De pequeño aprendí, como casi
todo el mundo, que Dios nos ha puesto a cada uno un Ángel protector, un Ángel
Custodio. Con el tiempo supe por boca de San Josemaría Escrivá de Balaguer que
los sacerdotes también tenemos un Arcángel Ministerial. Dios no nos deja
abandonado en un mundo no siempre fácil de atravesar. Pero yo quiero hoy hablar
un poco como mi Ángel Custodio, el que tengo desde que fui concebido.
Querido Ángel, esta mañana siento
la necesidad de saludarte y decirte algunas cosas que llevo en el corazón.
Desde que existo me estás protegiendo. Yo no lo sabía, pero alguien me enseñó a
decirte cuando ya podía hablar: “Ángel de mi guarda, dulce compañía…” Volviendo
la vista atrás descubro con asombro y agradecimiento las veces que me has
cogido de la mano para no salirme del camino. Me llevaste a la Pila Bautismal,
a la catequesis parroquial, al encuentro de Jesús en la Eucaristía. ¡Qué gran
día el de mi primera Comunión! Allí estabas tú, silencioso, en actitud orante
ante un Dios que venía a mí. Durante mi infancia y juventud me susurrabas al
oído lo que debía hacer y lo que debía evitar, como si fueras mi padre y mi
madre. Unas veces te hice caso y otras no, y pagué las consecuencias.
Recuerdo momentos puntuales de mi
vida en los que fui consciente de tu presencia. Me libraste de peligros serios.
No olvidaré nunca cuando me explotó en la mano una bala de fusil y me reventó
los dedos, pero me salvaste la mano porque algún día tenía que coger el Cuerpo
de Cristo. También recuerdo cuando tuve que salvar de las aguas a un sacerdote
profesor mío del Seminario, y nos libraste de morir los dos ahogados. O cuando
inconscientemente quise hacer la proeza de atravesar en solitario nadando la
bocana de un puerto, y a la vuelta vi que me fallaban las fuerzas. Pero tú me
mantenías a flote y pude llegar a lugar seguro. Locuras de juventud, pero allí
estabas tú. Y tantas y tantas ocasiones, en que consciente o inconscientemente,
pude poner en peligro mi integridad. Pero allí estabas tú. Hoy lo reconozco y
te doy las gracias tras cumplir gozosamente mis cincuenta años de vida
sacerdotal.
El camino que un día me marcó el
Señor no era nada fácil. Lo jalonan muchos escollos y zonas minadas que hay que
pisar con tiento. Pero cuando alguien, guiado por ti, te acompaña y te enciende
la linterna del alma, las cosas se ven mejor. Me acompañaste al Seminario, y
durante los siete años que allí estuve preparando mi sacerdocio. Estabas muy
presente el día de mi Ordenación sacerdotal, y en la celebración de mi Primera
Misa. Y cuando llegué al primer destino para ejercer mi recién estrenado
sacerdocio. Y en todas las parroquias que me acogieron como padre espiritual.
En estos
cincuenta años que ya he cumplido he tenido de todo. Tengo que reconocer que,
por la Gracia de Dios, han abundado los momentos felices. Pero tú sabes muy
bien que los sacerdotes, una vez ordenados, somos lanzados a la aventura,
dichosa aventura, de sembrar en el mundo la Palabra de Dios, de pescar almas para
el Cielo, de acompañar al que sufre y al que goza, de ser también diana de los
que solo saben odiar y destruir. Pero eso mismo le ocurrió a Jesús. Y tú
estabas allí para parar el golpe con garbo sobrenatural.
En estos días he dado las gracias
a muchas personas que me han ayudado en el largo camino. Hoy quiero reiterar mi
agradecimiento a ti, mi Ángel de la Guarda, porque sin duda habrás tenido que
luchar contra tantos demonios que querían ponerme la zancadilla. Y en esa
pelea, silenciosamente, me regalaste la victoria. Recuerdo especialmente a
tantos sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei que
siempre estuvieron, y están, a mi lado. Son otros ángeles junto a ti.
No sé el camino que me queda que
recorrer. Solo te pido que sigas a mi lado y, como escudo sólido, muchas veces
encarnado en personas de buen corazón, pares los golpes que puedan afectar a mi
fidelidad sacerdotal, y que me ayudes a seguir entregando mi vida a Dios y a
todos aquellos que quieran recorrer con migo el camino. Algún día, si Dios
quiere, publicaré una colección de cartas a ti, mi Ángel Custodio. Muchas
gracias.
Juan
García Inza
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