, la malicia
que supone el quebranto de la Voluntad divina por parte de la criatura, ofende
a la Majestad de Dios y alcanza por ello gravedad infinita. Sin embargo, es
Dios mismo quien ofrece su perdón, porque no desea la muerte del hombre sino
que se convierta de su camino y viva (Ez. 33, 11). Su inagotable misericordia
obra pacientemente con vosotros, no queriendo que algunos perezcan sino que
todos vengan a penitencia (I Pe. 3, 9).
Al
ofrecer su perdón, Dios pide a cambio una conversión en el interior del hombre,
un cambio de vida un retornar de nuevo hacia El: y es precisamente este
requerimiento divino lo que engloba el concepto de penitencia.
5.1 NOCIÓN DE
PENITENCIA
Etimológicamente,
penitencia viene del verbo latino poenitere = tener pena, dolerse,
arrepentirse. En teología se usa indistintamente el término para designar tanto
una virtud como un sacramento.
a) La penitencia, virtud moral (cfr. Catecismo, nn. 1430-2).
Como virtud, la
penitencia lleva al pecador:
a) a
arrepentirse de los pecados cometidos,
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
En el lenguaje común, al decir que alguien hace penitencia suele entenderse tan sólo la fase final de la virtud, es decir, el cumplimiento de las obras costosas impuestas como castigo. Esos sacrificios, sin embargo, no se entenderían al margen del motivo que los ocasiona: el arrepentimiento de acciones pecaminosas, que incluyen implícitamente la enmienda. Así, pues, la virtud de la penitencia en teología engloba causas y efectos, y no sólo las obras penitenciales.
b) a tener el propósito de no volver a cometerlos,
c) a imponerse por ellos el debido castigo o satisfacción.
En el lenguaje común, al decir que alguien hace penitencia suele entenderse tan sólo la fase final de la virtud, es decir, el cumplimiento de las obras costosas impuestas como castigo. Esos sacrificios, sin embargo, no se entenderían al margen del motivo que los ocasiona: el arrepentimiento de acciones pecaminosas, que incluyen implícitamente la enmienda. Así, pues, la virtud de la penitencia en teología engloba causas y efectos, y no sólo las obras penitenciales.
Lo propio
de esta virtud es el dolor del alma que se entristece por sus pecados, y que
tiene como motivo saber que son ofensas a Dios, y no, p. ej., los males que el
pecado suele acarrear (cfr. S. Th. III, q. 85, ad. 2, ad. 3). Por tanto, no
sería virtud la del ladrón que se arrepiente del hurto porque lo encarcelaron,
o porque fue golpeado, etc.
b) La penitencia como sacramento
Como sacramento, la penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.
Como sacramento, la penitencia o reconciliación es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.
Es ésta
una verdad de fe definida por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 911).
De
acuerdo a esta segunda acepción, el perdón de los pecados cometidos después del
Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la
conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación
(Catecismo, n. 1486).
El sacramento de la penitencia se
une íntimamente a la virtud de la penitencia, por dos razones:
lo.
Porque el sacramento de la penitencia requiere, como condición necesaria para
que sea válido, la virtud de la penitencia: no se daría el perdón de los
pecados en la confesión, si el pecador no estuviera arrepentido de haberlos
cometido.
2o.
Porque el verdadero arrepentimiento de los pecados conlleva el deseo de
confesarlos: se dudaría del dolor de haber ofendido a Dios si no se pusieran en
práctica los medios fijados por Dios mismo para perdonar pecados.
5.2 LA PENITENCIA,
SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
La penitencia es un verdadero
sacramento, pues en ella se dan los elementos esenciales de todo sacramento:
a) el
signo sensible, que está constituido por los actos del penitente: contrición,
confesión y satisfacción (cfr. Catecismo Romano, II, cap. V, n. 13; Concilio de
Trento, sess. XIV, caps. 3-4), y las palabras de la absolución;
b) la
institución por Cristo, de la que se habla con toda claridad en la Sagrada
Escritura: Recibid al Espíritu Santo dijo Jesús a los Apóstoles; a quienes
perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les
serán retenidos (Jn. 20, 22);
c) la
producción de la gracia, tanto la santificante que se infunde al ser remitidos
los pecados, como la sacramental específica, que da la fuerza para no volver a
cometer los pecados acusados.
5.2.1 Herejías
opuestas
Para
contrastar la riqueza de la doctrina católica sobre este sacramento, resulta
útil detenerse en las interpretaciones equivocadas que se han suscitado en la
historia de la Iglesia:
a) La
herejía llamada de los montanistas (siglo II), limitaba el poder de la Iglesia
para perdonar los pecados, diciendo que había algunos -la idolatría, el
adulterio y el homicidio- que no podrían ser perdonados.
b) Los novacianos (siglo III) afirmaban que la Iglesia debía estar formada sólo por hombres puros, y negaban la reconciliación a todos aquellos que hubieran cometido pecado mortal. Lo mismo afirmaron los donatistas (siglo IV).
b) Los novacianos (siglo III) afirmaban que la Iglesia debía estar formada sólo por hombres puros, y negaban la reconciliación a todos aquellos que hubieran cometido pecado mortal. Lo mismo afirmaron los donatistas (siglo IV).
c)
Abelardo (siglo XII) afirmó que Cristo confirió a sus Apóstoles la potestad de
atar y de desatar, pero esa potestad no la concedió a los sucesores de ellos
(cfr. Dz. 379).
d) Las
sectas espiritualistas (valdenses y cátaros) así como los seguidores de Wicleff
y de Hus, rechazaron la jerarquía eclesiástica y, en consecuencia, defendían la
tesis de que todos los cristianos buenos y piadosos tienen sin distinción el
poder de absolver los pecados.
e) Los
reformadores protestantes negaron totalmente el poder de la Iglesia para
perdonar los pecados. Aunque al principio admitieron la penitencia como
sacramento (junto al bautismo y a la ‘cena’; cfr. Lutero), Apol. Conf. Aug.,
art. 13), su concepto de justificación les llevó necesariamente a negar todo
poder real de perdonar los pecados.
En
efecto, si la justificación no es, según ellos, verdadera y real extinción del
pecado, sino una mera no imputación externa o cubrimiento de los pecados por la
fe fiducial. entonces la absolución no es verdadera remisión del pecado, pues
los pecados permanecen a pesar de todo.
Contra
los protestantes, el Concilio de Trento declaró que Cristo comunica a los
Apóstoles y a sus legítimos sucesores, la potestad de perdonar realmente los
pecados (cfr. Dz. 894 y 913).
f) En la
‚poca actual, el error consiste en la desacralización del sacramento, al grado
de ser equiparado a técnicas puramente humanas o psicológicas, como si se
tratara de relaciones interpersonales, perdiéndose de vista que la confesión es
el medio para obtener la realidad sobrenatural de la gracia santificante.
5.2.2 Doctrina del
Magisterio
Sobre los
puntos atacados por los herejes, la Iglesia se ha visto obligada a predicar la
doctrina católica.
A. Institución del
sacramento por Jesucristo
La
primera y radical conversión del hombre tiene lugar en el sacramento del
bautismo: por él se nos perdona el pecado original, nos convertirnos en hijos
de Dios, y entramos a formar parte de la Iglesia. Sin embargo, como el hombre a
lo largo de su vida puede descaminarse no una, sino innumerables veces, quiso
Dios darnos un camino por el que pudiéramos llegar a Él.
Como era
tan sorprendente la divina misericordia dispuesta a perdonar, el Señor fue
preparando a sus Apóstoles y a sus discípulos, perdonando El mismo los pecados
al paralítico de Cafarnaúm (cfr. Lc. 5, 18-26), a la mujer pecadora (cfr. Lc.
7, 37-50), etc., y prometiendo, además, a los Apóstoles, la potestad de
perdonar o de retener los pecados: “En verdad os digo: todo cuanto atareis en
la tierra ser atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra, será
desatado en los cielos” (cfr. Mt. 18, 18).
Para que
no hubiera duda de que los poderes que había prometido a San Pedro
personalmente (cfr. Mt. 16, 19) y a los demás Apóstoles con él (cfr. Mt. 18,
18), incluían el de perdonar los pecados, en la tarde del primer día de la
resurrección, apareciéndose Jesús a sus Apóstoles, los saluda y les muestra sus
manos y su costado diciendo: recibid el Espíritu Santo. A quienes les
perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quiénes se los retuviereis,
les serán retenidos (Jn. 20, 21 ss.). De otra manera, si la Iglesia no tuviera
esa potestad, no podría explicarse la voluntad salvífica de Dios.
B. Universalidad del poder de perdonar
los pecados
La
potestad de perdonar se extiende absolutamente a todos los pecados. Consta por
la amplitud ilimitada de las palabras de Cristo a los Apóstoles: Todo lo que
desatareis… (Mt. 18, 18), y por la práctica universal de la Iglesia que, aun en
las épocas de máximo rigor disciplinar, absolvía los pecados más aborrecibles
-llamados ad mortem- una vez en la vida, y siempre en el momento de la muerte;
señal evidente de que la Iglesia tenía plena conciencia de su ilimitada
potestad sobre toda clase de pecados (cfr. Dz. 43, 52a, 57 III, 430, 894, 903).
Por eso
señalaba recientemente Juan Pablo II empleando una expresión de San Pablo (cfr.
I Tim. 3, 15ss.) que a ese designio salvífico de Dios se le ha de llamar
mysterium o sacramentum pietatis: es, en efecto, el misterio de la infinita
piedad de Dios hacia nosotros, que penetra hasta las raíces más profundas de
nuestra iniquidad mysterium iniquitatis, llama también San Pablo al pecado
(cfr. II Tes. 2, 7), para provocar en el alma la conversión y dirigirla a la
reconciliación (cfr. Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentia, nn. 19-20).
C. Potestad
conferida a la Iglesia
Esa
potestad fue conferida sólo a la Iglesia jerárquica, no a todos los fieles, ni
sólo a los carismáticos. En la persona de los Apóstoles se contenía la
estructura jerárquica de la Iglesia, que se había de continuar en todas las
épocas (cfr. Dz. 902 y 920).
Unida
íntimamente a la misión de Cristo está la misión de la Iglesia, pues a ella
sólo otorgó su potestad y prometió su asistencia hasta el fin de los siglos.
D. La potestad de
perdonar los pecados es judicial
La
potestad de perdonar los pecados que tiene la Iglesia es judicial; es decir, el
poder conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores implica un
verdadero acto judicativo: hay un juez, un reo y una culpa. Se realiza un
juicio, se pronuncia una sentencia y se impone un castigo.
Esto
significa que, cuando el sacerdote imparte el perdón no lo hace como “si
declarara que los pecados están perdonados. sino a modo de acto Judicial, en el
que la sentencia es pronunciada por él mismo como juez” (Concilio de Trento:
cfr. Dz. 902 ). Por esta razón, la forma se dice con carácter indicativo y en
primera persona: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”.
El
sacerdote, sin embargo, dicta la sentencia en nombre y con la autoridad de
Cristo, y por tanto, es el mismo Jesucristo -representado por el sacerdote-
quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es siempre de perdón, si
el penitente está bien dispuesto. Sirviéndose del ministro como instrumento, es
el propio Jesucristo quien absuelve.
Como
señala Juan Pablo II, la confesión es siempre un encuentro personal con Cristo:
La Iglesia, observando la praxis plurisecular del sacramento de la penitencia
-la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al
propósito de la enmienda y satisfacción-, defiende el derecho particular del
alma. Es el derecho a un encuentro personal del hombre con Cristo crucificado
que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la
Reconciliación: `Tus pecados te son perdonados” (Mc. 2, 5) (Enc. Redemptor
hominis, n. 20).
Precisamente
por estas razones la Iglesia ordena la práctica de este sacramento como
personal y auricular, tolerando sólo por graves motivos -como señalaremos más
adelante-, la práctica de la absolución general, que no reúne las
características de verdadero juicio.
5.3 EL SIGNO
SACRAMENTAL DE LA PENITENCIA
De
acuerdo a la explicación que da Santo Tomás (cfr. S. Th. III, q. 84, a. 2),
reafirmada por el Concilio de Trento (cfr. Dz. 699, 896, 914, ver también
Catecismo, n. 1448), el signo sensible lo componen la absolución del sacerdote
y los actos del penitente:
la
actuación del ministro que imparte el perdón en nombre de Cristo se resume en
las palabras de la absolución, que constituyen la forma del sacramento; la
actuación del penitente se concreta en las disposiciones con que se prepara
para recibir la absolución, y constituyen la materia del sacramento: esas
disposiciones son la contrición o dolor de los pecados, la confesión o
manifestación de los mismos, y la satisfacción para compensarlos de algún modo.
5.3.1 Los actos del
penitente
El
Catecismo de la Iglesia Católica recuerda en el n. 1450 que la penitencia mueve
al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la
boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción.
De los
tres actos del penitente el más importante es la contrición es decir, el
rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no
volver a cometerlo. Esta contrición es el principio de la conversión, de la
metanoia que devuelve al hombre a Dios, y que tiene su signo visible en el
sacramento de la penitencia.
Por
voluntad de Dios, forma parte del signo sacramental la acusación de los
pecados, que tiene tal realce que de hecho el nombre usual de este sacramento
es el de confesión. Acusar los propios pecados es una exigencia de la necesidad
de que el pecador sea conocido por quien en el sacramento es a la vez juez -que
debe valorar la gravedad de los pecados y el arrepentimiento del pecador-, y
médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo.
La
satisfacción es el acto final del signo sacramental, que en muchos sitios se
llama precisamente penitencia. No es, obviamente, un precio que se paga por el
perdón recibido, porque nada puede pagar lo que es fruto de la Sangre de
Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de comenzar una nueva
vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las heridas
que el pecado ha dejado en las facultades del alma.
A. Contrición
El primer
acto del penitente, la contrición, “es el dolor del alma y detestación del
pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar” (Concilio de
Trento, Dz. 897: ‘animi dolor ac detestatio de peccato comisso, cum propósito
non pecandi de cetero’) (Catecismo, n. 1451).
Constituye
la parte más importante del sacramento de la penitencia. Etimológicamente viene
del verbo contere, que significa destrozar, triturar: con el dolor y la
detestación, el alma busca destruir los pecados cometidos.
Lo
propiamente específico de la contrición es el dolor del alma por el pecado
cometido, lo cual necesariamente implica el propósito de no volver a cometer
pecados. Este propósito, además de ser propósito de no pecar más, incluye
también el propósito de confesar los pecados cometidos, y de satisfacer por
ellos, de modo que no se puede hablar de verdadera contrición, si no hay al
menos implícitamente este doble propósito.
No es
necesario, ni siempre ser posible, que el dolor de contrición se manifieste con
sentimientos sensibles de dolor -lágrimas, angustia, etc.-: es un acto de la
voluntad, que no procede del sentimiento sino de la razón, iluminada por la
gracia.
a) Características
La
contrición requerida para el perdón de los pecados ha de ser: interna,
sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.
a.1) La contrición es interna si proviene de la
inteligencia y de la voluntad libre del penitente, y no tan sólo fingida exteriormente.
La Sagrada Escritura lo afirma, por ejemplo cuando dice: “Rasgad vuestros
corazones, no vuestras vestiduras”.
Por otra parte, al ser la contrición parte del signo externo del sacramento, ha de manifestarse también al exterior, acusando los propios pecados.
Por otra parte, al ser la contrición parte del signo externo del sacramento, ha de manifestarse también al exterior, acusando los propios pecados.
a.2) La contrición ha de ser sobrenatural, tanto en su
principio Dios que mueve al pecador al arrepentimiento, como por los motivos o
razones que la provocan: la ofensa a Dios, la contemplación de Jesús
crucificado, la pérdida del cielo, etc.
No puede
originarse por un motivo meramente natural, como sería el temor a las
consecuencias naturales del pecado: la enfermedad, la cárcel, el menosprecio,
etc.
a.3) Es universal la verdadera contrición, pues se
extiende a todos los pecados graves cometidos. No es posible que se perdone un
pecado mortal desligado de los demás, ya que no sería verdadero el
arrepentimiento de uno pero no de otro, pues la causa formal de la contrición
es la ofensa a Dios, sin que importe la razón de que provenga.
a.4) Es, además, máxima en cuanto a la valoración (la
fórmula tradicional se refiere a esta condición con el término appreciative
summa), lo que significa que el pecador aborrece el pecado como el mayor mal, y
está dispuesto a sufrir cualquier inconveniente antes de ofender de nuevo a
Dios con una culpa grave.
En otras
palabras, no apreciaría el pecado como el mayor mal quien no estuviera
dispuesto a sufrir cualquier otra contrariedad -pobreza, pérdida del empleo,
humillación e incluso la misma vida- antes de cometer un pecado grave.
Sin
embargo, no se requiere, como ya señalamos, que el dolor sea sumo en cuanto a
la sensibilidad, sino en la apreciación de la mente y la firmeza de la
voluntad.
b) El propósito
Por
último, y como se desprende de la definición de contrición, para que ésta sea
verdadera ha de incluir el propósito de no pecar en adelante.
El propósito puede
ser:
Explícito
y formal, cuando es en sí mismo un acto del penitente distinto de la contrición
o arrepentimiento;
Implícito
y virtual, cuando se contiene en toda sincera contrición.
Para la validez de la confesión, se requiere el propósito al menos implícito. Sus cualidades son tres:
Para la validez de la confesión, se requiere el propósito al menos implícito. Sus cualidades son tres:
b.1) Firme, porque en el momento de hacerlo el
penitente se propone, con voluntariedad actual, no volver a ofender a Dios. Esta
firmeza no ha de confundirse con la constancia, que hace más bien relación al
futuro; en otras palabras, la sinceridad del propósito es compatible con la
duda sobre el cumplimiento posterior, dada la propia debilidad.
b.2) Eficaz, porque debe llevar a poner los medios
necesarios para evitar el pecado, a evitar las ocasiones de pecado en la medida
de las propias posibilidades, y a reparar el daño que pueda haberse hecho a los
demás por el pecado cometido.
Si el
propósito no es eficaz el sujeto carecería de las disposiciones mínimas para
recibir la absolución sacramental. Sería el caso de quien no evitara la ocasión
próxima voluntaria de pecar, por ejemplo, no alejándose de las amistades que le
llevan a ofender a Dios.
b.3) Universal, es decir, se ha de extender a todo
pecado mortal porque, al igual que la contrición, el propósito verdadero
rechaza el pecado en cuanto tal.
c) Contrición
perfecta e imperfecta
Enseña la
Iglesia (cfr. Catecismo, nn. 1452 y 1453) que hay dos clases de dolor y
detestación de los pecados: contrición perfecta es aquella fruto del amor
-dolor de amor- a Dios ofendido, y tan grata que nos reconcilia con El. La
contrición imperfecta o atrición, no da la gracia si no va acompañada de la
recepción del sacramento, pero basta como disposición para recibirlo.
Se llama
imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino de algún otro motivo
sobrenatural como el temor al infierno.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el penitente de atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del sacramento. De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza del perdón, como enseña la Iglesia.
Cuando el dolor de atrición va acompañado por la absolución, el penitente de atrito se hace contrito, quedando justificado por la virtud del sacramento. De todos modos, debe excluir la voluntad de pecar, con la esperanza del perdón, como enseña la Iglesia.
Por tanto, estas dos clases de
contrición difieren por razón de su motivo y de sus efectos:
Por razón
de su motivo, porque la perfecta es fruto de una ardiente caridad hacia Dios
ofendido, y la imperfecta viene determinada por un motivo distinto del amor.
Por razón
de sus efectos, porque la perfecta justifica al pecador antes de la confesión,
con tal de que se tenga el deseo de hacer lo que Dios ha ordenado y, por tanto,
también el deseo de confesarse. La imperfecta, en cambio, basta para obtener el
perdón en el sacramento, pero no fuera de él.
Ante esta
verdad, alguien podría preguntarse: ‘Si con la contrición perfecta se perdonan
los pecados, ¿cuál es la razón de confesarlos?’. La razón es que ese tipo de
contrición presupone el deseo de confesarlos: sería contradictorio un dolor
perfecto de los pecados unido al rechazo del precepto divino de confesarlos al
sacerdote. Además, su efectiva confesión también es necesaria porque nadie
puede estar completamente seguro de que su contrición es absolutamente
perfecta.
Con todo
lo dicho, se entiende que quien muriese en pecado grave, habiendo hecho un acto
de contrición imperfecta pero sin haber recibido la absolución, no puede
salvarse. En cambio, la contrición perfecta, unida al deseo de confesarse en
cuanto sea posible, es suficiente para obtener el perdón. Quien ama a Dios de
modo que detesta profundamente el pecado, no puede condenarse. Si alguno
muriese sin haber podido recibir ningún sacramento, pero teniendo contrición
perfecta, obtendría el cielo.
Es por
ello de gran utilidad dolerse con frecuencia de los pecados; la conciencia se
hace más sensible de las ofensas a Dios, y se esforzar por repararlos,
preparando mejor la confesión, viviendo con más confianza en Dios y luchando
por evitarlos.
B. Confesión
La
acusación de los propios pecados constituye el segundo acto que debe realizar
el penitente. Este deber viene implícito en las palabras de Cristo: “…A quienes
perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis,
les serán retenidos” (Jn. 20, 22-23). Para poder emitir un juicio acertado
-perdonar o retener-, el sacerdote debe conocer el estado del penitente, lo
cual no es posible si éste no declara sus pecados y sus disposiciones, a través
de la confesión.
La
confesión de todos los pecados cometidos después del bautismo, con objeto de
obtener de Dios el perdón, a través de la absolución del sacerdote, no se puede
reducir a un intento de autoliberación psicológica, aunque corresponde a la
necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, que es connatural al corazón
humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad, humilde y sobrio en
la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo que vuelve al padre
y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad y de valentía;
gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia que
perdona (Juan Pablo II, Exhor. Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31).
Es, en
efecto, un requisito establecido por el mismo Dios la manifestación o confesión
de los pecados por parte del penitente, para que el ministro conozca la causa y
pueda dictar sentencia.
El difundido error de considerar que basta la contrición para obtener el perdón de los pecados, nos lleva a estudiar más detenidamente la necesidad de acusar ante el sacerdote todos los pecados mortales.
El difundido error de considerar que basta la contrición para obtener el perdón de los pecados, nos lleva a estudiar más detenidamente la necesidad de acusar ante el sacerdote todos los pecados mortales.
Es usual
oír expresiones como éstas: ‘Si ya estoy arrepentido, ¿para qué me confieso?’;
o bien, ‘yo me confieso sólo ante Dios’, etc., que manifiestan confusión de
ideas y profunda ignorancia.
El
Magisterio de la Iglesia declaró solemnemente en el Concilio de Trento: “Si
alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la
penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de los
pecados mortales, sea anatema” (Dz. 917).
La claridad
de esta formulación viene dada por la misma institución divina: Jesucristo
confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados (cfr.
Jn. 20, 21-23); como esa potestad no pueden ejercitarla sus ministros de forma
arbitraria, es evidente que necesitan conocer las causas sobre las que debe
emitirse el juicio que eso es la confesión, y esto no de modo general sino con
detalle y precisión (cfr. S. Th. III, q. 6).
La acusación de los pecados debe reunir dos características: ha de ser sincera e íntegra.
La acusación de los pecados debe reunir dos características: ha de ser sincera e íntegra.
a) Sinceridad
La
confesión es sincera cuando se manifiestan los pecados como la conciencia los
muestra sin omitirlos, disminuirlos, aumentarlos o variarlos.
Omitir a
sabiendas un pecado grave todavía no confesado, hace inválida la confesión (es
decir, no quedan perdonados los pecados ahí confesados), y se comete, además,
un grave sacrilegio. Esto mismo se aplica al hecho de omitir voluntariamente
circunstancias que mudan la especie del pecado.
Los
pecados no confesados por olvido o por ignorancia invencible no invalidan la
confesión, y quedan implícitamente perdonados, pero han de ser acusados en la
siguiente confesión si el penitente es consciente de ellos posteriormente.
Enseña el
Magisterio de la Iglesia (cfr. Instrucción de la Sagrada Penitenciaría del
25-III-1944, nn. 4-5) que no debe admitirse ninguna inquietud si, después de la
confesión y de haber hecho el conveniente examen de conciencia, se reparase en
el olvido de algún pecado grave. Sin embargo, estos pecados recordados más tarde,
deben manifestarse en la siguiente confesión que se realice.
Para lograr que la confesión sea sincera, ya desde el momento mismo de su preparación a través del examen, ha de tenerse en cuenta que la acusación de los pecados debe ser natural, sencilla, clara y completa, como recomienda el Catecismo Romano (cfr. II, V, 50):
Para lograr que la confesión sea sincera, ya desde el momento mismo de su preparación a través del examen, ha de tenerse en cuenta que la acusación de los pecados debe ser natural, sencilla, clara y completa, como recomienda el Catecismo Romano (cfr. II, V, 50):
Natural:
conviene emplear pocas palabras, las justas, a fin de decir con humildad lo que
culpablemente hemos hecho y omitido;
Sencilla:
no divagar, ni perderse en generalidades y detalles superfluos, señalando dónde
radicó nuestra voluntad de pecar;
Clara:
sin manifestar circunstancias innecesarias, guardando la oportuna modestia en
el modo de hablar, pero permitiendo que el sacerdote entienda bien el pecado
cometido;
Completa:
abarcando todos y cada uno de los pecados mortales cometidos desde la última
confesión bien hecha.
b) Integridad
Como ya
dijimos, el sacramento de la penitencia tiene la estructura de un juicio, y el
confesor -en su función de juez- necesita conocer todos los datos pertinentes
para emitir la sentencia y determinar la pena. Por eso, la confesión de los
pecados ha de ser integra: esto es, debe abarcar todos los pecados mortales no
confesados desde la última confesión bien hecha, con su número y con las
circunstancias que modifican la especie. Veremos ahora con más detenimiento
cada uno de los elementos necesarios para la integridad de la confesión.
b.1) Se deben confesar todos los pecados mortales, y el
número de veces que se cometieron. Por tanto, la acusación abarca necesariamente
todos y cada uno de los pecados mortales cometidos después del bautismo que no
han sido perdonados anteriormente; de ahí que se hable de materia necesaria,
porque su omisión culpable haría inválido el sacramento.
Quedan,
pues, exceptuados de la obligación de confesarlos, los pecados veniales, y se
exceptúan igualmente los pecados dudosos. En el caso de los pecados dudosos la
actitud más aconsejable, no tratándose de escrupulosos, es la de confesarlos
como dudosos: al someter su conciencia al juicio del confesor, manifiestan
eficazmente su deseo de cumplir con la voluntad de Cristo al instituir, como
imprescindible, la integridad de la confesión.
Es importante que la integridad de la confesión quede asegurada a través del examen de conciencia hecho con una diligencia proporcionada al número y gravedad de las culpas, y al tiempo transcurrido desde la última confesión.
Es importante que la integridad de la confesión quede asegurada a través del examen de conciencia hecho con una diligencia proporcionada al número y gravedad de las culpas, y al tiempo transcurrido desde la última confesión.
b.2) Se deben confesar los pecados mortales según su
especie moral ínfima. Como se estudió en el ‘Curso de Teología Moral’ (cfr. 5.1.2),
los pecados se distinguen por su especie o naturaleza. Para la integridad de la
confesión, ha de declararse la ‘especie moral ínfima’, es decir, el pecado ha
de ser expresado de forma tal que no admita inferiores subdivisiones en
especies distintas.
No basta, por tanto, acusarse de modo genérico de un pecado contra alguna virtud, p. ej., contra la justicia o contra la caridad, ya que contra la justicia puede pecarse por calumnia o por hurto, y contra la caridad por escándalo, por envidia, por juicio temerario, por odio, etc.
No basta, por tanto, acusarse de modo genérico de un pecado contra alguna virtud, p. ej., contra la justicia o contra la caridad, ya que contra la justicia puede pecarse por calumnia o por hurto, y contra la caridad por escándalo, por envidia, por juicio temerario, por odio, etc.
La
confesión, pues, debe hacerse con claridad y exactitud, explicando la especie o
clase de pecado, su número y, como veremos enseguida, las circunstancias que
puedan modificar su gravedad, como el lugar, el fin, etc.
b.3) Se deben confesar los pecados mortales y las
circunstancias que cambian la especie del pecado o su gravedad. Este tema quedó
ya explicado al estudiar que la moralidad de los actos humanos viene dada por
el objeto, el fin y las circunstancias (cfr. ‘Curso de Teología Moral’, cap.
2).
Cabe
aclarar que los pecados han de ser indicados, no descritos: señalar qué se
hizo, no cómo, a menos de que el modo de hacerlo añada alguna consideración
moral (p. ej., si al robar se empleó la violencia, porque entonces el hurto se transforma
en rapiña, y se añade nueva gravedad).
La
confesión numérica y específica de los pecados mortales y de las circunstancias
que pueden haber cambiado su calificación moral, es un medio prácticamente
insustituible, para que la conciencia de un cristiano se forme cada vez mejor.
Se evitan los escrúpulos, pues el alma cuenta con la ayuda del sacerdote pata
distinguir lo que es pecado de lo que no lo es, y se reciben las orientaciones
y los consejos oportunos de acuerdo con la situación y condiciones personales.
No hay
motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor: es Dios mismo quien
escucha, aconseja o perdona.
b.4) La integridad de la confesión puede disculparse en
caso de imposibilidad física (p. ej., si el penitente está privado de los sentidos,
en caso de mudez, en peligro de muerte y por falta de tiempo, por
desconocimiento del idioma e imposibilidad de encontrar un confesor que hable
la misma lengua, etc.) o de imposibilidad moral (p. ej., si el penitente está
gravemente enfermo y no puede confesarse íntegramente sin daño para su salud,
en caso de escrúpulos, etc.).
b.5) Es materia suficiente de la confesión la que
permite recibir válidamente la absolución: cualquier pecado ciertamente
cometido, mortal o venial, aunque ya haya sido perdonado: siempre es posible
actualizar la contrición y, ordinariamente, queda parte de la pena temporal,
que puede disminuirse a través del nuevo acto de dolor expresado en la
confesión.
b.6) La materia libre de la confesión es decir, no
obligatoria la constituyen todos los pecados mortales ya perdonados
anteriormente, y los pecados veniales, confesados o no. Cuando una persona no
encuentra pecados mortales, hace muy bien en no diferir la confesión: además de
los defectos e imperfecciones que tiene, conviene acusarse de algún pecado
mortal de la vida pasada, ya perdonado, o de faltas cometidas contra una
determinada virtud o precepto del decálogo.
C. Satisfacción
La
absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y
también parte de la pena temporal debida por los pecados (penas del
purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser
difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el débito de
pena temporal, el confesor impone una penitencia que ayuda a la atenuación de
esa pena.
Por
tanto, la confesión oral de los pecados no termina el acto sacramental en lo
que al penitente se refiere. Pertenece a la sustancia de sus disposiciones el aceptar
la satisfacción impuesta por el confesor para resarcir a la justicia divina;
esas obras satisfactorias adquieren valor sobrenatural porque se insertan en la
eficacia del sacramento.
Es éste
el tercero de los actos del penitente, y su efectivo cumplimiento -cuanto
antes, mejor- tiene eficacia reparadora en virtud del sacramento mismo, aunque
mayor o menor según las disposiciones personales. Antiguamente las penitencias
sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy benignas. Podrían ser
proporcionadas a la gravedad de los pecados, pero en la práctica el confesor
suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La
satisfacción puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de
misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y
sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar (Catecismo, n.
1460).
c.1) Normalmente, el confesor deberá imponer la
penitencia antes de la absolución. El objeto y la cuantía de la penitencia
deberán acomodarse a las circunstancias del penitente, de modo que repare el
daño causado y sea curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.
Conviene,
por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio oportuno al pecado
cometido, y que ayude, de alguna manera, a la renovación de la vida.
Sobre la
cuantía de la pena impuesta no hay reglas fijas. La práctica pastoral y el
derecho de la Iglesia determinan que guarde cierta proporción en relación con
número y el tipo de pecados cometidos. En consecuencia, los pecados graves requieren
una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un Rosario completo, ayunar un
día, etc..-
Sin
embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su habitual
alejamiento de la vida cristiana o la intensa contrición de los pecados, aconseja
que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el confesor puede cumplir él
mismo la parte de la penitencia que debería imponer al penitente.
c.2) El penitente ha de aceptar la penitencia que
razonablemente le impone el confesor, y después cumplirla. Si considera que es
difícil de cumplir, debe manifestarlo antes de recibir la absolución, para que
el confesor, si lo juzga prudente, la conmute.
El cumplimiento de la
satisfacción impuesta obliga gravemente al penitente:
si se
trata de una penitencia por los pecados mortales no perdonados en anteriores
confesiones;
si la
materia de la penitencia es grave en sí misma: p. ej., oír Misa un día de
precepto;
si el
confesor obliga gravemente al penitente con la satisfacción que le impuso.
Cuando el
sacerdote no determina con exactitud el tiempo del cumplimiento de la
penitencia, se aconseja cumplirla cuanto antes, para evitar que se olvide.
5.3.2 La forma
La forma
del sacramento de la penitencia son las palabras de la absolución (verdad de fe
definida por el Concilio de Trento: cfr. Dz. 896), que el sacerdote pronuncia
luego de la confesión de los pecados y de haber impuesto la penitencia. Esas
palabras son: Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo.
Como los
sacramentos producen lo que significan, estas palabras manifiestan que el
penitente queda libre de los pecados.
Estudiaremos
a continuación dos incisos relacionados con la forma sacramental: el rito y las
absoluciones colectivas.
A. El rito
sacramental
El rito
del sacramento incluye también otras oraciones que, sin formar parte
esencialmente de la forma, muestran el profundo sentido de la penitencia y
facilitan la contrición y el propósito de enmienda; por eso pueden ser objeto
de algunas modificaciones, a diferencia de las palabras esenciales de la forma,
que no las admite.
Hay tres ritos de celebración de
este sacramento:
rito para
reconciliar a un solo penitente, con confesión y absolución individual;
rito para
reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual;
rito pata
reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución colectiva
(trataremos con detalle este rito en el inciso B).
En
cualquiera de estos tres ritos, debe recordarse que la confesión individual e
íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los
fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia (Catecismo, n. 1484).
B. La absolución
colectiva
La Iglesia enseña
al respecto que:
“En caso
de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la
reconciliación con confesión general y absolución general” (Catecismo, n.
1483).
Aclara a
continuación que semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un
peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo
suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede
existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay
bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un
tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían
privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada
comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la
absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados en el debido
tiempo. Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones
requeridas para la obsolución general. Una gran concurrencia de fieles con
ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su
naturaleza ocasión de la referida necesidad grave (Id.).
El abuso
sobre esta materia atenta contra el precepto divino de la confesión individual,
y es preciso valorarlo bien en cada caso; p. ej.:
si
realmente existen las circunstancias excepcionales de imposibilidad física o
moral de confesarse individualmente, y si hay grave necesidad de recibir la
absolución, pero el sacerdote no cuenta con el permiso del Obispo del lugar y,
pudiendo hacerlo, no lo consulta, el sacerdote absolvería ilícitamente, pero la
absolución sería válida porque los penitentes ignoran que el sacerdote no tiene
autorización; si no existieran las circunstancias de imposibilidad y de grave
necesidad, el ministro actúa ilícitamente y la absolución sería inválida, pues
en los penitentes falta la materia necesaria para el sacramento (cfr. Normas
pastorales sobre la absolución sacramental general, 16-VI-1972, de la S. C. de
la Fe, n. XIII).
Cuando se
dan las condiciones para perdonar los pecados de esta manera, al desaparecer la
imposibilidad física o moral para confesarse de modo auricular y secreto, los
pecados perdonados de este modo han de ser confesados individualmente. Por eso
la Iglesia siempre insiste en que la acusación o confesión personal, y la
absolución individual es, por ley divina, el único modo ordinario.
Los
recordaba recientemente Juan Pablo II, al afirmar que la enseñanza inalterada
que la Iglesia ha recibido de la m s antigua Tradición, y la ley con la que
ella ha codificado la antigua praxis penitencial…, es que la confesión
individual e íntegra de los pecados con la absolución igualmente individual
constituye el único modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado
grave, es reconciliado con Dios y con la Iglesia (Exhor. apost. Reconciliatio
et Paenitentia, n. 33).
A través de la lícita absolución
general, el penitente obtiene el perdón de los pecados que no ha confesado
personalmente al sacerdote, sólo si:
– tiene arrepentimiento y propósito de no pecar,
– tiene arrepentimiento y propósito de no pecar,
– de
reparar los daños y el escándalo causados,
– y está
dispuesto a hacer la confesión individual de los pecados así absueltos a su
debido tiempo; es decir, en la primera confesión que haga.
Además,
ha de tener también en cuenta que mientras no se confiese individualmente, no
puede recibir otra absolución colectiva, y que hay obligación de confesarse
privadamente al menos una vez al año.
5.4 EFECTOS DEL
SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
“Si el
impío hiciese penitencia de todos los pecados que ha cometido, y observase
todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia, tendrá vida verdadera,
y no morir eternamente; de todas las maldades que haya cometido, yo no me
acordar‚ más” (Ez. 18, 21).
Es muy
triste la condición del alma después del pecado mortal: poseía la gracia sobrenatural
y la amistad de Dios; se encaminaba al cielo y tenía el tesoro de los méritos
obtenidos por sus obras buenas: todo eso lo ha perdido por el pecado mortal.
Sin embargo, mediante la virtud y el sacramento de la penitencia, el alma
consigue la absolución de sus pecados, y todo lo que había perdido le es
restituido.
La reconciliación
trae al alma un maravilloso caudal de bienes:
1.
Infunde en el alma la gracia santificante (o la aumenta, si ya se poseía),
devolviendo la amistad con Dios.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.
2. Perdona los pecados, la pena eterna y la temporal (esta última, en todo o en parte).
3. Restituye las virtudes y los méritos.
4. Confiere la gracia sacramental específica.
5. Reconcilia con la Iglesia.
Consideremos ahora en particular cada uno de estos efectos.
5.4.1 Infusión de
la gracia santificante
La
penitencia infunde en el alma la gracia santificante que se había perdido con
el pecado. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una
verdadera ‘resurrección espiritual’, una restitución de la dignidad y de los
bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la
amistad de Dios (Catecismo, n. 1468).
Se trata,
por tanto, de una verdadera reconciliación interior con Dios, y no de una mera
imputación externa de los pecados por parte del Señor, como erróneamente
afirmaba Lutero. Este proceso se llama justificación.
A través
del sacramento de la penitencia, el hombre deja de ser injusto y enemigo, y es
hecho justo y amigo de Dios. Lutero se apartó de la fe de la Iglesia, que
enseñó en el Concilio de Trento que no es sólo remisión de los pecados, sino
también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria
recepción de la gracia y de los dones; de donde el hombre se convierte de
injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de
la vida eterna. (Dz. 799).
5.4.2 Perdona los
pecados, la pena eterna y la temporal, en todo o en parte
Al
infundirse la gracia desaparece el pecado mortal, pues no es posible el
consorcio de ambas realidades: la una excluye necesariamente la otra. Se
perdonan, asimismo, los pecados veniales confesados.
Señala
Santo Tomás de Aquino que, “cuando se perdona la culpa a través de la gracia,
desaparece la aversión del alma a Dios y consecuentemente, el reato de pena
eterna; aunque puede quedar algún reato de pena temporal” (S. Th. III, q. 86,
a. 4).
En todo pecado se puede
distinguir:
la culpa,
que es la mancha que queda en el alma después del pecado;
la pena,
que es el castigo que se merece al haber pecado.
A través
de la confesión se perdona la culpa, borrándose eficazmente todo pecado, mortal
o venial, pero no sucede lo mismo con la pena:
la pena
que es eterna a causa del pecado mortal, se cambia en pena temporal;
la pena
que es temporal por ser el castigo del pecado venial, se perdona sólo en parte,
a la medida del dolor del penitente, es decir, de sus personales disposiciones
(actuación ex opere operantis).
Por
tanto, al que había cometido pecado mortal, se le abren de nuevo las puertas
del cielo, conmutándose la pena eterna en temporal. Se disminuye también la
pena temporal debida por los pecados veniales y por los pecados mortales ya
perdonados, más o menos según las disposiciones del alma.
5.4.3 Restituye las
virtudes y los méritos
Como una
consecuencia de la reconciliación del alma con Dios a través de la gracia, le
son restituidas por este sacramento las virtudes infusas perdidas -teologales y
morales-, y los méritos de las buenas obras hechas antes de cometer el pecado
mortal; o bien se le aumentan, si no había cometido pecado mortal, sino
solamente pecados veniales.
5.4.4 Confiere la
gracia sacramental específica
La
confesión produce la gracia santificante y borra los pecados, como ya hemos
dicho, aunque no borra del todo las huellas que el pecado deja en el alma: el
apegamiento desordenado a las criaturas. Sin embargo, la gracia fortalece la
voluntad, haciéndola más firme y decidida en su lucha contra las tentaciones.
La gracia
sacramental es precisamente esta fortaleza que recibe el cristiano para la lucha
interior, a fin de evitar los pecados en lo sucesivo, especialmente aquellos de
los que se acusa, ya que con la recepción frecuente de este sacramento se
robustece toda la vida espiritual.
La gracia
sacramental específica es precisamente una gracia para no recaer en los pecados
acusados. El penitente recibe de Dios como remedios preventivos, contra las
sucesivas recaídas en esas faltas.
Por el
contrario, cuando no se acude a este remedio saludable de la penitencia,
resulta más fácil que las dificultades en que se debate el alma lleguen a
apagar o debilitar extraordinariamente incluso la luz de la fe. El alma que no
procura salir del pecado con facilidad acaba por negar los fundamentos mismos
de la ley moral, tratando así de justificar, más o menos conscientemente, su
actuación.
5.4.5 Reconcilia
con la Iglesia
El
pecado, siendo esencialmente personal, daña también a la Iglesia, por lo que el
pecador tiene una responsabilidad ante ella: El pecado menoscaba o rompe la
comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En
este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial,
tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido
por el pecado de uno de sus miembros (Catecismo, n. 1469).
En este
sentido se puede hablar de pecado social, ya que el pecado de cada uno
repercute en cierta manera en los demás. Es ésta señala Juan Pablo II la otra
cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el
misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se
ha podido decir que ‘toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley de la
elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se
puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el
pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero (Exhort.
Apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 16).
5.5 NECESIDAD DE LA
CONFESIÓN
Para los
que han caído en pecado mortal después del bautismo, el sacramento de la
penitencia es tan necesaria como lo es el bautismo para los no regenerados.
¿No
bastaría -“se preguntan algunos”- una oración al Señor que le manifestara
nuestro arrepentimiento? Habría que responder que no es suficiente, porque el
Señor entregó a los Apóstoles -y a sus sucesores- el poder y la responsabilidad
de discernir sobre la sinceridad del arrepentimiento; sin duda que esa
disposición interna de dolor que se manifiesta en la oración es la más
importante: pero es a la Iglesia, comunidad visible, a quien Cristo entregó la
potestad de perdonar los pecados, en la persona de sus Pastores: “Cuanto
atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra
será desatado en el cielo” (Mt. 18, 18).
Es una
verdad de fe definida que, para lograr la salvación, tienen necesidad de este
sacramento todos los que hubieren caído en pecado mortal después de recibido el
bautismo (Concilio de Trento, cfr. Dz. 895).
Resulta,
pues, condición imprescindible para salvarse, hecha la única excepción quien
muere luego de un acto de contrición perfecta sin haber podido recibir el
sacramento (cfr. 5.3.1, A, c).
Precisamente para facilitar a los fieles el precepto divino de confesar los pecados en orden a obtener el perdón, la Iglesia establece la ley que obliga a confesarse al menos una vez al año a partir de la edad en que se comienza a tener uso de razón (cfr. CIC, c. 989; vid también Dz. 437, 918 y 2137).
Precisamente para facilitar a los fieles el precepto divino de confesar los pecados en orden a obtener el perdón, la Iglesia establece la ley que obliga a confesarse al menos una vez al año a partir de la edad en que se comienza a tener uso de razón (cfr. CIC, c. 989; vid también Dz. 437, 918 y 2137).
Este
mandamiento de la Iglesia se refiere sólo a los pecados mortales. El precepto
no se cumple con una confesión sacrílega o voluntariamente mala (ver ‘Curso de
Teología Moral’, cap. 18).
A. Para el perdón
de los pecados mortales
Los bautizados que han cometido algún pecado mortal -como hemos dicho ya- necesitan confesarse para obtener el perdón divino. Es una necesidad de derecho divino impuesta por Dios mismo, que ha querido vincular el perdón de esos pecados a este sacramento: A quienes perdonareis los pecados les ser n perdonados (Jn. 20, 23).
Los bautizados que han cometido algún pecado mortal -como hemos dicho ya- necesitan confesarse para obtener el perdón divino. Es una necesidad de derecho divino impuesta por Dios mismo, que ha querido vincular el perdón de esos pecados a este sacramento: A quienes perdonareis los pecados les ser n perdonados (Jn. 20, 23).
Si no es
posible acercarse al sacramento, puede alcanzarse el perdón de los pecados con
un acto de contrición perfecta que incluye el deseo de confesarse cuanto antes.
Sin el deseo de confesarse sería imposible que el pecador tuviera contrición
perfecta, porque éste es el camino expresamente querido por Jesucristo para
conceder el perdón.
Esta
confesión debe abarcar todos y cada uno de los pecados mortales no confesados,
que se recuerden después de haber hecho un diligente examen (cfr. 5.3.1, B.b),
y es necesaria hacerla antes de acercarse a recibir la Comunión.
El
Concilio de Trento declara que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con
conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin
preceder la confesión sacramental (Dz. 880).
Juan
Pablo II lo decía recientemente: Es necesario recordar que la Iglesia, guiada
por la fe en este augusto Sacramento, enseña que ningún cristiano, consciente
de pecado grave, puede recibir la Eucaristía antes de haber obtenido el perdón
de Dios (Exhort. apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 27).
El Código
de Derecho Canónico lo prescribe explícitamente: Quien tenga conciencia de
hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor
sin acudir antes a la confesión sacramental (c. 196).
En este
sentido, y sin prejuzgar, la Iglesia aconseja que los niños en edad de razón
reciban el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera comunión (S.
C. para la Disciplina de los Sacramentos, Decl. de praemittendo sacramento
Paenitentiae primae puerorum Communionis, 24-V-1973).
Sería un
error pensar que, al comienzo del uso de razón no se pueden cometer pecados
mortales y que no hace falta la confesión. Como también lo sería pensar que,
estando en pecado mortal y en circunstancias normales, basta un acto de
contrición para acercarse a comulgar: hacerlo así, es sacrilegio, es decir, el
pecado de hacer mal uso de una cosa sagrada.
B. Perdón de los
pecados veniales
Los
pecados veniales se pueden perdonar de muchas maneras, y no es necesario confesarlos,
aunque puede hacerse y de hecho es muy útil.
Son tan
grandes los efectos saludables de la confesión (ver 5.7.2), que la Iglesia
exhorta vivamente a todos a acudir a ella con frecuencia: la práctica de acudir
al sacramento de la Reconciliación no puede reducirse a la sola hipótesis de
pecado grave: aparte de las consideraciones de orden dogmático que se podrían
hacer a este respecto, recordemos que la confesión renovada periódicamente,
llamada de devoción, siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la
santidad (Juan Pablo II, A las S. P. Ap. y a los penitenciarios de las
Basílicas Patriarcales romanas, 30-I-1981, m, n).
Este tema
se trata con m s amplitud en el inciso 5.7.2.
5.6 EL MINISTRO DEL
SACRAMENTO
Un día,
en Cafarnaúm, se agolpaba la gente en la casa donde estaba Jesús: Vinieron unos
trayéndole un paralítico que llevaban entre cuatro. No pudiendo presentárselo a
causa de la muchedumbre, descubrieron la terraza por donde El estaba, y hecha
una abertura, descolgaron la camilla en que yacía el paralítico. Viendo Jesús
su fe, dijo al paralítico: tus pecados te son perdonados (Mc. 2, 3-6). Los
escribas se asombraron ante esta afirmación: ¿Cómo habla éste así? Blasfema.
¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? (Ib. 2, 7-8). Y como dando la
razón a aquellos hombres, Jesús manifestó su divinidad curando inmediatamente a
aquel paralítico.
La
Iglesia enseña que la potestad de perdonar los pecados -propia de Dios: “¿Quién
puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”- fue entregada por Cristo a los
Apóstoles y a sus legítimos sucesores en el sacerdocio; de tal manera que, sin
la intervención de los sacerdotes, no es posible obtener el perdón en el
sacramento de la penitencia.
“Sólo el
sacerdote es ministro del sacramento de la penitencia” (CIC, c. 965). Es una
verdad de fe definida en el Concilio de Trento contra Lutero, que afirmaba en
todo bautizado la capacidad de absolver pecados (cfr. Dz. 920, 670, 753).
Cristo
prometió sólo a los Apóstoles el poder de perdonar (cfr. Mt. 18, 18), y tan
sólo a ellos confirió tal potestad (cfr. Jn. 20, 23). De los Apóstoles pasó
este poder a sus sucesores en el sacerdocio, continuándose así la obra
salvadora.
La
esencia misma de la institución jerárquica de la Iglesia, exige que no todos
los fieles sin distinción posean el poder judicial de absolver, sino que
únicamente lo tengan los miembros de la jerarquía.
Muy
importante es, pues, el papel del sacerdote, aunque él dicta la sentencia en
nombre y con la autoridad de Cristo. De hecho es el mismo Jesucristo -representado
por el sacerdote- quien perdona los pecados en un juicio cuya sentencia es
siempre de perdón, si el penitente está bien dispuesto.
Sirviéndose
del ministro como instrumento, es el propio Jesucristo quien absuelve, para
garantizar que la gracia, cuyo cauce ordinario son los sacramentos, llegue con
seguridad a las almas, con tal de que están bien dispuestas y exista
verdaderamente el sacramento.
5.6.1 Requisitos
para administrar el sacramento de la penitencia
El
Concilio de Trento calificó de falsas y totalmente ajenas a la verdad del
Evangelio, las doctrinas que afirmaban que los obispos y los sacerdotes no son
los ministros exclusivos del sacramento de la penitencia (cfr. Dz. 1684 y
1710).
Sin
embargo, para absolver válidamente los pecados se requiere que el ministro,
además de la potestad de orden es decir, haber sido ordenado válidamente, tenga
facultad de ejercerla sobre los fieles a quienes da la absolución (CIC, c.
966).
Por tanto, el carácter sacerdotal
es necesario pero no suficiente para administrar este sacramento. Esa facultad
de ejercer la potestad recibida en la Ordenación para la absolución de los
pecados que también es necesaria, la recibe el sacerdote:
ipso iure, es decir, en virtud del oficio: p. ej., el Papa, los Cardenales y los Obispos, los canónigos penitenciarios y los párrocos;
ipso iure, es decir, en virtud del oficio: p. ej., el Papa, los Cardenales y los Obispos, los canónigos penitenciarios y los párrocos;
por
concesión de la autoridad competente. Son competentes para otorgar al sacerdote
esa facultad el Ordinario, y los superiores de un instituto religioso o de una
sociedad de vida apostólica (cfr. CIC, c. 969).
La
potestad de orden es necesaria porque Cristo, Autor de todos los sacramentos,
quiso que la penitencia sólo pudieran administrarla los sacerdotes. Se
requiere, además, la facultad de ejercerla, porque este sacramento es a la vez
un juicio, también por institución divina; y en todo juicio se requiere que el
juez tenga facultad de juzgar al acusado o, en otras palabras, que el acusado
sea por algún motivo súbdito del juez.
En
peligro de muerte todo sacerdote puede absolver válida y lícitamente a cualquier
penitente de cualquier pecado y censura (cfr. CIC, c. 976). Incluso a un
sacerdote excomulgado, al que está prohibido celebrar sacramentos, se le
suspende la prohibición en este caso (cfr. CIC, c. 1335).
5.6.2 Lugar y sede
para oír las confesiones
El lugar propio para administrar el sacramento de la penitencia es la iglesia o el oratorio (cfr. CIC, c. 964 & 1); la razón de este precepto está en el carácter sacro que tiene la confesión que, al ser también una acción eclesial, aconseja para su administración un lugar sagrado.
El lugar propio para administrar el sacramento de la penitencia es la iglesia o el oratorio (cfr. CIC, c. 964 & 1); la razón de este precepto está en el carácter sacro que tiene la confesión que, al ser también una acción eclesial, aconseja para su administración un lugar sagrado.
Respecto
a la sede confesional, el CIC confiere la facultad de dar las normas oportunas
a las Conferencias Episcopales. Esta facultad, sin embargo, está unida al
precepto según el cual debe haber, en un lugar patente, un confesionario
provisto de rejilla fija (cfr. CIC, c. 964 & 2).
Esta
rejilla sirve para salvaguardar la necesaria discreción, y para garantizar el
derecho de todos los fieles a confesar sus pecados sin que tengan que revelar
necesariamente su identidad personal.
Si no hay
una causa justa, no se deben oír confesiones fuera del confesionario (cfr. CIC,
c. 964 & 3).
Quizá
alguna persona pueda manifestar extrañeza ante esta práctica de la Iglesia; sin
embargo, hay profundas razones para actuar de esa manera, como lo confirma la
experiencia multisecular: la principal de ellas es ver el confesionario como
una prolongación del sigilo sacramental que permite la custodia de la intimidad
de los penitentes; pero también hay otras razones de prudencia. El
confesionario es, en efecto, un medio necesario para mantener el carácter
sobrenatural de la confesión: un encuentro personal con Dios en el que el
sacerdote es sólo un instrumento, que debe evitar convertirse en un obstáculo
para las almas.
5.6.3 Obligaciones
del confesor
A. Preparación
necesaria
a) Ciencia
El
confesor debe tener la ciencia suficiente para resolver los casos más
corrientes, y para dudar prudentemente de los casos m s difíciles y
complicados.
Por eso,
ha de continuar sus estudios, repasar con frecuencia las disposiciones de la
Iglesia y consultar a salvo siempre el sigilo sacramental a sacerdotes más
doctos y con mayor experiencia, cuando el caso lo requiera.
b) Prudencia
La prudencia del confesor se manifiesta, sobre todo, en el modo de interrogar, al emitir juicios sobre algunas situaciones o circunstancias del penitente, al sugerir remedios, al aconsejar y al imponer la necesaria satisfacción.
La prudencia del confesor se manifiesta, sobre todo, en el modo de interrogar, al emitir juicios sobre algunas situaciones o circunstancias del penitente, al sugerir remedios, al aconsejar y al imponer la necesaria satisfacción.
La
naturaleza judicial de este sacramento implica la obligación del confesor de
interrogar al penitente -cuando y en la medida en que lo considere necesario-,
para asegurar la integridad de la confesión (cfr. 5.3.1, B.b).
Cuando es
necesario interrogar, sobre todo tratándose de determinadas materias, la
Iglesia aconseja al sacerdote especial discreción (cfr. CIC, c. 979).
c) Santidad
Lógicamente
para que el sacerdote sea juez y médico, ministro de justicia y a la vez de
misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la salud de las almas
(cfr. CIC, c. 978), debe tener una profunda vida interior, celo apostólico,
paciencia, gran fortaleza y guarda del corazón.
B. Obligación de
oír confesiones
“Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la
penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez
que los cristianos lo pidan de manera razonable” (cfr. CIC, c. 986; Catecismo,
n. 1464).
El don de la salvación y del perdón ofrecidos en este sacramento es un
acto gratuito de la misericordia divina, y en este sentido no se puede hablar
de un derecho de los fieles a recibirlo. Pero Cristo ha confiado este don
salvífico a la jerarquía, convirtiéndola en su dispensadora, y es aquí donde
surge el derecho del fiel y el correlativo deber de los obispos y sacerdotes de
hacerlo posible.
Por eso, en caso de necesidad todo confesor est obligado a confesar a quien lo requiera (cfr. CIC, c. 968 & 2).
Por eso, en caso de necesidad todo confesor est obligado a confesar a quien lo requiera (cfr. CIC, c. 968 & 2).
El Concilio Vaticano II recuerda que los sacerdotes han de estar
dispuestos siempre y absolutamente -sin condiciones- a oír las confesiones de
los fieles (cfr. Decr. Presbyterorum ordinis, n. 13).
C. Actitudes al administrar el sacramento (cfr. Catecismo, no. 1465 y 1466)
C. Actitudes al administrar el sacramento (cfr. Catecismo, no. 1465 y 1466)
En la confesión los
sacerdotes han de:
a) Enseñar,
no sólo las verdades necesarias para recibir dignamente el sacramento, sino
también todas aquellas que pertenecen a la contrición, propósito, confesión y
satisfacción. Muchas veces deberán también instruir sobre los deberes del
propio estado y aclarar, en los casos en que sea necesario, los verdaderos
preceptos de la ley de Dios.
b)
Amonestar, es decir, animar a la rectificación de la vida y, siempre que sea
preciso, a la restitución y a evitar las ocasiones graves de pecado.
c) Como
también es médico, debe curar las enfermedades del alma, sugiriendo los
remedios oportunos para cada situación.
d) En
algunos casos, podría verse en la necesidad de denegar la absolución a quienes
no tienen las debidas disposiciones (p. ej., por no querer evitar las ocasiones
graves de pecado, o por no querer restituir) o no son capaces (p. ej., por no
estar bautizados o estar ya muertos). O bien de diferirla por un breve tiempo
para fomentar las debidas disposiciones en el penitente.
No hay
que olvidar, sin embargo, que no debe negarse ni retrasarse la absolución si el
confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser absuelto
(CIC, c. 980).
D. El sigilo
sacramental
“Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas” (cfr. CIC, c. 1388).
“Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas” (cfr. CIC, c. 1388).
Tampoco
puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de
los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo
sacramental, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda
sellado por el sacramento (Catecismo, n. 1467).
No hay
motivo razonable, por tanto, para la vergüenza o el temor a confesarse, ya que
el sacerdote guarda fidelísimamente esa grave obligación. Son materia del
sigilio sacramental: los pecados confesados y todo cuanto a ellos se refiere,
con las circunstancias que se hayan declarado al confesarlos.
5.6.4 Modo de
actuar en algunos casos concretos
A. Los ocasionarios
Se les llama así a quienes se
encuentran habitualmente en ocasión de pecar, entendiendo la ocasión como algo
extrínseco que incita al pecado o lo facilita. Como regla general, se pueden
establecer tres principios en relación a los ocasionarios:
1. No se
les debe negar la absolución si se trata de una ocasión remota, es decir, de
leve peligro de pecar.
2. No se les debe negar la absolución si se encuentran en una ocasión próxima necesaria, siempre que están realmente arrepentidos y dispuestos a poner los medios que el confesor les aconseje.
2. No se les debe negar la absolución si se encuentran en una ocasión próxima necesaria, siempre que están realmente arrepentidos y dispuestos a poner los medios que el confesor les aconseje.
3. Habría
que negarles la absolución cuando se resisten a alejar la ocasión voluntaria,
próxima y contra de pecado grave, porque en ese caso no habría un sincero
propósito de enmienda.
B. Los habituados y
los reincidentes
Se llama
habituados a quienes han contraído un determinado hábito de pecar, por lo que
resulta lógico pensar que ese hábito les llevará a recaer en el mismo pecado
poco después de confesarse. Son reincidentes quienes se han confesado una o m s
veces del mismo pecado, y sin embargo vuelven a caer en él. La diferencia, en
realidad, es que el habituado se acusa por primera vez de su vicio.
Los
habituados, en general, pueden y deben ser absueltos si están arrepentidos y
con sinceros propósitos de poner los medios para desarraigar el mal hábito
contraído.
Los
reincidentes pueden ser absueltos cuando dan signos de verdadera contrición: p.
ej., diligencia en huir de las ocasiones, continuo recurso a los medios
sobrenaturales, voluntad firme de evitar los pecados, etc.
5.7 SUJETO DEL
SACRAMENTO
El sujeto
de este sacramento es todo bautizado que haya cometido algún pecado, mortal o
venial (De fe definida en el Concilio de Trento: cfr. Dz. 911 y 917). Basta,
por tanto, cualquier acción que tenga realidad de pecado, y no bastan, en
cambio, otras acciones que no fueran al menos pecado venial, porque en ese caso
propiamente no habría materia en el sacramento (p. ej., imperfecciones,
descuidos, etc.).
Debe ser
una persona bautizada porque el bautismo es la puerta de entrada a la Iglesia;
si no lo hubiera recibido, esa persona no es apta para los otros sacramentos.
Y como,
además, es necesario haber cometido algún pecado, mortal o venial, un fiel
cristiano puede ser sujeto de este sacramento desde el uso de razón, cuando ya
es capaz de responder de sus propios actos libres.
5.7.1 Condiciones
para una buena confesión
Son
cinco: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir
los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
a) Examen de
conciencia
Primero,
recordar y reconocer los propios pecados: es la tarea del examen de conciencia
en la que, con la misma diligencia que pone un hombre en un negocio importante,
se ha de revisar el comportamiento personal con valentía y sinceridad, de
frente a las grandes exigencias del amor de Dios y del prójimo.
El examen
es, pues, la diligente inquisición que el sujeto realiza acerca de los pecados
que cometió desde la última confesión bien hecha. Su necesidad se explica por
la naturaleza misma del sacramento: han de ser presentadas ante el tribunal de
Dios todas las faltas en que se ha incurrido, pues se trata de emitir un
juicio. Esta necesidad está declarara expresamente en el Concilio de Trento
(cfr. Dz. 900 y 917).
La
diligencia en el examen ha de ser proporcionada al tiempo transcurrido del de
la última confesión, y a las circunstancias de vida del sujeto. El confesor no
sólo puede, sino que debe ayudar al penitente, en caso de que el examen
realizado sea defectuoso.
Para que el examen est‚ bien
hecho, se ha de inquirir:
sobre el
cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia;
sobre las
obligaciones del propio estado: de hijo, de padre, de esposo, de estudiante, de
empleado, de profesionista, etc.;
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
si la ofensa a Dios ha sido de pensamiento, deseo, palabra, obra u omisión.
Cuando se
ha de hacer una confesión general (cfr. 5.7.3), ayuda mucho tener a la vista un
‘elenco’ o ‘catálogo’ de pecados que suelen encontrarse en los devocionarios.
También
es necesario averiguar -y después confesar- el número de los pecados mortales
cometidos, y las circunstancias que mudan la especie del pecado (cfr. CIC, c.
988).
b) Dolor de los
pecados y propósito de enmienda
En
segundo lugar, hemos de dolernos de nuestras faltas: es el arrepentimiento o,
mejor aún, la contrición. Este dolor del alma por haber ofendido a Dios es lo
más importante para la reconciliación sacramental.
No es
necesario que sea sensible, pero sí se ha de procurar que la contrición tenga
como motivo el haber ofendido a Dios, Bondad infinita, digno de ser amado sobre
todas las cosas.
Luego,
hay que tomar la decisión de ‘levantarse’, como el hijo pródigo: es el
propósito de enmienda que, de hecho, está ya incluido en el dolor de
contrición, pero conviene hacerlo explícito. Es decir, hace falta la firme
resolución de no volver a cometer nuestras faltas, aunque la debilidad de la
naturaleza humana no nos permita tener la certeza de no reincidir en ellas
(cfr. 5.3.1.A).
c) Acusarse de los pecados y
cumplir la penitencia
Ya
hablamos también de estos actos del penitente (cfr. 5.3.1. B y C), por lo que
no es necesario detenernos nuevamente en ellos.
5.7.2 La confesión
frecuente
Respecto
a la llamada confesión de devoción, importa recordar que el sacramento de la
penitencia no sólo es instrumento directo para destruir el pecado -aspecto
negativo-, sino ejercicio precioso de virtud, expiación por el pecado, labor
profunda de regeneración de las almas.
Precisamente
por esto la práctica de acudir a la confesión no puede reducirse sólo a los
pecados mortales. Si un alma lucha por evitar las faltas graves y comete sólo
pecados leves, no por eso queda privada de los beneficios del sacramento, que
le comunica las gracias específicas para vencer también los pecados veniales y
las malas inclinaciones.
La
Iglesia siempre ha recomendado la práctica de la confesión frecuente, como
queda de manifiesto en las siguientes palabras del Papa Pío XII: Cierto que,
como bien sabéis, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y loables
maneras, pero para progresar cada día con más fervor en el camino de la virtud,
queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión
frecuente, introducido en la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo,
con el que:
– aumenta
el justo conocimiento propio,
– crece la humildad cristiana,
– se desarraigan las malas costumbres,
– se hace frente a la tibieza espiritual,
– se purifica la conciencia,
– se robustece la voluntad,
– se consigue una sana dirección de las conciencias,
– se aumenta la gracia sacrificante.
– crece la humildad cristiana,
– se desarraigan las malas costumbres,
– se hace frente a la tibieza espiritual,
– se purifica la conciencia,
– se robustece la voluntad,
– se consigue una sana dirección de las conciencias,
– se aumenta la gracia sacrificante.
Adviertan,
pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio a la confesión frecuente, que
cometen una empresa extraña al espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo
Místico de Nuestro Salvador (Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943).
En este
sentido merece ser destacada la conveniencia de acudir ordinariamente al mismo
confesor, porque aunque los fieles tienen plena libertad para confesarse con
cualquier sacerdote que tenga la debida facultad (cfr. 5.6.1), redundar en bien
del alma acudir a un sacerdote determinado que pueda proporcionar con solicitud
los remedios más oportunos para un penitente concreto.
Cabe
aclarar que los actos penitenciales colectivos, y también el reto del Yo
confieso o Confiteor al inicio de la Misa, sirven sólo para fomentar la
contrición, perdonar los pecados veniales y disponer al alma para asistir con
más fruto al sacrificio eucarístico, pero no tienen ninguna eficacia en lo que se
refiere a la remisión de los pecados mortales.
En
relación a la confesión de los niños, San Pío X reprobó cualquier costumbre de
no admitir a la confesión o de no absolver a los niños que hayan llegado al uso
de razón (cfr. Decreto Quam singulari, 8-VIII-1910). Posteriormente, una
declaración de las Sagradas Congregaciones para la disciplina de los
Sacramentos y para el Clero (24-V-1973), volvió a recordar que hay que
someterse a lo preceptuado por San Pío X.
5.7.3 La confesión
general
Es
aquella que se extiende a todos los pecados de la vida, o al menos a un periodo
grande de tiempo.
En
algunos casos es necesaria, porque conste que un penitente ha hecho
anteriormente confesiones sacrílegas, al no haber acusado voluntariamente algún
pecado mortal, o no haber tenido contrición.
Puede
también aprovechar a quienes han decidido emprender con nuevos bríos el camino
de la santidad, y desean renovar el dolor por los pecados pasados que quizá no
valoraban suficientemente. Al proceder así pueden evitarse posibles complicaciones
posteriores, o enredos del demonio sobre la sinceridad de esa decisión.
En
general, por tanto, una confesión general será útil sólo si por medio de ella
se busca una mayor contrición y un mejor conocimiento propio; pero si de ahí
pueden originarse escrúpulos o ansiedad para el alma, la confesión general será
nociva y, por tanto, desaconsejable.
5.8 LAS
INDULGENCIAS
Leemos en
el Evangelio que, en muchas ocasiones, Jesucristo perdonó a algunas personas
las penas temporales, en atención a determinadas buenas obras (al buen ladrón,
p. ej., le perdonó toda la pena: cfr. Lc. 23, 43). Este poder lo quiso dejar
también a la Iglesia (cfr. Mt. 18, 18) que, en virtud de esa autoridad puede
conceder indulgencias a los fieles que se encuentran bien dispuestos y cumplen
determinadas condiciones.
Se trata,
por tanto, de algo muy sobrenatural, que nos manifiesta la misericordia de Dios
con los pecadores, y est en consonancia con la fe católica sobre la importancia
de las obras meritorias.
La
indulgencia es la remisión de la pena temporal debida por los pecados, que la
Iglesia concede, bajo ciertas condiciones, a quienes están en gracia (cfr.
Paulo VI, Indulgentiarum doctrina, n. 1).
La
doctrina de las indulgencias se fundamentan en la existencia del llamado Tesoro
de la Iglesia, que está formado por las satisfacciones sobreabundantes de
Jesucristo, de María Santísima y de los Santos (cfr. Cat. Mayor de S. Pío X, n.
798). Los m‚ritos sobrenaturales conseguidos por Cristo, junto con los de la
Santísima Virgen y todos los santos, constituyen un tesoro que la Iglesia
administra. Por medio de la indulgencias, la Iglesia distribuye ese tesoro a
los fieles que todavía peregrinan en la tierra para que, en su propia utilidad
o en favor de las ánimas del Purgatorio, se complete la satisfacción que debe
pagarse por los pecados (cfr. Catecismo, nn. 1474 a 77).
Según la disciplina
vigente de la Iglesia, hay dos tipos de indulgencia (cfr. CIC, c. 993):
1. Plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por los pecados;
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
La indulgencia se concede sólo a los fieles debidamente dispuestos. Estas disposiciones personales consisten, para la indulgencia plenaria, en:
1. Plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por los pecados;
2. Parcial, que sólo perdona una parte.
La indulgencia se concede sólo a los fieles debidamente dispuestos. Estas disposiciones personales consisten, para la indulgencia plenaria, en:
1. El
estado de gracia y exclusión de todo afecto al pecado, aun venial;
2. Realizar
la obra prescrita con intención de lucrar la indulgencia;
3.
Confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del Papa.
Este
último requisito puede cumplirse varios días antes o después de la obra
prescrita; conviene, sin embargo, que la comunión y la oración por el Sumo
Pontífice se hagan el mismo día en que se práctica la obra (Indulgentiarum
doctrina, Norma 8).
Para lucrar la
indulgencia parcial se requiere:
1. El estado de gracia y el arrepentimiento.
1. El estado de gracia y el arrepentimiento.
2. La
realización de la obra prescrita.
La
indulgencia plenaria se convierte en parcial cuando falta la plena disposición
o no se cumplen las tres condiciones establecidas.
Se indican algunas indulgencias
para la Iglesia universal que los fieles pueden lucrar del modo establecido
(cfr. Enchiridium indulgentiarum, Typis Polyglottis Vaticanis, 1968):
– rezo del Angelus o el Regina coeli: parcial;
– rezo del Angelus o el Regina coeli: parcial;
–
bendición papal Urbi et Orbi aun la recibida por el radio o por televisión:
plenaria;
– una
comunión espiritual: parcial;
– al
menos tres días completos de retiro espiritual: plenaria;
– retiro
mensual: parcial;
– rezo de
las Letanías completas: parcial;
– rezo
del Acordaos: parcial;
– uso de
un objeto piadoso (p. ej., crucifijo, medalla, escapulario, rosario, etc.)
bendecido por un sacerdote: parcial;
– oración
mental: parcial;
– rezo
del Santo Rosario en una iglesia, u oratorio o en familia: plenaria; en otro
caso: parcial;
– lectura
de la Sagrada Escritura; parcial, etc.
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